Dejarte acariciar por las letras, no domesticar por el autor
“Los (pretendidos) hiperhumanos de hoy adolecen de excesiva buena conciencia, y de su correlato: remordimiento o mala conciencia”… Quise empezar este texto con tal afirmación, enigmática por demás, quizá difícil de “comprender”. Lo hago con varios objetivos, pero probablemente es uno el que más importa: no deseo tratar a “mis lectores” como objetos sobre los cuales es necesario depositar, excretar, mis “ilustres” opiniones; me gustaría, antes bien, llamar su atención, provocarlos, acariciarlos con cada palabra, así dichas caricias –que no son mías sino de las marcas (las letras, sus espacios, su color, etcétera) que, de una u otra forma, ustedes encuentran legibles cada uno a su modo– les generen desconcierto, confusión, angustia o incluso ira. A menudo la labor del columnista o del analista es la del domesticador o el domador, la de un aplicado pastor de animales humanos, de humanos salvajes a los que se hace necesario educar, adiestrar. De ahí que la mayoría de medios masivos de comunicación sean tan redundantes en sus expresiones, tan polarizantes además, y que carezcan de vida. Todo gesto creativo, vital, es inmediatamente cuestionado por su presunta falta de rigor, seriedad, sobriedad o transparencia.
El juego (erótico, de inocentes caricias) está prohibido, pues como adultos responsables debemos “ir al grano”, eyacular rápido, saber que los pacientes actos de creatividad tienen sus espacios delimitados en nuestras sociedades de hiperconsumo: el mercado (donde, si se posee el dinero, se le puede dar rienda suelta a los deseos más profundos), el manicomio y la esfera de “las artes y la cultura”. Contener la creatividad es contener lo que de “animal” hay en nosotros y nosotras, y, a su vez, despreciar la demencia, la feminidad-afectividad, la irracionalidad, en suma, el salvajismo generalizado que nos compone. Es como si, en épocas de ecologismos y animalismos, fuéramos más humanos que nunca y, por ende, acudiéramos a un desprecio de lo “no-humano” sin precedentes. Mi animalismo empieza por reconocer que las dicotomías autor/lector y sujeto/objeto son correlato de la dicotomía jerárquica humano/no-humano, y que cualquier tentativa de desestabilizar el antropocentrismo pasa incluso por la revaloración de los ejercicios de lectura y escritura.
La ley 1774 en contexto
Volvamos a nuestra afirmación inicial: “Los (pretendidos) hiperhumanos de hoy adolecen de excesiva buena conciencia, y de su correlato: remordimiento o mala conciencia”. Y sí, repetir va en contra de los principios económicos de eficiencia y eficacia. En todo caso, en sentido estricto, nuestra repetición, creemos, es más creativa que la redundancia más mediática. Repetimos porque amamos la vida, porque nos regocijamos en el ocio, la dilatación y la improductividad, porque aborrecemos el ritmo imparable de los humanos, de quienes tratan la Tierra como un kleenex. ¡La invención de las servilletas y las bolsas plásticas es tal vez el signo más palpable de un mundo decadente! Nosotras repetimos. Nosotras las vacas, como diría Nietzsche, rumiamos, rumiamos, y digerimos lentamente, alegremente. Hay algo más allá del ciclo “reproducción-producción-consumo”… al que a nosotras las vacas también nos desean someter, ¡nos negamos a que hagan de nuestros voluptuosos cuerpos un bistec!, nos negamos a ser su comidita rápida del día. En fin, esa afirmación que aquí repetimos expresa, de hecho, algo bastante simple pero difícil de asimilar: si los seres humanos históricamente se han definido por su racionalidad (o alma racional), una racionalidad capaz de controlar el cuerpo y la naturaleza, en tiempos neoliberales asistimos a una explosión de “lo humano”, pues, se nos dice, los individuos deben ser capaces de educarse a sí mismos constantemente, de esforzarse por mantenerse saludables, de entretenerse, de escoger hábilmente entre alternativas diferenciadas en un entorno altamente inestable.
Protección parcial e interesada
Los humanos del neoliberalismo son, o pretenden ser, hiperhumanos: sujetos extremadamente racionales que se bastan a sí mismos, y que con su racionalidad exacerbada controlan sus entornos caóticos y se modifican incesantemente para adaptarse mejor. Como es sabido, el ascenso de este tipo de individuos es directamente proporcional a la privatización de las empresas público-estatales y de otros mecanismos, no necesariamente estatales (como los experimentos de vida comunista/comunitaria), que se levantaban sobre la asunción más o menos amplia de seres humanos dependientes, integrantes de un ingente mundo social-natural.
Los hiperhumanos de hoy se proyectan en tanto seres infinitamente responsables de sí. Es decir, de no conseguir trabajo es por su culpa, de no tener éxito académico es por su culpa, de no gozar de buena salud es por su culpa. Por su culpa, por su culpa, por su gran culpa (¡vaya inventico judeo-cristiano el de la culpa y el libre albedrío!). Y claro, a la larga lista de deberes autoimpuestos se le suma el imperativo de conciencia ecológica, animal y social. No es casual, por ende, que la compra de unas zapatillas ya venga con su dosis de buena conciencia (“al adquirirlas ayudarás a los niños de África”) o que el cartón de una hamburguesa tenga impreso el símbolo de “reciclable”. No es casual tampoco que los finales del siglo XX, y comienzos del XXI, sean los momentos de oro de las leyes y políticas “verdes”, de los discursos pseudoindigenistas o new age y de las organizaciones humanitarias. Más aún, la Constitución colombiana de 1991, conocida como la Constitución verde (y multicultural), así como el Estatuto nacional de protección de los animales (1989), tuvieron lugar en el mismo momento de entrada del neoliberalismo al país. Ni la Constitución ni el Estatuto de protección han logrado frenar la crisis ambiental (el extractivismo anda campante) y mucho menos la subordinación/explotación animal, así como tampoco se ha logrado frenar el alarmante expolio de los pueblos indígenas y las comunidades negras. Entonces, ¿reflejan las leyes la “buena conciencia” del hiperhumano neoliberal? Sí, pero quizás no absolutamente, también constituyen huellas de luchas irreductibles a cualquier comprensión sistémica del asunto; no obstante, es preciso insistir en las dimensiones perniciosas de las normas para no quedarnos en ellas, para caminar más allá.
Así pues, me gustaría ahora aludir a unos cuantos asuntos jurídicos que han sido relevantes para las discusiones sobre la llamada protección animal. El año 2016 inició para muchos animalistas con una gran noticia: la Ley 1774 modificó el Código Civil, el mencionado Estatuto de protección, el Código Penal y el Código de Procedimiento Penal; su principal logro fue declarar, en el Artículo 1, que “los animales como seres sintientes no son cosas”, por lo que deben recibir “especial protección contra el sufrimiento y dolor”, lo cual conduce a tipificar ciertas conductas hacia los animales como punibles, además de establecer “un procedimiento sancionatorio de carácter policivo y judicial”. ¿Significa esto que los animales dejan de ser considerados en el Código Civil como bienes? Para nada, la diferencia es que no son meros bienes, sino bienes sintientes, por lo que merecen cierta protección. En otros términos, al poner el Artículo 1 de la Ley 1774 en un contexto más amplio nos percatamos de que los animales siguen siendo cosas, propiedades, aunque poseen una dimensión, la de la “sintiencia”, que les otorga alguna defensa. De lo contrario quedarían instantáneamente abolidos un conjunto de negocios como el de la venta de animales-mascota, la vivisección, la ganadería, las corridas de toros, etc. Se puede, pues, inferir que la Ley 1774 no cuestiona la máquina especista antropocéntrica, simplemente refuerza el “buen uso” de cada animal dado su destino-función en el orden dominante, dependiendo de si se trata de uno silvestre, asilvestrado, doméstico o domado.
La ley en cuestión, antes que desestabilizar o resquebrajar el orden imperante, posee un alcance eminentemente punitivo y policial, lo cual, evidentemente, fortalece el aparato punitivo y policial del Estado y la moralización de los ciudadanos, a saber, su despreciable domesticación.
Es más, recordemos que si algo caracteriza al Estado neoliberal es su reducción en cuanto a la prestación directa de ciertos servicios (se los descarga al sector privado), pero también el abultamiento del aparato punitivo y policial-militar, el cual garantiza un clima de seguridad para los intercambios individuales privados, sobre todo los relativos a las grandes empresas.
Cada individuo racional debe, según sus intereses, alcanzar las metas propuestas a través del mercado y de su propio esfuerzo, debe saber seguir un conjunto de reglas económicas y, en la medida de lo posible, ser solidario, tolerante y responsabilizarse por lo que hace o deja de hacer en general. Esto garantiza el armonioso orden del capital, y claro, la vigilancia de unos individuos frente a los otros y de una poderosa fuerza bélica en caso de que aparezca uno que otro “salvaje” o “terrorista” que ponga en tela de juicio la susodicha “armonía”. Así lo atestigua la resistencia afro que recientemente adquirió visibilidad al tomarse la vía Panamericana y ser recibida con el Escuadrón móvil antidisturbios. Resistencia afro que viene afirmando una lucha no solo por el territorio, como comúnmente se dice, sino por la sustentabilidad de un conjunto de formas-de-vida en movimiento pero siempre basadas-en-lugar. La resistencia afro es la afirmación de potentes formas-de-vida donde se le apunta a una redefinición de lo humano mismo, y de los límites entre lo humano y lo no-humano, es una apuesta donde las nociones mismas de naturaleza y animalidad cambian de función y significado, por lo tanto constituye una afrenta contra los hiperhumanos de hoy y su “buena conciencia” (ecológica y social).
Mirada antropocéntrica
Alejandro Ordoñez, ese remedo de procurador que tenemos, recientemente reaccionó, mediante un concepto enviado a la Corte Constitucional, a una demanda de inconstitucionalidad contra los artículos del Código Civil que, como dijimos, aún consideran a los animales como bienes. Muchas organizaciones animalistas pusieron el grito en el cielo porque para Ordoñez, como era de esperarse, los únicos poseedores de dignidad (y alma) son los seres humanos, mientras que los animales son propiedades (creaciones divinas) a su servicio. Yo de lo que me sorprendo es del excesivo moralismo (judeo-cristiano) que trasluce el liberalismo de la mayoría de voceros animalistas, su insistencia en la responsabilidad moral, la culpa y la punición. Su asumido papel civilizador hacia quienes consideran “oscurantistas” (como Ordoñez), “bárbaros” o “salvajes”. Su ensimismamiento en los animales y soterrado desprecio de la animalidad. Su proyecto de construcción de “buenos ciudadanos libres”, perfectamente adiestrados, ¿de hiperhumanos? La urgencia que se nos presenta es la de cuestionar la definición misma de lo que es un animal doméstico, su diferencia con uno salvaje o domado, la diferencia entre un humano y un animal, la separación entre lo animal y lo vegetal; en suma, lo que está en juego hoy es la vida y la materialidad en su conjunto, ¡hablamos de formas-de-vida enteras, entrelazadas! A mí me causa el mismo escozor que el Código Civil defina como bienes a ser “dominados, poseídos, usados o gozados” a las plantas y la tierra. Tal vez, solo tal vez, si empezamos por la “vida inorgánica”, si nos fijamos en su potencia, podamos redefinir radicalmente lo humano y lo animal, en lugar de insistir en el ensanchamiento, en la reforma, de un esquema humanista ya caduco.
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