El camino a la educación es una oportunidad y esperanza para muchos hijos e hijas del campo colombiano.
Las cosas de la vida. El 10 de octubre vimos las primeras luces del día en una vereda de un municipio cercano a la ciudad de Medellín. Habíamos conciliado el sueño con la idea de estar presentes en la movilización convocada por la defensa de la Universidad, por una “educación pública, gratuita y de calidad”, y pese a que el día no prometía sol persistimos en nuestra convicción.
Partimos pues del campo a la ciudad. El recorrido que tuvimos que transitar para llegar a la capital antioqueña es igual al emprendido por cientos de campesinos de la región en procura de mejores oportunidades formativas y que, gracias a la educación pública, algunos de ellos han podido concretar.
De la vereda al pueblo
En la vereda donde habíamos gozado unos días de placer con la posibilidad de contemplar montes sin el obstáculo de los edificios ni la violencia sonora de carros y pitos, o el aire irrespirable de los miles de exostos con que nos cruzamos a cada paso, los vecinos más próximos están a unos quince minutos a pie; vive allí una familia: mamá, papá, y dos hijas, animadas por el sueño de la educación superior. Para llegar al pueblo deben caminar, a buen paso, unas dos horas, en su mayoría por caminos de herradura. La geografía de la región es montañosa y muy quebradiza, con zonas boscosas, potreros para ganadería y cultivos de café, caña, plátano, entre otros.
Es un territorio bello. Por estos días las lluvias interminables transformaron el camino en un lodazal y las inofensivas quebradas en pequeños ríos turbulentos difíciles de cruzar. Lo que para nosotros, habitantes de la ciudad, fue toda una travesía, para las hijas de la familia constituyó, durante sus años de educación primaria y secundaria, el camino de rutina para ir a la escuela, el cual hacían de ida y regreso, cuando menos, cinco días a la semana, así durante doce años consecutivos.
Pese a la cercanía a Medellín, en la región han transitado por décadas distintos grupos armados; hoy en día reina allí la paz y la pobreza. Pobreza que remarcó el pasó de la guerra; y pobreza de la cual todos y todas quieren salir algún día, por lo cual se esfuerzan por estudiar para ver si por esa vía logran conseguir mejores ingresos. El esfuerzo que tiene que hacer en cada familia para satisfacer este propósito no es poco y así, perseverando y pese a las necesidades cotidianas, los campesinos mandan a sus hijos a la única escuela pública del pueblo, con la convicción de darles un mejor porvenir. Tal fue el caso de las hijas de la familia en mención, quienes terminaron su bachillerato gracias, además, al tesón de sus padres, y a poder acudir a la educación pública que ofrece el municipio.
Del pueblo a la ciudad
Luego de varias horas de paso rápido, llegamos al pueblo, embarrados hasta las rodillas pero purificados por la estadía en el campo, de inmediato tomamos el bus de regreso a la urbe. La lluvia no cesaba, y teníamos temor de que se menguara la protesta de los estudiantes.
Así como nosotros, esta otra parte del recorrido la hacen todos aquellos jóvenes del pueblo que una vez terminado el bachillerato logran el ingreso a la educación superior. Por infortuna, solo una minoría logra retornar al municipio a ejercer sus estudios. La inexistencia de proyectos productivos de diversa índole reduce las posibilidades de empleo a lo que ofrece la alcaldía, cosas administrativas y poco prometedoras, burocracia, y nada más.
Ante el anhelo de proseguir sus estudios, tanto para las dos hijas de esta familia, como para el resto de jóvenes que quieren y pueden seguir estudiando, hay dos alternativas: presentarse a las universidades públicas y competir entre miles de aspirantes por los limitados cupos que hay disponibles o, bien, endeudarse (si pueden acceder al crédito) para estudiar en una universidad privada. Para el caso de la familia campesina –y la de mis padres en su época–, la primera es/era la única posibilidad.
A ritmo de motor recorridos en poco tiempo los kilómetros que separan esta parte del departamento de Antioquia con su ciudad capital. Al llegar a la terminal de transporte tomamos el Metro y nos dirigimos a la movilización. La primera impresión fue de asombro: desde el puente peatonal del Metro se veía un río interminable de gente, crecido como los que habíamos cruzado horas antes, pareciera que la lluvia le hubiera dado fuerza a la movilización. Con sombrillas, plásticos o dejándose mojar, iban los estudiantes irrumpiendo la ciudad, con el ímpetu y alegría juvenil, exigiendo y poniendo en claro al nuevo Presidente y al país que la educación no debe ser seguir siendo un privilegio de pocos, que más que un servicio mercantil ella es un derecho fundamental de la sociedad, y la esperanza para muchos de poder acceder a un mejor futuro.
El río de gente, en su mayoría joven, también contaba con el rostro de algunos mayores, sin duda profesores. Los canticos se elevaban hasta los edificios donde no faltaban quienes miraban y aplaudían, pero no se arriesgaban a sumarse a la marcha. En medio de ella, nosotros, con rostro de sorpresa y de complacencia, recordábamos que la hija mayor de la familia, por fortuna y luego de presentarse en dos oportunidades, logró pasar a la Universidad de Antioquia a estudiar Ingeniería Ambiental, y que la menor de ellas aspira a estudiar Ingeniería Agronómica en la Universidad Nacional.
Era un recuerdo placentero, que además nos situaba en lo que estaba ocurriendo, dándole sentido a la exigencia de tantos miles de educandos, pues tanto el futuro de ellas como el de millones de personas más que solo tienen la posibilidad de acceder a las universidades públicas depende, en buena medida, de recordarles a nuestros dirigentes que existen ríos que hay que saberlos cruzar, no sea que se los lleve la creciente.
Esperamos que este río mantenga su creciente.
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