La creación de un frente amplio es una necesidad real y sentida de lo que llamamos, en Colombia, “la izquierda”. Y quizá también, en términos históricos, para no decir estratégicos, del pueblo colombiano. Estamos hablando, por supuesto, de opciones organizativas y, por esa vía, de presencia en el escenario político. Es claro que el último proyecto interesante y promisorio fue el Polo Democrático Alternativo pero evidente también que ya cumplió su papel y ha quedado reducido a su mínima expresión luego de su lamentable descomposición en el curso de una histriónica tragedia de equivocaciones. Todo parece indicar que si hoy no puede reconstruirse como partido tiene que hacerlo como Frente, denominación que sugiere coalición con otros partidos y, según la usanza de los últimos tiempos, también con organizaciones sociales. Recientemente ha surgido el “Frente Amplio por la Paz y la Democracia” y para algunos, en nuestra opinión equivocados, esa es la respuesta.
Nacido en el fragor de la campaña electoral y bajo el chantaje que condujo a apoyar la candidatura de Santos, es evidente que, ahora, confirmada formalmente su existencia después de las elecciones, pretende ser la continuidad del esfuerzo por respaldar las negociaciones con la insurgencia armada y rechazar el peligro del uribismo, interpretado como fascismo criollo. Continuidad que – se considera – bien puede ser la base que permita edificar una fuerza política con aspiraciones de mayor alcance. Según las informaciones que se tienen son muchas las organizaciones que se han acercado al proceso: Colombianas y colombianos por la paz, Conpaz, Presentes por el Socialismo, Progresistas, Polo al Sur, Poder Ciudadano, Vamos por los Derechos, Alianza Verde (un sector), Partido Comunista, Unión Patriótica, Fuerza Común, Congreso de los Pueblos, Marcha Patriótica, Clamor Social por la Paz, organizaciones sociales como Fecode, USO, Anafro, Onic, y hasta ong como el Cajar. Por lo pronto su plataforma se limita a: solución política del conflicto, inclusión del eln y epl, garantías para la oposición, cese al fuego bilateral, cumplimiento de los acuerdos del gobierno con movimientos sociales, reformas democráticas necesarias para la paz.
La paz es, ciertamente, un punto en el que están de acuerdo todas las vertientes de lo que llamamos izquierda. Pero ¿es suficiente? No es el primero ni el único intento. Antes se habían propuestos otros. El propio “clamor por la paz”, el “movimiento social por la paz” y otros, sin contar la muy antigua “Asamblea de la sociedad civil por la paz”. Y, desde luego, no sólo es encomiable sino necesaria la construcción de un movimiento ciudadano de opinión que garantice la continuidad de la negociación y asegure su buen resultado. Pero en esta restringida definición se encuentra su debilidad, que en pocas palabras puede resumirse en escasa autonomía. “Lo primero que puede afirmarse –dice Clara López (“Las dos orillas”, 11 de julio)- es que finalmente la política de negociación se ha transformado, en virtud del amplio apoyo expresado en las urnas, en verdadera política de Estado…”. Se equivoca, lamentablemente. El aspecto fundamental aquí es quién tiene la iniciativa. Y en este tema, la monopoliza quien tiene la iniciativa de la negociación, esto es, el gobierno. Es éste quien marca los ritmos y los contenidos. Y aunque, en el mejor de los casos, esté dispuesto a escuchar y hasta a acordar algunas modificaciones, conservará las riendas. Este Frente, cuya necesidad y utilidad –reiteramos- es indiscutible, reducido así al objetivo de la paz, no puede hacer otra cosa que servir de presión permanente y garante (o crítico) de los resultados.
Desde luego, pudiera objetarse, como en la declaración antes citada, que ya existe una nueva correlación de fuerzas que obliga a redefinir el proceso, pero esto no es más que una ingenua sobrevaloración de los resultados electorales. Y si a eso nos vamos, es claro que Santos, estará más preocupado, como en su primer mandato, de darle gusto a la derecha uribista que de escuchar a la izquierda a la que pretende neutralizar con algo de retórica democrática y social, y una pizca de asistencialismo (hasta donde lo permita el presupuesto). Continuará beneficiándose del chantaje que representa el peligro del desplome de las negociaciones. Entre tanto, y para su provecho y tranquilidad, la izquierda parlamentaria correrá exclusivamente con el gasto de hostigar de manera permanente al uribismo desbocado.
No es, pues, suficiente esta iniciativa de Frente Amplio, para edificar una fuerza política. Pese a que, de manera implícita unas veces, y otras, explícita, las organizaciones convocantes hayan declarado que su ambición para el futuro inmediato es lograr avances en el plano local y regional en las elecciones de 2015 y disputar con probabilidades de éxito la presidencia en el 2018. Esta es, sin lugar a duda, otra de las debilidades de nuestra izquierda del siglo XXI: que es altamente dependiente de esta discutible democracia representativa y del juego electoral. No encuentra ninguna otra forma de ganar existencia política. Es curioso, en un país donde durante años predominó la dinámica extraparlamentaria y abstencionista. Si algo diferencia los intentos de hoy de los del pasado, comenzando por el Frente Unido de Camilo Torres, es esa reducción obsesiva de la política y de la organización a lo certificado en el escenario electoral. Probablemente es en el abandono de tal obsesión donde se encuentra la clave de la superación de nuestra existencia subordinada y sin alternativas.
Es cierto que en las dos últimas décadas se ha registrado simultáneamente una búsqueda, generalmente sincera, de edificar lo político directamente en el movimiento social. “Frente Social y Político” se dijo alguna vez. Pero, al mismo tiempo, se enfrenta una paradoja angustiosa que, confundiendo lo uno y lo otro, no logra ni cualificar los movimientos sociales ni organizar activistas y militancias. Intentos como el Congreso de los Pueblos, Comosoc, Marcha Patriótica y otros, pretendiéndose confluencia de movimientos terminan convertidos en corrientes políticas, en sentido estricto, facciones en el mundillo de las repetidas e interminables reuniones de la izquierda que, sin darse cuenta, ceden su lugar al ejercicio de elaboración de listas y preparación, en condiciones de pobreza, de campañas electorales. Pero no se trata, de ninguna manera, de hacer juicios descalificadores; se trata simplemente de reconocer la realidad y sus limitaciones.
Es precisamente por lo anterior que la invocación de la amplitud ha terminado convirtiéndose en la palabra mágica que resolvería la cuestión organizativa. Como si bastara para redimirnos del pecado de faccionalismo y sectarismo, que el propio ejercicio electoral, por cierto, acentúa patológicamente. En cambio, pensamos, aunque parezca contradictorio, que más nos valdría aspirar a construir un partido –no de cuadros sino de masas– que pudiera resumir en una base programática mínima, pero ajustada a lo que dicta el movimiento social y de acuerdo con las experiencias recientes de América Latina, el punto de partida de una fuerza política con posibilidades de materializar un ímpetu transformador en el aquí y el ahora. Sólo entonces podría caber, en el contexto de una resolución política del conflicto armado, el horizonte de un poder constituyente que no se limite a una Asamblea como expediente formal y jurídico de refrendación.
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