Home » Sobre la guerra y el nacionalismo

Sobre la guerra y el nacionalismo

Sobre la guerra y el nacionalismo

En medio de la disolución de la antigua Yugoslavia en la década de 1990, la península balcánica europea asistió al auge más tremendo del nacionalismo jamás visto después de la Segunda Guerra Mundial.

 

El horror que el mundo vio en el periodo de expansión de la ideología Nazi y que generó millones de muertes atroces, fue recordado en Sarajevo, capital de Bosnia, cuando las fuerzas militares y paramilitares serbias atacaron durante algunos años territorio bosnio escudándose en la defensa de sus valores nacionales y de su pueblo. El 28 de junio de 1914, la misma ciudad de Sarajevo había sido testiga del asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria, quien horas después de un atentado con un artefacto explosivo a su paso por una de las calles de la ciudad, del cual resultó ileso, fue abaleado en otra de las calles del mismo lugar, muriendo instantáneamente, al igual que su esposa quien también recibió impactos de bala. Este hecho fue la excusa para desatar uno de los primeros conflictos bélicos del siglo XX, con amplia resonancia e impacto sobre buena parte del mundo durante casi todo el siglo XX.

 

Nuestra intención aquí no es relatar paso a paso los hechos acaecidos durante la Primera Guerra Mundial que en noviembre próximo cumple 100 años desde su finalización. Más bien, aprovechamos este suceso para cuestionar el fenómeno de la guerra y la noción de nacionalismo.

 

La guerra siempre ha sido un fenómeno hostil. Hasta ahora, entre los seres humanos, ha sido fácil traducir el conflicto, que les es inherente a través de la diferencia, en términos de confrontación bélica. La historia de la humanidad ofrece muchos registros de esta actitud y despliegue ofensivo contra el otro de diversas formas: religiosamente, políticamente, racialmente, etcétera. No es gratuito que la preocupación por la guerra haya sido frecuente entre las mentes más brillantes de cada época.

 

Las respuestas ante este fenómeno han estado siempre sobre la mesa, desde los griegos y hasta nuestros días, el fenómeno de la guerra ha tenido un espacio en medio de las discusiones conceptuales más agudas, de los dramas políticos más tensos y hasta en medio de tiempos de relativa tranquilidad, pues a la paz la han definido casi siempre como aquel estado donde ocurre la ausencia de guerra. Como vemos, esta última ha sido uno de los eventos estructurales que ha acompañado el desarrollo de la historia de Occidente. Desde Aristóteles y su preocupación por la Constitución de los atenienses, pasando por Maquiavelo y su idea de la regulación del conflicto a través de instituciones como el Tribuno del pueblo para regular el conflicto entre gobernantes y gobernados, hasta nuestros días y los esfuerzos democráticos por evitar la confrontación armada, paradójicamente, en medio de ella.
Colombia y su contexto de violencia –situación especialmente importante para nosotros– ha tenido tiempos de guerra donde las cifras siempre asustan, más allá de que muchas veces se conviertan, para la mayoría, en un asunto de producción natural de la muerte.

 

Los excesos que acompañan a la guerra se han vuelto tan familiares en nuestro contexto que ya no sorprenden los relatos de las víctimas por más desgarradores que sean, tampoco el testimonio físico de las heridas que deja a su paso toda confrontación con las armas.

 

Además de este proceso de naturalización del horror, la guerra también puede ser invisible, o por lo menos, escudarse en medio de la ausencia formal de ella, pues luego de la finalización oficial del conflicto armado colombiano entre el Gobierno Nacional y las Farc, según el relato gubernamental los sistemáticos asesinatos de líderes sociales no tienen nada que ver con el conflicto estructural de un país que se ha desarrollado históricamente en medio de la injusticia, la desigualdad, la falta de oportunidades y la estigmatización y eliminación de toda forma diferente de emprender, asumir y construir la vida individual y colectivamente. Esta diferencia alimenta el conflicto que parece no puede resolverse sin los disparos y muertes de miles de seres humanos.

 

Pese a esta dinámica histórica, la enseñanza y el reto es que la diferencia debe ser asumida en términos estructurales entre los seres humanos, adjunta a la identidad y el principio de individuación propio de todo ser que se asume como único, no como justificación del rechazo y eliminación de todo aquello que no es igual a una posición hegemónica de ver la vida y entender las relaciones sociales. Entender que la diferencia es algo que puede ser resuelto de manera definitiva nos empuja a una salida que implica el rechazo del otro, y la instauración de modelos únicos y necesarios donde se pretende que quepamos todos bajo una única forma de pensar y actuar. No asumir la diferencia como una forma esencial de los seres humanos es negar a la humanidad misma, es creer que pueden canalizarse todas las pulsiones de hombres y mujeres en función de una identidad absoluta pretendiendo, ingenuamente, solucionar la conflictividad inherente a estos. Esta vía de solución del problema como nos dice Estanislao Zuleta “es tratar de negar los conflictos internos y reducirlos a un conflicto externo, con el enemigo, con el otro absoluto: la otra clase, la otra religión, la otra nación; pero este es el mecanismo más íntimo de la guerra y el más eficaz, pues es el que genera la felicidad de la guerra”**, y esto no hace más que alimentar y fomentar una consciencia de identidad única, forma esta sobre la cual se han desplegado los nacionalismos más virulentos y dañinos de la historia de la humanidad. La felicidad de la guerra, expresión con la que juega Zuleta, nos pone de cara al horror que supone el placer que puede llegar a surgir de aquello que nos daña y nos limita en diversas formas. La identidad con este tipo de actitudes es propia de la consolidación del nacionalismo.

 

El nacionalismo puede definirse como un fenómeno que encuentra su fundamento en un conjunto de creencias y prácticas justificadas, las más de las veces, en mitos como la patria, la tierra, la religión, la raza o la sangre, y que además deben prevalecer sobre cualquier otra noción de conjunto social o comunidad política que no encuentre lugar en este conjunto.

 

El cierre político del siglo XX en Europa, como ya hemos visto, también tuvo lugar en territorio balcánico. Las guerras de secesión yugoslavas son la última manifestación de los excesos del nacionalismo en ese siglo. La feroz confrontación entre las diferentes repúblicas unidas bajo la bandera yugoslava después del fin de la Segunda Guerra Mundial generó una crisis que volvió a poner en tela de juicio el concepto de nacionalismo. Las armas como principal vía de solución de conflictos étnicos y políticos en aquel territorio aún remueven los cimientos de las diversas naciones que tienen su lugar en los Balcanes. Para no alejarnos de nuestro objetivo principal volvemos a nuestro contexto para cerrar esta reflexión.

 

Si bien en Colombia no emerge una idea clara de nación por parte de grupos identificados con ideas acabadas y unilaterales respecto de una única forma de vida y una única forma de relacionamiento con los demás, fenómenos como el paramilitarismo y el auge de formas religiosas tradicionales que buscan por todos los medios imponer una sola idea de cómo construir la vida, nos alertan sobre la posibilidad de un nacionalismo velado al interior del país, pues nociones como la defensa de la patria y de una única forma de familia, propiedad y administración política, dejan especular sobre el peligro de enfrascarnos aún más en el conflicto al cual hoy, históricamente, tememos la posibilidad de responder por vías diferentes a la de la confrontación armada que ha costado tanta sangre y dolor a un pueblo tan vilipendiado como el nuestro.

 

Lo que nos deja entonces la experiencia histórica de la guerra y el nacionalismo es la pregunta sobre la forma cómo debe construirse la vida en medio de las diferencias que nos constituyen. Ya tenemos algunas sugerencias de cómo se construye el infierno sobre la Tierra, no debe insistirse en ello, tampoco aspirar a la construcción de ningún paraíso, pero con toda certeza sabemos que otras formas de asumir nuestra humanidad y la dificultad que va de suyo son posibles.

 

* Centro de Estudios Estanislao Zuleta.
** Zuleta, Estanislao, Colombia: violencia, democracia y Derechos Humanos, Medellín, Hombre Nuevo Editores, 2008, p. 29.

Información adicional

A CASI 100 AÑOS DEL FIN DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL
Autor/a: LEANDRO SÁNCHEZ MARÍN*
País:
Región:
Fuente:

Leave a Reply

Your email address will not be published.