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8 de Marzo de 2017. Vivas, manifestantes y reconociéndonos

8 de Marzo de 2017. Vivas, manifestantes y reconociéndonos

El pasado 8 de marzo se conmemoró un vez más, desde 1910, el Día Internacional de las Mujeres. Entonces fue instituido como “día de las mujeres trabajadoras en lucha” durante el Segundo Congreso de Mujeres Socialistas en Dinamarca, a instancias de Clara Zetkin, acompañada por Rosa Luxemburgo. Según León Trotsky, fue un 8 de marzo (23 de febrero según el calendario juliano vigente en Rusia en esos tiempos) que se inició la Revolución Rusa, ya que las obreras del sector textil fluyeron de sus fábricas para reunirse en una plaza de San Petersburgo, provocando que sus compañeros las siguieran. De tal modo que en este 8 de marzo se conmemoraron 100 años del inicio de una revolución que terminó en los engranajes del totalitarismo estalinista, pero representó en sus inicios el mayor movimiento político y la mayor esperanza de las masas trabajadoras de la historia moderna.

 

Las mujeres feministas de 54 países ayer, realizaron este 8 de marzo un Paro Internacional de Mujeres a instancia de las feministas argentinas, quienes desde el 3 de junio de 2015 han realizados masivas concentraciones pacíficas para reclamar políticas públicas contra los feminicidios. Una adhesión inmediata vino de las españolas, las estadounidenses, las mexicanas y las indias, organizadas desde hace años contra los feminicidios. Y de pronto se sumaron muchas, muchísimas más mujeres. La violencia feminicida despierta reacciones contra todas las formas de violencia. Por ejemplo, las que las mismas argentinas sufrieron por tres hombres ultracatólicos que las denunciaron y mandaron a apresar por la policía el 6 de marzo en Buenos Aires, debido a que estaban haciendo propaganda feminista que los violentaba a ellos (que la catedral Argentina sea blanco de represalias feministas al finalizar las marchas se explica también por lo patriarcal y conservador del catolicismo de eses país).

 

Las mujeres que no pudieron parar trabajaron manifestando su incomodidad por el control de sus cuerpos, la prohibición del aborto, la violencia obstétrica, la pérdida de derechos laborales en las nuevas constituciones, la falta de acceso a la propiedad de la tierra y las decisiones comunitarias. Otras se concentraron y marcharon. Millones de mujeres se plantaron en las plazas de más de 200 ciudades de América, cantaron, realizaron performances, pintaron consignas y carteles, filmaron para expresar de manera visible, contundente, masiva su rechazo al incremento abrumador de las agresiones sociales, políticas y privadas contra las mujeres. Hasta las mujeres kurdas, organizadas en un ejército de liberación, en la noche dieron a conocer un video de solidaridad con las mujeres latinoamericanas, en el que las aplaudían.

 

El motivo del paro, contestado por algunas mujeres no feministas que hicieron eco de las descalificaciones y banalizaciones que acompañan la agresividad de los hombres cuando no son los protagonistas de la historia, era celebrar el propio derecho a la vida, que implica el derecho a la creatividad, expresión y libertad de movimiento. El llamado implicó alianzas todavía desconocidas e hizo “temblar la tierra” (tal y cómo se lo propuso) porque denunciaba que todas las mujeres trabajan, que su trabajo es invisible, menospreciado, indispensable para la continuidad de la vida y la producción. Además de que la mayoría labora en las condiciones de precariedad e intermitencia provocadas por el sistema neoliberal o en la economía informal, mientras que las pocas que gozan de trabajos formales enfrentan una brecha salarial con los hombres que llega en promedio al 27 por ciento.

La invisibilidad provoca menosprecio y éste es el ingrediente primero de las violencias que hacen del cuerpo de las mujeres un territorio de desmarcaje entre hombres-patrones, así como de afirmación de supremacías de género (es decir, de construcción de roles sociales). Las mujeres que no obedecen, las que se hacen visible –y, peor aún, deseables–, las que se rebelan a los ordenamientos “por su bien” de cualquier tipo de hombres, desde hermanos hasta dirigentes políticos, padres, maridos, profesores, policías y jefes de oficina, son agredidas con odio, prueba de la verdadera incapacidad social de reconocer el derecho de quien ni siquiera se percibe. No es casual que la derecha tenga representantes como el eurodiputado polaco que en febrero declaró que las mujeres somos más pequeñas, menos inteligentes y nos merecemos ganar menos. Ni que gobiernos autoritarios como el ruso tiendan a desaparecer la violencia doméstica como delito grave. Desgraciadamente tampoco es casual que un dirigente del comité de seguridad del movimiento popular Francisco Villa, que en la Ciudad de México se había sumado a la marcha de las feministas de este 8 de marzo, respondiera con un puñetazo en el rostro a la feminista que se negó a moverse porque él pretendía emplazar el camión de su contingente debajo de la tarima de las oradoras. La violencia machista se manifiesta en todos los portadores de ideologías que no aceptan revisar sus modos, prioridades, tratos y entrar en diálogo de igualdad con quien consideran y construyen como inferiores. Los machos progresistas son una lacra bien conocida en Nuestramérica.

 

Desde el giro neoliberal de la guerra contra las mujeres, cuando Reagan y Wojtyla usaron la pandemia de SIDA para dar al traste con la revolución sexual, en la década de 1980, se cocina lo mucho que tenemos que denunciar, evidenciar, expresar. Que los Estados nacionales y el mercado nos explotan cuando nos endeudan; que los Estados criminalizan nuestros movimientos migratorios; que no se reconoce que las tareas domésticas y de cuidados personales son trabajo que no se remunera y suma, al menos, tres horas más a nuestras jornadas laborales; que estas violencias económicas aumentan nuestra vulnerabilidad frente a la violencia machista, cuyo extremo más aberrante son los feminicidios, por ejemplo.

 

Sin preparar el desayuno ni barrer la casa, con las niñas y niños al cuidado de quien normalmente duerme más que una mujer (y que si llegan tarde a la escuela, ahí ellos), sin haber corrido la lavadora ni colgado la ropa, vestidas para el goce del propio cuerpo, comiendo en grupo en la calle, invitando la comida y el transporte a la amiga que no tenía dinero para llegar, en México y Centroamérica muchas retomaron la consigna de “vivir la dignidad hasta que se haga costumbre”. Estela Hernández, hija de Jacinta Francisco Marcial, una de las tres mujeres ñahñus acusadas de secuestrar a seis policías en agosto de 2006, cuando la Procuraduría General de la República mexicana tuvo que reconocer que se había equivocado afirmó: “Este caso nos cambió la forma de ver la vida. Hoy sabemos que no es necesario cometer un delito para ser desaparecido, perseguido o estar en la cárcel. Por los que seguimos en pie de lucha por la justicia, la libertad, la democracia y la soberanía de México, para nuestra patria, por la vida, para la humanidad, quedamos de ustedes, por siempre y para siempre, […] hasta que la dignidad se haga costumbre”. Hacer de la dignidad el propio sostén para la vida era también una idea de Berta Cáceres, la feminista lenca asesinada el 2 de marzo de 2016 por el ejército y la iniciativa privada de Honduras, enojados por su defensa del río y el territorio de su pueblo. Las más jóvenes se reunieron desde tempranas horas en la Victoria Alada de la Ciudad de México, la plaza Morazán de Tegucigalpa, las explanadas universitarias de San Salvador y Managua, las calles de Lima, Montevideo, Buenos Aires, Bogotá, Medellín, Cali, Quito, Santiago, Mendoza, Córdoba, Guadalajara, San José, Caracas para cantar, dibujar, proponer performances. Unos gorritos de lana roja y forja libertaria fueron puestos a las estatuas que representan las “damas” de la nación: la libertad, la prudencia, la patria, la justicia, la igualdad.

 

Desocupadas, asalariadas, estudiantes, pequeñas ahorradoras, las que cobran subsidios, empresarias, agricultoras, todas se reconocieron trabajadoras y pararon. Paramos. También las escritoras, músicas, cantantes, bordadoras, cineastas, pintoras, escultoras, ceramistas, actrices, dramaturgas que apenas ocupamos el 4 por ciento de los museos, y las críticas de arte en libros y periódicos, aunque seamos el 52 por ciento de las egresadas de las academias y escuelas de arte y casi un 40 por ciento de las y los trabajadores de arte en activo en Nuestramérica.

 

El llamamiento apeló al internacionalismo, pues la condición de maltrato e invisibilidad de las mujeres, aunque no sea igual en todo el mundo ni en todas las culturas, es común a las mujeres de todos los continentes amenazados por el sistema patriarcal capitalista. A partir del 8 de marzo de 2017, las mujeres han quedado organizadas contra el confinamiento doméstico, contra la maternidad obligatoria, contra la explotación brutal en la prostitución y contra la competencia entre mujeres, todas formas impulsadas por el mercado y el modelo de familia patriarcal. De combinar sus fuerzas, pueden cambiarlo todo. Por ejemplo, pueden parar el crecimiento exponencial de las desapariciones de adolescentes y jóvenes para la trata, que en países como México ha crecido en más del 900 por ciento en diez años. Pueden parar el feminicidio. Y, por qué no, acabar con la represión religiosa, que entre las nuevas iglesias neopentecostales y neoevangélicas, así como entre los fundamentalistas islámicos e hinduistas, ha hecho repuntar la persecución de mujeres por salirse de sus normas morales o por ser consideradas “brujas”, literalmente “brujas”, amantes del demonio, poderosas, aliadas entre sí, con conocimientos a los que los hombres son ajenos, como en Nicaragua donde un pastor mandó quemar viva a una mujer a principios de marzo.

 

La fuerza del feminismo está en los lazos que las mujeres crean entre sí. No es cuestión de cuotas de partidos, es la capacidad de relevar la propia presencia, los deseos, las necesidades y las propuestas en todos los barrios, escuelas, centros de trabajo, calles y formas de convivencia. Desde el pasado 8 de marzo quedó claro que en los países altamente militarizados y de economías financiarias pujantes como Estados Unidos, Alemania, Francia, Japón, China, Rusia las mujeres son capaces de señalar el giro neo-conservador de sus gobiernos y aliarse con las latinoamericanas y asiáticas.

 

En la actualidad el movimiento de mujeres tiene la mayor potencia de alternativa política. No se trata de “ideología de género”, la supuestamente perversa interpretación de la realidad que temen iglesias, gobiernos conservadores, dirigentes tradicionalistas, sino de un movimiento que reinventa las relaciones y los modos de comunicación, para que la fuerza de las mujeres biológicas y trans, sean ellas lesbianas, hétero, bisexuales o asexuales, y su voluntad colectiva de liberación no sean nuevamente neutralizadas. Como dicen las mujeres mayas y xinkas de Guatemala el cuerpo de las mujeres no es territorio de conquista. Eso pone en entredicho no sólo los asesinatos, violaciones y acosos que las mujeres sufrimos, sino también los matrimonios infantiles, la prohibición del aborto, la esclavitud laboral doméstica, la explotación de la mano de obra femenina en las empresas familiares. Las expropiaciones por parte de las mineras y los sembradíos masivos de palma de aceite, las guerras con sus inmensos campos de concentración de vencidos, donde niñas y mujeres son hambreadas y violadas, han despertado en las feministas una resistencia de cuerpo presente, una espiritualidad ecológica, una voluntad de defender lo colectivo que remite a la resistencia de los pueblos indígenas durante cinco siglos de colonizaciones europeas.

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