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Primero el Ser Humano

Primero el Ser Humano

En todos los países, sin excepción, en momentos de campaña electoral, los políticos dicen que su gran preocupación es la –calidad de– vida de su sociedad. Otra cosa dicen los indicadores arrojados por estudios de organismos multilaterales y por entes privados: 3.400 millones de empobrecidos en el mundo, 736 millones arrojados a la pobreza extrema. He ahí un desprecio por la vida que llega al extremo en países donde los viejos, como cero productivos, ahora son llamados al “sacrificio por la patria”, o simplemente no les ofrecen la asistencia médica que se requiere para su recuperación y supervivencia.

La realidad se confirma con crueldad al quedar el mundo encerrado como consecuencia de un virus que amenaza la vida de millones de personas: está arrasada la infraestructura para garantizar la eficiencia y la calidad en los servicios de salud, como derecho fundamental, pues los presupuestos para garantizar la contratación de personal en todas las áreas es insuficiente, así como es mínima la prevención de enfermedades fáciles de erradicar.

Al mismo tiempo, en un sinnúmero de países, la garantía de ingresos para que toda la gente acceda a lo elemental resalta por su ausencia, de manera que, al escribir esta columna, muy seguramente miles de miles anhelan un plato de comida, mientras las fuerzas armadas oficiales surcan sus barrios para que los ciudadanos no rompan los protocolos de aislamiento impuestos con miras a evitar la propagación del Covid-19.

En sintonía con lo anterior, es inexistente la posibilidad de educación pública y universal en todos los niveles, recreación asistida, acceso a internet, apoyo psicológico para sobrellevar la cada vez más acelerada vida urbana, acceso a vivienda adecuada, servicios públicos sin restricciones y otro cúmulo de garantías que en verdad permitan acceder a una vida en las condiciones ofrecidas por los políticos. En todos estos campos podemos constatar que, en el mundo actual como en el pasado, la vida humana, en dignidad, no ha figurado como prioridad de los gobernantes, que son el instrumento del poder o el poder mismo.

Y aquí cabe una pregunta necesaria: ¿Por qué seguir viviendo así, en estas condiciones, como si se tratara de un designio o la fatalidad en que creían los romanos, cuando la sociedad puede proveerse de los mecanismos de equilibrio para bien de todos? Para colmo de estos desajustes, el Covid-19 avanza por todo el mundo, dándole fuerza al acelerador de la recesión a la que se asoma la sociedad global, producto de la cual muchos más serán empobrecidos o más empobrecidos, o, por efecto de otros virus, más letal que el que nos ataca hoy como mundo, el virus de la segregación, la desigualdad, la injusticia, la negación de los derechos fundamentales de mujeres y hombres, realidad que ya claramente nos acecha.

Como todos sabemos, el ser humano se hizo tal en sociedad, en ella aparece y en ella se realiza. Obligarlo a romper esa condición, a encerrarse, es pretender que deje a un lado su condición fundamental, desfigurada por el capitalismo y con el estímulo desenfrenado del individualismo, contrariando la vía opuesta: la solidaridad, el colectivo, lo común, en un comportamiento que le permitió resistir y superar a las otras especies animales, más fieras que él, más fuertes que él, pero sin embargo sometidas por él.
Bien. Si es cierto aquello de que “el hombre está en la sociedad. Y sólo en ella aparece”, como lo reafirma la filósofa*, eso quiere decir que el camino para enfrentar el virus que nos agobia como sociedad global no es el elegido sino uno más sencillo: aislar al portador del virus, garantizando así una atención médica especializada al afectado, su recuperación, además de su alimentación y manutención, evitando así que se vea compelido a salir en procura de ingresos económicos para solventar su vida y la de su familia. Y para su tranquilidad, en caso de ser necesario, garantizar la estabilidad de su núcleo familiar, dotándolo de lo indispensable para sobrellevar las semanas de aislamiento que sean necesarias.

Y para llegar a esto, lo fundamental es contar con cuerpos médicos que presten salud preventiva en los barrios y conjuntos residenciales, así como en zonas rurales, un servicio público tal que permita promocionar vida sana, además de hacerle seguimiento al estado de salud de cada persona y cada núcleo familiar, con lo cual la organización de la vida diaria, en todos los aspectos, se torna remediable y llevadera. Entonces el hospital y el centro de salud se verán menos asediados, destinados a casos de urgencia o para tratamientos especiales, entre ellos las intervenciones quirúrgicas.

Claro. Para proceder de tal modo, la salud, como derecho de todo ser humano, debe estar organizada como servicio público, gratuito y universal, y esa no es preciamente la realidad entre nosotros. Así tendría que funcionar –con propósito común y bajo control y organización colectiva– todo lo que se diga público.

El objetivo sería, pues, poner de pie lo que ahora está de cabeza; que todo aquello que pretende el lucro particular y la ganancia no intervenga en los segmentos sociales que tienen que ver con la satisfacción de los derechos humanos. Mientras esto se torna realidad, el virus, este o cualquier otro, podrá hacer con las sociedades lo que quiera, propiciando por su conducto que los Estados desplieguen su autoritarismo y su poder militar para remediar algo que nada tiene que ver con la fuerza sino con usos y consumos así como con la prevención en salud, pero también con el tratamiento de alguna enfermedad, cuando esta toma cuerpo en pocas o en muchas personas.
El propósito de evitar que el Estado despliegue su real carácter transita entonces por recuperar lo público, poniéndolo en manos del conjunto social. De no ser así, el miedo volverá a ser potenciado frente a situaciones como la que hoy vivimos u otras similares, y el Estado aparecerá de nuevo como el salvador. Cuando es todo lo contrario.

* María Zambrano, Persona y democracia, Alianza editorial, 2019, España, p.134.

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