Durante el mes de mayo fuimos testigos de dos hechos que movilizaron diferentes tipos de sensibilidades, particularmente las animalistas y ecologistas. De un lado, un empleado del Zoológico Nacional de Chile le dio muerte a dos leones nacidos y criados allí, de aproximadamente 22 años cada uno, después de que un hombre ingresara a la jaula y los instigara con el fin de suicidarse. Por otra parte, Harambe, un gorila de 17 años de edad, fue sacrificado tras la caída de un pequeño niño en la fosa donde aquel animal se encontraba. Harambe, al igual que los leones, había nacido en cautiverio y hacía parte de un programa de reproducción de especies en peligro de extinción del Zoológico de Cincinnati, ubicado en Estados Unidos. Con el presente artículo nos gustaría conmemorar a Harambe y a los leones asesinados; creemos que la mejor manera de hacerlo es ofrecer un par de elementos iniciales que nos permitan caracterizar los zoológicos y, sobre esa base, luchar por su abolición.
La glotonería de la visión
El zoológico es inseparable del énfasis en la vista que ha perdurado a lo largo de la historia de Occidente. Occidente, con el peso cultural griego y monoteísta, particularmente cristiano, siempre ha elogiado la luz, la claridad, ha desdeñado la obscuridad y las sombras. Pensar claramente es pensar bien, es tener acceso a la verdad; y la claridad, lo blanco/puro, es también sinónimo de lo bueno. Autores críticos de las experiencias coloniales no han dudado en mostrar la conexión entre el elogio de lo blanco/bueno/puro y un conjunto de clasificaciones raciales donde lo “negro” y lo “indio”, en cercanía con lo “femenino” y lo “animal-natural-irracional”, ha sido subordinado y sometido a diferentes tipos de explotación, incluida la de sus conocimientos, frecuentemente considerados falsos, meramente míticos, dóxicos, “alejados de la luz”. Adicionalmente, el énfasis en la visión ha conllevado privilegiar un sentido que permite establecer una distancia con lo otro y los otros, ha posibilitado, en esa medida, crear la ilusión de un alejamiento, de una exterioridad descorporizada con relación al resto del mundo; un alejamiento, además, bastante conveniente para la fiscalización, el gobierno y la explotación.
Quien ve entra en una relación jerárquica, de dominio, respecto a quien es visto, y no revelo ninguna verdad si recuerdo aquí que el sujeto vidente por antonomasia es y ha sido, históricamente hablando, el Hombre blanco, cristiano y educado, “buen ciudadano” diríamos hoy, mientras que las personas históricamente racializadas como “negras”, “indias” y en general no blancas, en compañía de los animales y la naturaleza, han sido reducidos a objetos de estudio, visión y materiales para el espectáculo y beneplácito del Occidente supuestamente moderno y civilizado. Los zoológicos, inscritos en esta tradición occidental específica de la visión, son espacios donde, por un lado, se ve, se observa, a un Otro exótico, salvaje, en un espectáculo que genera cierta satisfacción de la morbosidad y diversión, y donde, por el otro, se satisface una necesidad de saber, de conocimiento de un Otro animal convertido en objeto de estudio e inspección. Sobra añadir, finalmente, que objetivar para observar es sinónimo de convertir lo vivo en inerte, de desvitalizar, de simplificar la complejidad y variabilidad del ente definido.
Ahora bien, pese a que el énfasis en la visión ha sido consustancial a la historia de Occidente, a partir del siglo XVI –con el advenimiento y posterior auge de la modernidad y de sus lógicas coloniales intrínsecas– la organización de la vida en su conjunto se comienza a racionalizar y objetivar de una forma inédita. Aparecen los conocidos “recursos humanos” y “recursos naturales”. Los Estados, paulatinamente, empiezan a preocuparse por el entendimiento y modelamiento creciente de las poblaciones humanas, animales, y de la naturaleza y el territorio en general, dinámica que llega a un punto álgido en el siglo XIX y se intenta imponer a lo largo y ancho del globo hasta nuestros días. La construcción de los hospitales, las cárceles, las escuelas y los cuarteles son indisociables de una racionalidad científica (blanca, occidental) que pasa a ser parte del ejercicio gubernamental de poder, pues dichos espacios son impensables hoy sin los discursos médicos, psicológicos, biológicos, jurídicos, etc., que los acompañan. El zoológico emerge como un dispositivo más en este esquema de saber/poder.
El zoológico como dispositivo moderno
El zoológico es, pues, un dispositivo entre muchos otros, compuesto por discursos y espacios de visibilidad. Es decir, resulta impensable sin los discursos biológicos, zoológicos, etológicos, veterinarios, zootécnicos, etc., y sin espacios físicos puntuales donde están recluidos los animales. Pero lo más interesante aquí es que el zoológico no alberga meramente a los animales salvajes, sino que los produce. Los animales salvajes deben su existencia al zoológico, así como los domésticos a las granjas (industriales o tradicionales, estas últimas no exentas de racionalización) y los de laboratorio a los bioterios. En otros términos, atacar la existencia de los zoológicos, pelear por su abolición, implica también cuestionar lo que se entiende comúnmente por “animal salvaje”, así como sus diferencias con los animales domésticos y de laboratorio.
El moderno zoológico en parte constituye una evolución de las Casas de Fieras poseídas por reyes-patriarcas (ungidos divinamente) como signo de su poderío y expresión de su control. Casas de Fieras que, con el ánimo democratizador de la modernidad, dejan de reflejar el poder particular de un rey para pasar a reflejar el gobierno racional, científico, del Estado sobre la naturaleza y la población. No es casual que la construcción de los zoológicos haya sido subvencionada por los Estados, ni que las grandes ciudades modernas tengan uno representativo: Berlín, París, Londres, Ámsterdam, Buenos Aires, Santiago de Chile, etc. De hecho, el primer gran zoológico moderno (genealógicamente hablando), el de París, fue inicialmente la mismísima Casa de Fieras del rey Luis XIV, en Versalles. Y hablamos de Luis XIV, no de cualquier rey, sino de un rey famoso por la frase “el Estado soy yo”, que, más allá de que la hubiera pronunciado o no, da cuenta del Estado absolutista que este encarnaba, de una soberanía supuestamente absoluta proveniente de un modelo teológico (la soberanía de Dios sobre sus criaturas) y reeditada en la soberanía nacional del Estado moderno, compuesto por los diversos dispositivos que acá hemos mencionado someramente.
En síntesis, atacar los zoológicos, las granjas y los bioterios, como solemos hacer los animalistas abolicionistas, es atacar la definición científica misma de animal salvaje, doméstico y de laboratorio, y, por ende, la diferencia entre humanos y animales, y entre lo humano y lo no humano en general. Pero cuestionar los zoológicos, las granjas y los bioterios implica también cuestionar los hospitales, las cárceles, las escuelas, los manicomios, etc. Por supuesto, una escuela no equivale a una prisión, ni un zoológico a un hospital mental, pero responden a un mismo diagrama de fuerzas que los comunica. Un diagrama que no es otro que el del capitalismo colonial y patriarcal contemporáneo, sus instituciones e ímpetu depredador… Espero que estas sean más razones para que juntos y juntas gritemos “¡abolición!”.
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