El sofocante calor nos dejó inmóviles y no podíamos seguir nuestro camino… En ese momento el rancho era lo más valioso que teníamos; cuatro troncos clavados en la tierra eran la base de la estructura que nos cubría y servía para tener un poco de sombra. El techo estaba construido con una especie de paja. Me quedé observándola. Me dicen que es una caña que crece en el río y para trabajarla deben dejarla al sol para que se seque, luego, la organizan y tejen para que sirva como sombra.
Sentados en sillas de plástico, nos encontrábamos cuatro personas en silencio, esperando pacientes a que el sol bajara un poco. Yo era el único de la ciudad. Ellos, un niño de tres años que no hablaba español, Moisés Epiayu era su nombre, con sus pies descalzos jugaba con las piedras y su imaginación; Jaleth Epiayu, una joven de unos catorce años, vestía una manta verde con algunos tejidos en el cuello, era ella quien estaba pendiente del menor; Agustina Epiayu, la mayor de todos, tejía una mochila de varios colores. En sus manos se veía la experiencia. Mirada penetrante, a tal punto que parecía que al posar sus ojos sobre alguien veía hasta lo más profundo del alma; su cabeza canosa tenía los recuerdos más asombrosos de ese extraño territorio.
Estábamos sin agua y sin nada que comer. Rompí el silencio y pregunté, “¿falta mucho para llegar al resguardo?”, Agustina, detuvo su labor y se quedó mirándome con algo de gracia en su rostro: “la carretera en donde nos encontramos es la entrada del resguardo”, dijo. Me quede en silencio, pensativo, ¿cómo era posible que ese fuera el resguardo cuando llevábamos caminando más de una hora sin encontrar nada?, ¿era posible vivir en medio de cactus y arena? La mujer interrumpió mis pensamientos diciéndome “antes esta tierra era muy distinta, podía encontrar árboles y mucho verde, pero todo cambió cuando llegaron con sus máquinas y comenzaron a romper la tierra”.
Recuerdos de otro tiempo
La mujer se quedó mirando la tierra con tal nostalgia que me dejó mudo. Sus ojos brillantes parecían perdidos en otro tiempo, y aunque mirábamos la misma tierra, ella parecía que lograba verla como en el pasado, como cuando no era un árido desierto. Se acomodó en la silla y volvió al tejido de la mochila, en ese momento comenzó el relato que me contaría una pequeña parte del sufrimiento de su pueblo y su territorio.
“Aquí existimos desde el origen. Los primeros habitantes de mi pueblo bailaban, cantaban, reían y soñaban en estas tierras, de ellos venimos, por ellos nos mantenemos. Generación tras generación nuestra cultura pasa de unas a otras, nuestra lengua, nuestros tejidos, nuestros sueños. Hoy en día eso se está yendo. Así cómo ve el suelo, así está nuestra cultura, se está secando, se está muriendo, como también se está muriendo nuestro territorio.
Esa muerte tiene un culpable, o bueno, culpables que no son de aquí, que llegaron hace años desconociendo las leyes y costumbres que dejaron nuestros antepasados. Aquí usted podía encontrar cultivos, podía ver árboles grandísimos que nos servían para estos días de calor, veía los animales caminando tranquilos, pájaros volando y trinando; en el río podía pescar tranquilamente. Se vivía bien. Teníamos tierra, no había límites para caminar.
Por cultura, en nuestro pueblo siempre ha existido la distancia territorial entre familias; por esa época cada familia tenía su casa, de la otra, a una distancia importante. No quiere decir que no nos conocíamos, todo lo contrario, siempre nos estábamos visitando; celebrábamos nuestras fiestas, cultivábamos y teníamos lo necesario. Hoy ya nada es como en ese tiempo, no tenemos cultivos, tierra, ni siquiera agua”.
El motor de la destrucción
En ese momento Moisés se había quedado dormido en los brazos de su hermana, ella miraba hacia el horizonte y escuchaba la historia de su abuela, historia que de seguro ya conocía de memoria. Mi cuerpo sudaba por el intenso calor, miré al cielo pero no había ni una nube, el sol estaba en su máximo esplendor. Agustina siguió con su relato.
“Hace años comenzamos a sentir que llegaban carros y máquinas a diferentes partes del territorio”. Se quedó pensando y señaló hacia el norte. “Por allá, sí allá, fue la primera vez que los vimos, se veían a muchos kilómetros de aquí. Han pasado casi quince años de eso y hoy ya los tenemos a unos metros de nuestro resguardo, rompieron el suelo, acabaron con todo. La mina valía más que nosotros.
Como le dije, sabíamos que estaban en nuestra tierra, y un día llegaron unos hombres de la ciudad muy bien trajeados; pidieron reunirse con nuestros líderes y autoridades. Entonces se organizó la reunión y allí esos hombres empezaron a hablar de la razón de sus máquinas; decían que nos iban a traer beneficios; que gracias a las máquinas iba a llegar el progreso y podríamos vivir mejor. Nos pintaron un mundo muy distinto al nuestro y nosotros les creímos que era mejor”.
“Así empezó nuestra tragedia”
El sol había bajado un poco y decidimos volver a caminar rumbo al caserío. Así como su lento caminar, Agustina me seguía contando su historia, sus nietos siempre caminaron delante de nosotros.
“Al pasar el tiempo, la mina empezó a poner cercas a nuestro territorio, decían que ahora eran los propietarios de estas tierras, que las habían comprado. Siempre estuvimos callados, había quienes no estábamos de acuerdo con lo que estaba pasando, pero las autoridades decían que esa era parte de la tierra que necesitaban para sus proyectos, que pronto empezarían a llegar los beneficios, que solamente necesitábamos tener paciencia.
La mina empezó a crecer; cada día sentíamos cómo temblaba la tierra, pero no sabíamos lo que pasaba. Veíamos grandes nubes de humo a kilómetros de nuestras tierras, pero no le hacíamos mucho caso. Solo una persona fue capaz de ir a ver lo que estaba ocurriendo.
Eduardo era mi hijo mayor, a él siempre le gustó caminar día y noche nuestro territorio, caminaba hasta tan lejos que muchas veces regresaba a los tres o cuatro días, vivía muy feliz en esta tierra. Conocía tan bien cada camino que solo con ver la humareda podía saber de dónde salía; por su pensamiento siempre estaba rondando la curiosidad de ir a ver lo que ocurría en ese lugar. Un día se fue sin avisarnos, pues cada vez que tocaba el tema, en la casa le decíamos que era mejor no ir por allá, que no pensara en eso”.
La voz de Agustina se empezó a cortar, se le hizo un nudo en la garganta, siguió caminando sin hablar, yo la acompañaba en silencio. De pronto me contó: “un sueño me despertó esa noche, el espíritu que siempre nos habla me dijo que algo estaba mal, que mi hijo no estaba bien, que le iba a pasar algo y que así empezaría nuestra tragedia. Eduardo apareció muerto cinco días después, lo trajo el río de vuelta con dos disparos en la espalda”. En ese momento la mujer no pudo seguir hablando.
La mina dejó de ser amable
El resto del trayecto lo hicimos en silencio. Después de un rato aparecieron varias casitas de ladrillo pero no se veía gente. Agustina me llevó a una casa de donde salieron varias personas a recibirnos, todos hablaban en su lengua, no podía entender nada de lo que conversaban. En el lugar nos recibieron con chicha. Moisés y Jaleth nos dejaron y siguieron caminando hacia otra casa que estaba muy cerca. Yo me refrescaba con la bebida en medio de un idioma distinto.
Llegó la noche. En la casa solo tenían un pequeño bombillo que medio iluminaba la parte exterior; doña Agustina me llamó para seguir hablando, me senté en un banquito de madera y preste toda mi atención.
“Nunca respondieron por lo que le había pasado a mi hijo, decían que eso eran por problemas que tenía con otra gente, pero en el pueblo sabíamos que no era cierto, pues a Eduardo todo el mundo lo quería.
Cada día la mina se acercaba más a nosotros. Al poco tiempo escuchamos la primera explosión, el piso volvió a temblar con tanta fuerza que en varias casas sus paredes quedaron agrietadas. La humareda que salió al aire fue tan grande que empezó a venirse hacia nuestro resguardo; desde ahí empezamos a respirar el polvillo de esa mina.
A los pocos meses la gente se empezó a enfermar, los niños tenían tos y quienes vivían en dirección de la mina comenzaron a tener brotes y manchas en sus cuerpos. La tierra también empezó a enfermarse pues las matas se empezaron a secar; la siguiente cosecha de frutas salió dañada, dentro de cada fruta salía una cosa negra. No se salvó nada.
Las autoridades no aguantaron más lo que pasaba y llamaron a esos hombres, esta vez no llegaron tan amables como antes, ahora decían que nosotros solo traíamos problemas y pedíamos plata. Se negaron a escuchar y se fueron, nunca volvimos a hablar con ellos pero ellos no le dieron fin a sus planes”.
Nos quitaron todo
Una de las mujeres de la casa nos ofreció comida y el relato de la mujer fue interrumpido mientras comimos. Al terminar, doña Agustina siguió su historia.
“Con el pasar de los años la cerca de la mina empezó a llegar al borde de nuestros ranchos. Un día nos taparon los caminos tradicionales para recoger el agua del rio. En ese momento todo el pueblo salió a pedir una explicación y llegó una carta informando que esas tierras también las habían comprado, ahora eran propiedad privada y no podíamos pasar. La opción que nos dieron para el acceso al agua era mandar un camión con agua todos los días para así suplir las necesidades diarias.
Eso nos afectó toda nuestra forma de vida porque allí, en el río, era uno de los lugares donde teníamos toda nuestra vida; pescábamos, cocinábamos, recogíamos el agua para la casa, nos bañábamos, pasábamos parte del día ahí. Si usted insistía con ingresar a esa parte de nuestro territorio, le echaban la policía y el ejército”.
La gente se empezó a enfermar
“Desde pequeña mi mamá me enseñó a curar porque ella era curandera. A nosotros en los sueños nos hablan los espíritus que nacieron con nosotros, ellos nos dicen cómo trabajar con un enfermo, nos avisan cuando algo malo va a pasarle a la comunidad o a alguien en particular, pero eso cambió con la llegada de la mina porque con tanto ruido de las máquinas, explosiones y temblores de la tierra, soñar se volvió difícil. A tal punto había cambiado todo que ya era casi que imposible encontrar la manera de comunicarme con los espíritus, ellos están bravos con nosotros por haber permitido el daño a nuestra tierra; ya no pueden dormir tranquilos.
Pero la enfermedad avanzaba. El polvillo era continuo, los niños estaban empeorando. La gente me venía a buscar porque sabían que yo heredé los saberes de mí madre. Entonces yo salía a buscar la medicina para sanarles los males pero no la encontraba, es que ya no había nada, todo estaba seco, y pensar que antes nacían hasta en los patios”.
Doña Agustina me mira resignada y termina su historia diciéndome: “es que esa mina nos ha quitado tanto que ya ni podemos soñar tranquilos, ya nos quitó la manera de poder soñar en paz y todo eso pasa porque la gente tiene miedo de pronunciarse, tiene miedo de hablar, las amenazas llegaron, hay señalamientos, y la gente teme y prefiere quedarse callada”.
Un modelo que se profundiza
Cuando doña Agustina terminó de compartirme su historia de vida, la historia propia y la de su pueblo, pensé que la tragedia que desde hace años padecen los wayúu a manos de Cerrejón, de igual manera la viven otros muchos pueblos y comunidades a lo largo y ancho de nuestro país.
Mirando a doña Agustina, en medio de la noche que ahora nos daba un respiro, concluí que los wayúu son un pueblo ocupado, un pueblo violentado hasta el extremo de no poder vivir un pueblo que perdió su tierra y su territorio. Y tienen a su enemigo ahí, al frente, el cual cuenta con todo el favor del poder que reside en Bogotá, pero también en Riohacha, en Cartagena… un poder que miente, que manipula, que amenaza y que, cuando es necesario, mete policía y mete ejército.
Mientras estos pensamientos me rondaban miraba con cuidado a mi alrededor, y nuevos pensamientos me cubrieron, entre ellos el recuerdo de que al poder es posible vencerlo, recordé que en varios pueblos de Colombia sus habitantes decidieron, con imaginación y convicción, decirle ¡basta! a la explotación minera, y ahora respiran con algo de tranquilidad; han ganado una batalla pero las multinacionales volverán a atacar, con el favor del gobierno, por otros frentes. Ellas son insaciables. El gobierno también.
Lo único que los parará definitivamente será la unión de todos en pos de un propósito común: proteger sus territorios, que es uno sólo, proteger sus vidas, que es una sola, así en apariencia parezcamos distintos. Unión con imaginación, unión con creatividad, unión por la vida.
Al terminar de pensar esto miré a doña Agustina y detallé que había terminado de tejer su mochila. Yo también había tejido la mia, dejando hilos sueltos para jalar de ellos, por parte de quien quisiera, en procura de una mochila tan grande como todo nuestro país, como la defensa de un presente con futuro, cimentado en el pasado, también lleno de luchas, de derrotas y de triunfos, finalmente de triunfos.
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