La idea de revolución es propiamente del siglo XIX y supone una inocultable evocación de la gran Revolución Francesa que, mediante un levantamiento popular, había derrocado la monarquía absoluta y fundado el Estado moderno. El socialismo revolucionario, ya sea anarquista o marxista, postuló entonces que si aquella había sido una revolución política y, como tal, había conducido a la emancipación política del hombre, quedaba pendiente la revolución social que debía liberar de las cadenas reales de la opresión y la explotación a toda la humanidad. Es decir, la emancipación social. En ambas el rasgo fundamental es la participación directa de los sectores populares de cada sociedad en el devenir histórico. Y aunque se trata de un acto de fuerza, lo que cuenta es la radicalidad de la transformación, la magnitud de los objetivos y las realizaciones; la dimensión violenta, en contra de las apariencias, es apenas un rasgo común y probable pero no esencial.
Hoy en día la idea de revolución social no parece estar en la agenda contemporánea, sustituida, cuando más, por la idea reformista de la democratización progresiva. Como proyecto político seguramente tiene menos adeptos de lo que se piensa; quizá somos muy pocos los que creemos que el orden capitalista debe tener un fin y ser reemplazado por otro. Es asunto de controversia dirán unos; es cuestión de tiempo dirán otros. En cambio, es evidente que desde entonces han tomado forma varias revoluciones, que por derecho propio son objeto de estudio. Sobre el hecho histórico no hay duda. La primera de las que calificamos de obreras fue la rusa; cumple en 2017 cien años de haber ocurrido. Es conocida también como revolución de Octubre o Revolución Bolchevique. Es por eso que durante todo este año, mes a mes, dedicaremos en “desdeabajo”, a manera de conmemoración, una sección destinada a reflexionar sobre este acontecimiento. No cabe duda que seguirá siendo fuente de inagotables enseñanzas para todos aquellos que sienten la necesidad de un cambio y se debaten entre la ilusión y la desesperanza.
Vladimir Ilich Lenin, uno de los principales dirigentes revolucionarios y luego jefe de gobierno, solía recurrir a una imagen literaria para explicar el que la primera revolución obrera triunfante en la historia de la humanidad se hubiese presentado precisamente en Rusia: una cadena se rompe siempre por el eslabón más débil. Y eso era el gran Imperio de los Zares.
Sin duda cualquier revolución tiene que analizarse a partir de conflictos sociales específicos y como resultado de una crisis política en un espacio de poder bien definido, pero casi nunca es un hecho aislado, ni en el tiempo ni en el espacio. Y mucho menos en el caso de las revoluciones proletarias. He ahí la pertinencia de la imagen. Con ello quería Lenin destacar dos aspectos: en primer lugar, refutar la idea simplista, del más ramplón evolucionismo, según la cual la revolución proletaria tenía que ocurrir en el país del capitalismo más avanzado. Para la época, Gran Bretaña. Pero, sobre todo y en segundo lugar, el carácter integral del capitalismo como una totalidad mundial.
Es claro que desde el punto de vista geográfico hay un desarrollo desigual de la acumulación capitalista pero existen igualmente múltiples lazos y vasos comunicantes entre los diferentes procesos de acumulación. Y en cuanto a las formas políticas y jurídicas, si bien es cierto que los Estados Nacionales son también una creación del capitalismo, es también evidente que no es una condición indispensable. En la mayor parte del planeta la población no estaba entonces encuadrada en tales espacios territoriales aunque sí permanecía sojuzgada por las fuerzas del capital. Es más, la idea de que existen “naciones” y que a cada una debe corresponder un Estado es un imaginario que proviene justamente de la Primera Guerra Mundial. Y de la Segunda, la peregrina suposición de que también las revoluciones socialistas se hacen en y para la construcción de un Estado nacional.
Ahora bien, estos lazos, esta intensa comunicación, a través obviamente del mercado, que hoy se nos pondera con el nombre de “globalización”, no ha conducido nunca, ni entonces ni ahora, a la armonía y la colaboración; por el contrario, las relaciones entre todos los capitales están caracterizadas por la desigualdad, la rivalidad y el conflicto. Dentro de las diferentes formas políticas territoriales y más allá de fronteras. En disputa estarán siempre los mercados –incluyendo el de la mano de obra– y las fuentes de materias primas. De allí se desprenden las guerras, el sometimiento por la fuerza de pueblos enteros, las anexiones territoriales. Con el pretexto del patriotismo, de la grandeza nacional, de la civilización o del progreso. El imperialismo es intrínseco a la expansión del capitalismo. Tal es la naturaleza de la cadena de la que estamos hablando. Y quizás podríamos añadir un corolario: la revolución Rusa no se da por ello en “estado puro”, ni tenía por qué hacerlo; forma parte de un proceso revolucionario más amplio y complejo. En Rusia y más allá, junto a levantamientos, rebeliones, o motines y golpes de Estado, ya sea agrarios, ciudadanos, o nacionales, etcétera. Lo mismo que el resto de las revoluciones proletarias del siglo XX. En fin –por si fuera necesaria una ilustración empírica–, la revolución rusa se da en el contexto de la Primera Guerra Mundial.
El contexto geopolítico
Como es bien sabido, el asesinato del Archiduque Francisco Fernando, heredero del trono de Austria-Hungría, en Sarajevo, capital de Bosnia-Hersegovina el 28 de junio de 1914 se considera como el inicio de la Primera Guerra Mundial. La responsabilidad que inmediatamente se le atribuyó al gobierno de Servia sirvió de pretexto para la reacción militar en contra suya por parte de la monarquía de Viena. Y para el involucramiento posterior de todas las potencias europeas. En realidad no era un hecho imprevisto y gratuito; los autores del atentado formaban parte de una corriente nacionalista que buscaba con ello debilitar el dominio imperial. Por eso mismo podía considerarse como el inicio de una nueva etapa de las llamadas guerras balcánicas que ya en 1912 y 1913 habían expresado tanto la resistencia de los diferentes pueblos y nacionalidades oprimidas del centro del gran continente euroasiático como la pugna entre las grandes potencias por tomar posesión del mismo en la medida en que iba perdiendo poder el imperio turco que, a su vez, se venía transformando después del golpe militar de 1908.
En efecto, si algo logró la expansión del capitalismo en la primera década del siglo XX fue la destrucción de las viejas formas políticas territoriales, comenzando por los viejos Imperios. Tres de ellos especialmente: el Otomano, el Ruso y el Austro-Húngaro. En beneficio, por supuesto, del nuevo imperialismo de occidente. Se trataba en esta ocasión de una región estratégica por su posición en las relaciones con el Oriente. Por eso, habiendo muchos pueblos y etnias, no había ningún estado nacional; solamente posesiones territoriales que se repartían periódicamente entre los imperios (tratado de Berlin de 1878). De ahí la reacción inmediata y forzosa de Alemania que contaba hasta entonces con el Imperio Austro-Húngaro como su punta de lanza y en competencia con franceses y británicos que ya se habían repartido casi todo el continente africano y contaban a su vez con el imperio ruso.
Luces y sombras de un eslabón imprescindible
Rusia, efectivamente, era una gran potencia. Bajo la autocracia del Zar se encontraban más de 150 millones de personas repartidas en numerosos pueblos y regiones, en una enorme extensión territorial. Tal era la base de su poderío militar, aunque también contaba con capacidad armamentística gracias a su significativo desarrollo minero-industrial en torno al mineral de hierro. Llegó a contar con la tercera flota naval del mundo, posición que sólo perdió con la derrota en la guerra contra el Japón en 1904-5. No sobra recordar que fue en 1905 cuando se presentó la primera gran revolución rusa; el “ensayo general” que también involucró a obreros y soldados (marinos). Dicha derrota morigeró sus ambiciones expansionistas hacia el extremo oriente; téngase en cuenta que ya Inglaterra contaba con posiciones importantes en China y sobre todo en la India. De ahí que le resultara vital el aprovechamiento de la descomposición del imperio otomano. En esta guerra que comenzaba, tenía algunos intereses bien definidos como el acceso al estrecho de los Dardanelos y al Bósforo (y hasta Constantinopla, ¿por qué no?), pero principalmente el control de porciones importantes de los Balcanes de donde Rusia había sido proscrita años atrás. Esta región era considerada su espacio “natural” dado su pretendido parentesco con los diferentes pueblos que habitaban la península, calificados como “eslavos del sur”.
No obstante, Rusia era una potencia de segundo orden. No practicaba el imperialismo a la manera de las potencias ascendentes del capitalismo sino como rezago de las ambiciones de un viejo imperio en decadencia. Su Monarquía Absoluta, apoyada en las vetustas estructuras de la Iglesia cristiana Ortodoxa y basada en una clase de grandes terratenientes permanecía intacta frente a las oleadas de modernización que el capitalismo le exigía. La burguesía, más que todo compradora y dependiente del capital financiero extranjero (el endeudamiento privado y público era enorme), prefería enriquecerse a su sombra y era inferior, como clase, al proletariado en permanente expansión. Con todo, desde el punto de vista de la cultura no era poco lo que desde el siglo XIX venía ofreciendo a Europa con la que se mantenían estrechas relaciones de intercambio intelectual. Fueron estos dos últimos rasgos los que propiciaron, en los medios intelectuales, de artesanos y obreros, el florecimiento de numerosos grupos y corrientes populistas, anarquistas y socialdemócratas.
La ruptura del equilibrio mundial y sus impactos
La decisión de entrar en la guerra, es decir desde antes de que se vieran sus terribles efectos, suscitó por sí misma significativas conmociones políticas en todos los países europeos, incluida Rusia. La más importante de todas fue el cambio en el papel que jugaban los partidos obreros socialdemócratas los mayores partidos de masas en cada uno de los países. Especialmente en Alemania. Como es conocido, ellos debían ser internacionalistas no sólo por fidelidad a la doctrina marxista sino porque formaban parte de una organización internacional: La Segunda Internacional que había reemplazado a la Primera fundada por Marx. En esta coyuntura se tornaron nacionalistas y en los órganos legislativos votaron afirmativamente los créditos de guerra, lanzándose a la más estúpida y despiadada carnicería de que se tuviera noticia. Sobra decir que esto produjo escisiones y deserciones, menos significativas en todo caso de lo deseado. La fiebre “patriótica” consiguió arrastrar a todos los pueblos. Sin embargo, no se trataba solamente de traición por parte de los socialdemócratas. Alguna coherencia tenía con su programa político. La Internacional en realidad era una federación de partidos que se consideraban ante todo nacionales y entendían el socialismo como la mayor intervención del Estado –expresión de lo público– en la anarquía del mercado, a partir de estatizaciones y regulaciones. Fácil era, por lo tanto, incorporar como suyos los objetivos “nacionales”, así significaran expansionismo y colonialismo.
Una notable excepción fue el partido obrero socialdemócrata ruso (Posdr) ya dividido en bolcheviques y mencheviques. Los exiliados rusos, en su mayoría, tuvieron el coraje de levantar en Europa las consignas en contra de la locura guerrerista. En contra de las justificaciones ideológicas que no faltaron. Los socialdemócratas alemanes que habían sido sus mentores intelectuales no tuvieron la menor vergüenza en argumentar que la derrota militar de la dinastía Romanov facilitaría la transformación democrática de Rusia que era la tarea del momento. Así como los franceses e ingleses sugerían que la derrota de los Habsburgo en el Imperio Austro-Húngaro y de los Hohenzolern en Alemania representaba un paso importante en el camino de la modernidad. Y no faltaron los adversarios entre los mismos rusos. Plejanov, uno de los padres indiscutibles del marxismo ruso, decía, para respaldar la iniciativa militar del Zar, que visto en perspectiva histórica los verdaderos enemigos del progreso y del socialismo eran las dinastías gobernantes en Alemania y Austria. Como se ve, la discusión trataba de encerrarse en el asunto de las oportunidades para la realización de las revoluciones democrático burguesas que, a la manera de la gran Revolución Francesa, estarían pendientes en varios de los países involucrados, principalmente en Rusia. En cambio, entre los emigrados rusos comenzaba a aflorar otra perspectiva de reflexión: la posibilidad de la revolución proletaria. Y por eso para muchos de los socialistas radicales, una revolución en Rusia no sería más que el prólogo de una cadena de insurrecciones proletarias que cambiaría definitivamente el curso de la historia, por lo menos en Europa. Y la guerra, una circunstancia desgraciada que podía precipitarlas.
La debilidad del eslabón
No es necesario reiterar que, al principio, la propaganda de los enemigos de la guerra cayó en el vacío. Las condiciones no eran favorables. De hecho, los socialdemócratas rusos sólo se plantearon la sustitución de la Segunda Internacional por una Tercera varios años después. Por el momento, la urgencia era su propio país donde el impacto de la guerra comenzaba ya a mostrar sus efectos. El ejército ruso no hacía más que acumular derrotas hasta la debacle de la primavera de 1915. Pero no era solamente su incapacidad técnica y armamentística. Esta llamada Gran Guerra, que mejor se debería denominar gran carnicería, se había convertido en una prolongada guerra de posiciones donde se apostaba al desgaste. Y en esa lógica la contribución rusa se había vuelto tristemente importante dada su oferta de tropas. En el año mencionado se habían movilizado más de 15 millones de hombres. En el balance final los muertos que había puesto Rusia llegaron a dos millones y medio, el 40 por ciento de todas las bajas. A todo ello hay que agregar la escasez de todo tipo de bienes, el deterioro general de las condiciones de vida y, sobre todo, el hambre generalizada en campos y ciudades que llega a un momento crítico a finales de 1916.
Como es obvio, el descontento no se hizo esperar. En Rusia, antes que en otros lugares, se pone en duda la validez y la justificación de la guerra. Se desploman los discursos patrióticos y sobre la grandeza del Imperio. El ejército, incluida la marina, entra en descomposición y proliferan las deserciones y las insubordinaciones. La cúpula del poder encarnada en el Zar pierde toda credibilidad y apoyo social, y entra en un debilitamiento, sin solución e irreversible precisamente en la medida en que se trata de un gobierno autocrático. Comienza la revolución.
De todas maneras, la determinación mundial de la Revolución Rusa no se reduce al hecho brutal ya mencionado. Se trata de la ruptura del equilibrio de la cadena imperialista que hasta entonces había favorecido la expansión capitalista. Un reordenamiento se hacía necesario; reordenamiento que habría de apoyarse en transformaciones en cada uno de sus eslabones. Las previsiones de los socialistas revolucionarios de entonces se habían cumplido, así como el diagnóstico mencionado al principio. Hoy en día podemos decir que para el reordenamiento definitivo que le otorgaría la hegemonía a los Estados Unidos fue necesaria una Segunda Guerra Mundial. Pero la inquietud frente a la imagen literaria va en otro sentido. La figura de la cadena sugería la ocurrencia de otras revoluciones en serie. Pero no fue así. La insurrección obrera alemana de 1918 fue derrotada, lo mismo que las tentativas menos ambiciosas de otros países. Podría decirse, entonces, que la imagen era desacertada, o mejor, que no se habían extraído todas sus consecuencias. Al reventarse la cadena cesa la tensión y no tienen por qué romperse otros eslabones.
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