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Juan Jacinto: El último héroe wayúu

Juan Jacinto: El último héroe wayúu

Al amanecer del 1 de mayo de 1769 —más de diez años antes de la Rebelión de los Comuneros liderados por José Antonio Galán— el indio wajiro Juan Jacinto, cacique de Bahía Honda, al norte de La Wajira, a la cabeza de setecientos hombres suyos y aliado con otros doce parientes, caciques también, cada uno al mando de su propio ejército, iniciaron la primera y más grande rebelión indígena de que se tenga noticia en todo el territorio americano. Un hecho casi desconocido en la historia nacional y que solo hasta hace pocos años comienza a aparecer gracias al trabajo investigativo de juiciosos historiadores como el cartagenero José Polo Acuña.

 

A partir de ese día, y por los siguientes siete años, La Wajira fue de nuevo tierra libre para los wajiros como lo había sido por cientos o miles de años. Aquellos wajiros, que hoy conocemos como wayúu, pudieron recuperar sus hatos, sus reses, sus cultivos; y dedicarse de nuevo al contrabando; y quizá, lo más importante, consiguieron expulsar por más de cien años a las misiones capuchinas que habían llegado con los españoles para imponer unas creencias, una religión y unas costumbres totalmente ajenas a las tradiciones wajiras.

 

No quedó pueblo criollo, mestizo o wajiro sin que fuera asolado por los ejércitos insurgentes de Juan Jacinto y sus parientes. Se recuperaron y compensaron, por propia mano, todas las reses perdidas en los últimos años a manos de los hacendados, quemaron las ermitas, saquearon las iglesias, expulsaron –dándoles “puerta y camino”– a los curas capuchinos que vivían amancebados con cuatro y cinco mujeres, rodeados de una prole mestiza engendrada en las indias wajiras, para que abandonaran a La Wajira y no volvieran. Estaban hastiados de que los curas les prohibieran tener más de una mujer –si bien ellos sí se amancebaban con varias indias a la vez–, que los obligaran a alejarse de sus cementerios fa miliares para irse a vivir en torno a una iglesia que no significaba nada para ellos, que arrasaran sus sitios de pagamento, que los obligaran a vestirse a lo criollo, que les prohibieran hablar wayunaiki, que los adoctrinaran en un libro y un credo que era ajeno a sus tradiciones. Por ello, gran parte de la furia wajira se desató contra las misiones capuchinas pero también contra los hacendados y criollos que permanentemente asolaban los hatos de los caciques wajiros para robarles caballos, las yeguas aguiluchas, mulas y cabras; asi como sus mujeres, hermanas e hijas.

 

Juan Jacinto estaba a la cabeza de la sedición. Era un indio alto, fornido, buen mozo, (así lo describían sus enemigos españoles y criollos); tenía en su parcialidad de Ypapá más de setecientos hombres a cargo y seis esposas, también, a todas las cuales cuidaba y protegía y atendía en las noches de manera rigurosa y dedicada.

 

Juan Jacinto convocó una intrincada red de parientes, tanto por el lado de su madre como de su padre, a sus seis suegros, a los hermanos de su madre, a los hijos de las hermanas, a los hijos de las hermanas de su madre, a los hombres de sus hermanas, a los hermanos de sus mujeres, entre ellos a sus primos Juan Mendoza, de Camarones y Juan Cigarroa, de La Cruz, a los hermanos Santiago y Luis Maparaure, de Bahía Honda, todos estos primos entre sí; a Pablo Majusares, y sus cuñados Pedro y Juan José Martín, de Chimare y Bernardino Moscote de Yripua, a Cecilio López Sierra, el cacique mayor de Boronata, y al hermano de Cecilio, Antonio Paredes, también de Chimare, así como el hermano de este último, Caporinche, de Macuira, al primo José Martín, conocido como Chepito, de Camarones, a Pacho Gámez del pueblo perlero de Carrizales, y a Antonio, conocido como el Capitancito, de los más aguerridos de todos, del pueblo de El Rincón. Entre todos formaban más de una docena de líderes y guerreros, un apretado tejido de coaliciones, más allá que políticas y comerciales, de sangre. De esa forma, Juan Jacinto era cuñado de Pablo Majusares; este, hermano de Antonio Paredes; Caporinche era suegro de Juan Jacinto y Paredes, a su vez, era cuñado de Caporinche; Juan Jacinto, por su lado, era sobrino de Bernardino Moscote, quien era hijo de Caporinche; y Juan José Martin, alcalde de Camarones, era tío de Félix Cigarroa, capitán del pueblo de La Cruz.

 

Durante los siguientes siete años Juan Jacinto comandó este formidable ejército indígena para tener a raya a los españoles y alos criollos quienes nunca se atrevieron a salir de Riohacha para “reducir” al líder wajiro y sus parientes. Los distintos comandantes que enviaron desde Cartagena de indias se quedaban estacionados en Riohacha, dedicados a holgar con las indígenas, a traficar con los mismos caciques wajiros para acaparar bienes y usufructuarse del sitio establecido por Juan Jacinto y sus aliados contra la capital Wajira. El virrey Zerda, cansado de gastar recursos y de esperar resultados, envío un emisario para saber por qué el coronel Encio, su comisionado, dilataba la expedición de castigo contra Juan Jacinto, alegando de manera habilidosa que la tropa estaba enferma, que requería más hombres, –a pesar de que ya contaba con más de mil traídos desde el cuartel del Fijo de Cartagena de Indias–. El nuevo virrey, Manuel Guirior, pues ya Zerda estaba de salida, relevó a Encio de inmediato y nombró en su lugar al coronel Arévalo, un astuto español, que logró, tras mucho bregar, socavar la rebelión, pero nunca la voluntad de Juan Jacinto. Arévalo apeló a una estratagema que le dio resultados. Renegociar de manera separada con cada uno de los jefes de la rebelión y ofrecer compensaciones individuales por lo que cada uno consideraba había sido afrentado o lesionado en su propio peculio personal. El sistema de reparar el daño y resarcir lo perdido es parte esencial de la Ley de Origen wayúu. Así fue quitándole brazos y dientes a la rebelión y a los ejércitosde Juan Jacinto, que habían triunfado gracias a la táctica deguerra de guerrillas. Juan Jacinto quedó así aislado. Nunca negoció, nunca se rindió. En el año de 1776, siete años despuésde ser declarada la rebelión, cayó en una emboscada a cargo de un centenar de soldados que habían sido enviados para pillarle, en un apartado rincón del desierto wajiro.

 

Así moría el último héroe wayúu y nacía la leyenda de Juan Jacinto. Hoy día, en La Wajira nadie sabe ni conoce de Juan Jacinto. No hay una plaza, un parque, una calle, una escuela con su nombre. No se conoce su semblante pero tampoco se habla de él en ninguna escuela, facultad, corrillo. No hay un solo homenaje, público o privado, a quien debería ser la principal figura de referencia del pueblo wayúu y wajiro. Eso no puede seguir así; esperemos que pronto se recupere su memoria.

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Autor/a: Equipo investigativo desde abajo
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