“No tenemos ojos, ni corazón ni conciencia para mirarnos en el espejo roto de la guerra. De botas, armas, viudas y huérfanos llenaron esta tierra, que muy rápido cambió de dueños. No nos conmovieron los muertos, tampoco los mutilados ni las lágrimas que inundan los caminos del destierro y el despojo de miles de familias del campo. Crecieron las ciudades, también las injusticias, y las manos manchadas de sangre”.
Jesús Abad Colorado (retratista de la guerra)
Tan sólo dos semanas después que Iván Duque anunciara la objeción de seis artículos de la Justicia Especial para la paz (JEP) –en otro intento de desestructuración de los acuerdos suscritos para poner fin al conflicto armado con las Farc–, la Cruz Roja publicó el balance del 2018 sobre derechos humanos titulado Retos humanitarios 2019, en el que afirma que “La realidad es que en Colombia no se puede hablar de posconflicto: actualmente, no hay uno, sino al menos cinco conflictos armados en el país (cuatro de ellos entre el Estado colombiano y grupos armados organizados, a saber, el ELN, el EPL, las AGC y las estructuras de las FARC-EP del antiguo Bloque Oriental que no se acogieron al proceso de paz, y el quinto, que enfrenta al ELN con el EPL). Estos conflictos armados, sumados a la violencia ejercida por grupos de distinta naturaleza en el campo y en las ciudades, siguen marcando el día a día de millones de colombianos”. Denuncia en su informe esta entidad, asimismo, que en el último año el número de desplazados pasó de 14.594 a 27.780, así como que cada cuatro días es registrado un nuevo caso de desaparición forzada.
El anuncio presidencial, en contraste con el de la organización internacional, es muestra, una vez más, de la marcada bipolaridad que padece el país entre una realidad innegable de inusitada violencia, por un lado, y la negación de su existencia o el sabotaje a los intentos de su superación, del otro, y que ha determinado la simultaneidad y, seguramente, la complementariedad, entre una formalidad de aparente estabilidad política y un amplio espectro de cruentas y sistemáticas prácticas que incluye masacres, desplazamientos, asesinatos fuera de combate y desapariciones forzadas. En el mundo imaginario de la “normalidad” viven políticos, académicos y los sectores de la población con mejores ingresos, pues escapan a los rigores directos del conflicto; en el de la realidad del atropello, los grupos subordinados que son quienes los sufren.
“Colombia asesina”
En noviembre 20 de 1986, el conocido historiador británico Eric J. Hobsbawm publicó, en New York Review of Books, un artículo titulado ‘Colombia asesina’. El escrito fue escrito al cumplirse un año de la tragedia de Armero, en la que la negligencia oficial –algunas versiones sostienen que no fue negligencia sino un hecho criminal consciente para evitar el problema social que representaba evacuar sus 25.000 habitantes– tuvo como resultado la muerte de más de 23.000 personas, y también al año de la toma del Palacio de Justicia, que tuvo un saldo cercano a los cien muertos, incluida la plana mayor de la Corte Suprema de Justicia. En ese artículo, más allá de los reparos que puedan hacérsele a muchas de sus observaciones, Hobsbawm señala que: “La cohesión de la oligarquía y su auténtica adhesión a una constitución electoral, ha garantizado que el país no haya sido víctima, prácticamente nunca, de las usuales dictaduras o juntas militares latinoamericanas; pero el precio ha sido baños de sangre endémicos y, a veces, epidémicos”; argumentando llamativamente la existencia de una relación causal entre ‘democracia formal’ y ‘baños de sangre’, que por ser tan acentuada exige, por lo menos, un esbozo de exploración.
En ese sentido, y según el informe Basta ya del Centro Nacional de Memoria Histórica, entre la década de los ochenta del siglo pasado –período de la publicación del artículo de Hobsbaum– y el 2012, la “normalidad” institucional fue acompañada de 1.962 masacres, 23.161 víctimas en asesinatos selectivos, 25.007 desapariciones forzadas (número que supera el de las dictaduras del Conos Sur), 6.433.115 desplazados, y más de 8 millones de hectáreas despojadas. De los episodios de violencia, en 588 eventos fueron contadas 1.530 personas víctimas de objeto de sevicia, sufriendo torturas tales como degollamiento, descuartizamiento, decapitación, evisceración, incineración, castración, violación, empalamiento o quemaduras, entre otras prácticas, perpetradas con el explícito propósito de aterrorizar la población. Estas cifras, aún para nuestros estándares de crueldad y de violencia endémica, son alucinantes, pese a lo cual, buena parte de la academia y los columnistas oficiosos de los periódicos las minimizan, cuando no es que recurren a la negación absoluta.
“Acá no pasa nada”
A raíz de la publicación del libro Paz en la república –editado por Margarita Garrido, Carlos Camacho y Daniel Gutiérrez–, en el que son contados catorce años de guerra en el país durante el período que va de 1932 a 1946, algunos académicos, incluidos los editores, buscan afirmar que es un mito decir que hemos vivido sumidos en un conflicto. Como eco de las reseñas hechas al libro, por ejemplo, el columnista Eduardo Posada Carbó (El Tiempo, 21-03-2019), inicialmente, y luego Santiago Montenegro (El Espectador, 25-03-2019), lamentan que nuestra historiografía haya hecho un lugar común de la idea que Colombia es un país violento. Se trataría tan sólo de un mito, según ellos, del que debemos desprendernos pues nuestro transcurrir, en ese sentido, es comparable con el resto de países hispanoamericanos.
Sin embargo, la comparación con las naciones de nuestro entorno luce demasiado forzada si miramos los argumentos del columnista Posada Carbó, quien escribe “José Gil Fortoul contó once revoluciones armadas en Venezuela tan solo entre 1830 y 1856. Apenas en un año, 1868, Argentina habría sufrido 117 revoluciones”, pues, 117 revoluciones armadas en un año (conflictos cuya duración promedio sería, entonces, de 3,1 días) no son, ni mucho menos, guerras, como es el caso de Colombia en el que, independientemente del tamaño de los ejércitos y la duración de los conflictos, a los enfrentamientos nadie ha dudado en calificarlos de eso, de guerras. Los golpes de Estado, que sirven para que la academia colombiana quiera decir que no somos ninguna excepción en el continente, no son confrontaciones entre ejércitos, con contadas excepciones y, por tanto, usarlas para negar nuestra particular situación no es otra cosa que negacionismo en el sentido más estricto de la palabra.
El hecho mismo que durante el 14 por ciento de un siglo haya habido enfrentamientos debería inquietarnos, pero el mensaje de los académicos es el de que debemos minimizar tal hecho. Sin embargo, las cifras sobre el siglo XIX dicen más, pues desde 1839, año en que estalló la primera guerra civil en la Colombia republicana hasta 1902, año de culminación de la última confrontación armada comenzada en dicho siglo, es decir, en el lapso de 63 años, los catorce contabilizados por esos mismos autores, representan casi un cuarto del período, ¿es esa una cifra para mirar con menosprecio? Ahora bien, cortar el estudio en 1946 le ahorra a los académicos toda una serie de problemas, pues ¿cómo caracterizar los 70 años posteriores? Si asumimos la acepción de “guerra civil no declarada” para el período que sigue al asesinato de Gaitán, de los 180 años que median entre 1839, inicio de la Guerra de los Supremos y 2019, tendríamos un total de 87 años de guerra, poco más del 48 por ciento del período, que no es algo equiparable con ningún país de nuestro entorno. Las únicas salidas para la academia negacionista son, entonces, obviar la última etapa de nuestro discurrir histórico o seguir los argumentos de los seguidores del llamado Centro Democrático y negar el conflicto.
De otro lado, impugnar las causas sociales de la guerra en Colombia, es también un ejercicio que busca imponerse. El mencionado columnista Montenegro escribe al respecto “Ya en los años 90, Fernando Gaitán Daza había planteado que Colombia no había sido un país tan violento como muchos decían y, además, había argumentado también que la violencia no tenía relación con la pobreza o con la distribución del ingreso”, es decir, que nuestras guerras son hechos sociales sin explicación social, en una paradoja sin sentido. Pretender negar el conflicto o su importancia con argumentos como el de que países con desmedidos niveles de pobreza y concentraciones elevadas del ingreso como el nuestro no han tenido guerras, o que cuando fueron fundadas las Farc y el Eln había también jóvenes que escuchaban rock o creaban el movimiento nadaísta, es una muestra abrumadora de la simpleza del negacionismo. Éste, en la academia, no es otra cosa que el correlato de la impunidad en los tribunales.
Enemigo interno, bandidos e identidad nacional
El sociólogo greco-francés Nicos Poulantzas, en su obra clásica Estado, poder y socialismo afirma que las fronteras y el territorio del Estado no son previos a su constitución, sino que uno y otro van conformándose en un proceso de retroalimentación y consolidación. Pues bien, que el territorio colombiano haya ido encogiéndose con el tiempo va más allá de la simple metáfora sobre la involución continuada en que ha ido convirtiéndose nuestro devenir histórico. En efecto, la delimitación fronteriza de los países latinoamericanos tuvo como base el llamado Utis Possidetis Juris, fundado en la demarcación territorial del imperio español durante la Colonia, que establecía para la Nueva Granada dos millones de kilómetros cuadrados, que con los sucesivos tratados fronterizos entreguistas fue reducido a los actuales poco más de millón cien mil, en una muestra que a diferencia del común de los Estados-Nación, Colombia no ha tenido en sus relaciones con los “otros transfronterizos”, el principio de su afirmación, no ha tenido en realidad fronteras, y por tanto ha carecido de cuerpo e identidad. De tal suerte que las ocho guerras civiles del siglo XIX y la guerra civil no declarada que comenzó a mediados del siglo XX –y que ahora pretenden ser negadas o minimizadas–, son un fuerte indicio que la constitución del Estado colombiano ha tenido lugar a través de la construcción del enemigo interno.
Giorgio Agamben, en su conocido Homo Sacer, recuerda cómo en el primitivo derecho germánico, contrariamente al derecho romano, el concepto de paz (fried) estaba construido sobre la exclusión del malhechor, el bandido (Friedlos), el sin paz, al que podía darse muerte sin cometer homicidio. Pues bien, el carácter sacrificial asumido por la violencia en Colombia da pistas que a los intereses económicos –en lo esencial sobre la propiedad de la tierra–, debemos sumarle un sentido simbólico en el que la eliminación del Otro adquiere un sentido fundante de la afirmación de lo propio. La paz de unos no puede existir, para ese marco ideológico y cultural, sin la existencia de los “sin paz”, los “bandidos”, cuya exclusión los convierte en sacrificables. En el capítulo noveno del libro de Fals Borda, Guzman Campos y Umaña Luna, La violencia en Colombia –titulado Tanatomía–, los autores enumeran prácticas como el descuartizamiento, la emasculación, los “cortes” entre los que enumeran el de ‘franela’, ‘corbata”, de ‘mica’, ‘francés’, que tenían en común la profanación del cadáver. Igualmente señalan como en el lenguaje de la violencia fueron expresiones comunes ‘Picar para tamal’, ‘bocachiquiar’ o ‘no dejar ni semilla’, esto último, testimonio de que el asesinato de infantes ha sido un hecho sistemático del terrorismo represivo sobre la población. Prácticas que no sólo fueron replicadas en la guerra iniciada en la década de los sesenta sino que fueron ampliadas por los paramilitares desde los años noventa del siglo XX con la conversión, por ejemplo, de las cabezas de los decapitados en pelotas de juego. ¿Lugar común? ¿Mito? No. Realidad documentada.
Otro aspecto señalado por los negacionistas en su supuesta “desmitificación de la violencia”, es el de afirmar que no existe ninguna línea de continuidad entre las guerras del siglo XIX, la etapa de la guerra civil inter-partidaria (liberal-conservadora) y la aparición de las guerrillas con ideología clasista. Pero, ¿es que acaso esos diferentes conflictos no han estado atravesados por los intereses sobre la propiedad de la tierra, de un lado, y del otro la tensión entre los poderes centrales y los poderes regionales? ¿no ha sido un lugar común que cómo agente de la violencia el latifundismo armado haya estado siempre presente? La acumulación de tierras como refugio seguro y valorizable de los excedentes ociosos de la acumulación y prueba inequívoca de la incapacidad de los sectores dominantes de generar inversiones productivas ha estado en la raíz de los despojos a bala de las tierras campesinas.
Entre enero de 2016 y marzo de 2019 fueron asesinados 500 líderes locales, testimoniando que los contradictores del patrimonio improductivo son los voceros de las comunidades que reclaman contra el despojo y luchan por su vida en los campos colombianos. Negar que en todos los conflictos enfrentados durante la vida republicana sí existe un hilo conductor que los une y que está representado por el latifundismo armado es la peor forma del negacionismo, pues al ocultar las raíces de los intereses que alimentan la violencia, bloquean los principios de su solución.
Los intentos de excluir a los militares de la JEP y las discusiones alrededor de los requisitos para aceptar los terceros civiles, muestran las complicaciones existentes en el país para alcanzar un esbozo de verdad sobre lo acontecido, pero también son indicio de cómo la llamada normalidad democrática no es más que la contracara del conflicto. Empresarios, Iglesia y academia buscan excluirse de cualquier responsabilidad, y recurren a la argucia de autonombrarse víctimas o agentes neutrales. En el reciente libro del escritor francés, Frédéric Martel, Sodoma: poder y escándalo en el Vaticano, son reeditados señalamientos contra el fallecido cardenal Alfonso López Trujillo, en los que a las acusaciones de pedofilia, son sumadas las de señalar a curas simpatizantes de la llamada Teología de la Liberación, para su persecución y ejecución. Estas acusaciones no son asunto nuevo, pues en 1996 el periodista Hernando Salazar Palacio en su libro La guerra secreta del cardenal López Trujillo, las reseñaba, así como tampoco son de reciente data ni aclaradas las afirmaciones de “Don Berna” sobre que el obispo Isaías Duarte Cancino fue uno de los ideólogos del paramilitarismo. Pero, el papel de la Iglesia en la violencia no es algo nuevo, y ha sido también común en la historia de los conflictos, para lo cual basta revisar el trabajo reciente de la Pacific School of Religion de Berkeley, Casos de implicación de la iglesia en la violencia en Colombia, donde puede revisarse una lista de intolerantes y de las razones de la intolerancia de esa comunidad religiosa. Ahora bien, dado que el director de la Comisión de la Verdad es un sacerdote jesuita ¿no parece aún más necesario que ante la JEP den confesión de verdad clérigos de esa religión?
Los saboteadores del proceso con las Farc han logrado que el acuerdo de paz entre contendientes haya sido, de hecho, convertido en texto de rendición, y buscan desesperadamente que sea rebajado aún más a “sometimiento a la justicia”, lo que coincide con el comportamiento felón del Estado colombiano, qué en los pactos con las guerrillas liberales de mediados del siglo XX, actuó de la misma forma. En Colombia, mantener la paz de unos pocos (fried), implica crear muchos sin paz (Friedlos), y quien mejor que el senador Alvaro Uribe para expresarlo tan claramente: “Si la autoridad, serena, firme y con criterio social implica una masacre es porque del otro lado hay violencia y terror más que protesta” (Trino de abril 7 de 2019): Masacre de civiles “terroristas” (los indígenas de la Minga en este caso), de un lado, y del otro “autoridad firme y serena” (la represión violenta del Estado). ¿Queda duda del por qué de nuestra guerra habitual? Hobsbawm no estaba desenfocado, para nuestra desgracia tiene razón, por lo que pasar de la “normalidad” formal a una sociedad verdaderamente incluyente se constituye en la urgente tarea de los “sin paz”.
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