
Rodeadas por una valla de viejas feministas y defensoras de derechos humanos, de las cinco de la tarde a la medianoche del 8 de marzo, mientras desfilaba la marcha de las feministas por la Ciudad de México, un equipo de mujeres fuertes y jóvenes con cascos, arneses y palas descargaron sorpresivamente de un camión y sembraron frente al museo de Bellas Artes un “Antimonumento contra el Feminicidio” de 300 kilos y 3.80 metros de alto.
En la escultura metálica en forma de círculo fusionado con una cruz en cuyo centro se levanta un puño cerrado, se lee: “En México cada día son asesinadas 9 mujeres. Decimos Basta”. El emplazamiento y el mensaje resultan contundentes. Los antimonumentos son una expresión de arte político, semejantes a la okupa de un espacio público, para evidenciar un hecho represivo, como la desaparición, el genocidio o el feminicidio. Van en contra de la (des)memoria oficial y se emplazan para ser removidos cuando se cumpla su demanda.
Desde 2015, en Nuestra América el 8 de marzo ha tomado un carácter feminista masivo de denuncia. El Movimiento ¡Ni una Menos! (eso es, que ni una mujer falte al apelo por asesinato, desaparición o secuestro de la vida pública y afectiva) de Argentina, coordinó entonces su voz con la indignación mexicana contra la crueldad creciente hacia las mujeres, que desde 1995 había cuajado en la demanda ¡Ni una más! (ni una mujer asesinada más), acuñada por la poeta chihuahuense Susana Chávez Castillo, asesinada ella misma por tres hombres al salir de una cantina en su natal Ciudad Juárez, en 2011. #NiUnaMenos se ha propagado como una llamarada entre las feministas alrededor del mundo. Mítines de denuncia y marchas multitudinarias se han sucedido en Argentina, Chile, Uruguay, México, y sobre su ejemplo, en Italia, España, Francia, Estados Unidos, así como en la India, Egipto y Túnez.
Desde 2018, en varios países, el 8 de marzo se ha convertido en un día de Paro Internacional de Mujeres, o Huelga Internacional Feminista laboral, estudiantil, de consumo, de cuidados y de trabajo doméstico contra las discriminaciones sexuales y de género. La huelga feminista es apoyada por algunos sindicatos y partidos progresistas mixtos y, a pesar de la existencia de puntos de discrepancia entre las corrientes feministas, sólo ha sido rechazada por aquellos feminismos que se han deslindado totalmente de los símbolos del feminismo occidental.
El 8 de marzo es, en efecto, la fecha que la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, reunida en Copenhague en 1910, a instancias de Clara Zetkin y Rosa Luxemburgo, escogió para conmemorar el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Lo hizo en honor de las migrantes empleadas como obreras textiles que se manifestaron en Nueva York el 8 de marzo de 1857 contra sus miserables condiciones laborales, bajo la consigna de “Pan y Rosas”. En 1911, en Alemania, Austria, Dinamarca y Suiza, el 8 de marzo se aprovechó para reclamar los derechos de las mujeres a votar, a ocupar cargos públicos, a trabajar, a la formación profesional y a la no discriminación laboral. En 1914, se utilizó el día para protestar contra la Primera Guerra Mundial. La Revolución Rusa estalló el 23 de febrero de 1917 día que, según el calendario juliano todavía en vigor en Rusia, coincidía con el 8 de marzo del calendario gregoriano del resto de Europa, cuando las obreras textiles de Petersburgo salieron a manifestarse y fueron seguidas por sus compañeros varones.
En 1975, la Organización de las Naciones Unidas rescató la fecha para declarar el Día Internacional de la Mujer. Sin embargo, en 2018 como en 2019, muchas campesinas, obreras de maquila, adultas que mantienen una familia monoparental, mujeres empobrecidas que no pueden darse el lujo de no cobrar un día, migrantes sin sindicatos que las respalde, pastoras, becarias, cuidadoras no profesionales y ancianas sin pensión no han podido ir a huelga, revelando que la precariedad laboral y la discriminación salarial siguen reproduciendo la pobreza femenina y la falta de derechos de las mujeres.
Cuando las mujeres se manifiestan por su libertad, demuestran su fuerza y la pertinencia de sus demandas. El sufragismo a principios de siglo XX y el movimiento de liberación de las mujeres en la década de 1970 llevaron, como las marchas feministas recientes, a salir a la calle a miles de mujeres, furiosas contra la violencia y la inequidades a las que están expuestas, y felices de sentir su colectividad, de darle voz a sus reclamos. Desde 2017, cientos de miles de mujeres han salido en masa contra los entonces candidatos y ahora presidentes Trump, en Estados Unidos, y Bolsonaro, en Brasil, evidenciando el nexo entre violencia represora, fundamentalismo religioso, neoliberalismo y misoginia. Y salen los días 8 de marzo para reclamar sus derechos y defenderlos.
Las mujeres representan el 49.6% de la población mundial y están presentes en todas las clases sociales y grupos religiosos, étnicos y nacionales, pero son el eslabón más vulnerable de sus respectivas sociedades. Los partidos de la renaciente derecha internacional, que es misógina, homófoba, autoritaria, xenófoba, en Brasil, Italia, India, Hungría, Andalucía, Estados Unidos, Austria, Arabia Saudita, Polonia, Bulgaria, Colombia, Chile, Nicaragua, noreste de Nigeria, Israel, Turquía, Zimbabue, Argentina coinciden en que las mujeres acaparan una presencia indebida en el espectro político, económico y jurídico de sus países. Pretenden reequilibrar el protagonismo femenino y poner fin a la “ideología de género”, apoyándose en ideas de una supuesta naturaleza humana binaria, heterosexual y jerárquica, provenientes de la propaganda neoevangélica, ultracatólica, islamista e hinduista que sostienen, a la vez, la inexistencia del calentamiento global, la justicia de la competitividad económica neoliberal y el derecho a cerrar las fronteras nacionales para defenderse de las migraciones.
Las derechas mundiales temen el despertar feminista porque para mantener la sociedad de clases es necesario mantener la jerarquía sexual. Obstaculizan por ello la libertad de elección sobre el propio cuerpo, prohibiendo totalmente el aborto en 26 países y limitándolo en 124; buscan reducir la libertad de las mujeres para ejercer su sexualidad y expresar sus demandas; afirman -contra toda evidencia- que la violencia contra las mujeres es un invento feminista y el creciente número de asesinatos de convivientes y ex parejas corresponde a “crímenes pasionales”.
El sistema de discriminación de las mujeres está en la base del funcionamiento capitalista, que se sostiene en la organización familiar que descansa en la pareja matrimonial subordinada. Este sistema se siente acorralado por los reclamos feministas, apela a valores falsamente religiosos acerca de la obediencia que las esposas y las hijas/osdeben a sus maridos/padres y ataca de manera explícita y directa a los principios de igualdad y a las personas que los defienden.
El presidente del partido de extrema derecha español Vox, Santiago Abascal, asegura que “las mujeres asesinadas en España lo han sido a mano de extranjeros” y que la ideología de género es una amenaza que hay que sacar de los colegios (al igual que la memoria histórica, es decir los estudios que evidencian la brutalidad de la dictadura franquista). Según él, se producen contra muchos hombres denuncias falsas por culpa de una “injusta” ley de violencia de género. En Brasil, Bolsonaro niega la evidencia que en los últimos diez años los feminicidios han crecido en un 21% y sostiene que son “mentiras feministas”. El 18 de marzo se celebrará un año del asesinato de Marielle Franco, concejala de izquierda, feminista, activista de los derechos humanos de la comunidad LGTB. El periódico O Globo vincula el asesinato de Mireille Franco con Flavio Bolsonaro, hijo del presidente, ya que ella era crítica con las intervenciones militares y policiales en las zonas más deprimidas de Rio de Janeiro, como la favela de Acari, mismas que el joven Bolsonaro sostenía, apoyando al 41° Batallón de Policía Militar. En Colombia, los feminicidios han crecido en número y crueldad en los últimos años. Según la ONU, en el país suramericano una de cada tres mujeres ha sido golpeada por su pareja actual o anterior y un gran número han sido víctimas de “desplazamiento forzado, despojo de tierras y violencia sexual en el marco del conflicto armado colombiano”. Existe, en efecto, una brecha en la aplicación de las leyes para impulsar la equidad de género que descansa en la cultura de la derecha política. Para muestra un botón: el 10 de junio de 2017, Ramón Cardona, Concejal de Santa Rosa de Cabal (Risaralda) por el Partido Conservador, declaró que “las leyes son como las mujeres, se hicieron para violarlas”.
En todos los países donde gobierna la derecha, los perfiles sociodemográficos de vulnerabilidad de las mujeres asesinadas revelan el incremento de la violencia feminicida contra mujeres empobrecidas, trans y niñas, en un ámbito de muy alta impunidad en los delitos contra las mujeres. Varios tipos de feminicidios se relacionan con la ocupación de las víctimas, su fragilidad social por ser proletarias, migrantes o pertenecientes a naciones minoritarias/indígenas, la condición de violencia generalizada en la zona de residencia, la presencia de mafias, de bandas delincuenciales o de agentes diversos (gubernamentales y no, muchas veces paramilitares) que usan los cuerpos violentados de las mujeres como mensajes para que cunda el pánico en la población y no se manifieste. Éstos feminicidios “sociales” conviven con la violencia doméstica y se suman a los asesinatos seriales y a un brote muy agresivo en la endémica epidemia de machismo, relacionado con fanatismos religiosos y con las más variadas formas de frustración masculina ante los derechos alcanzados por las mujeres, en particular su mayor visibilidad en las artes y la política y su independencia afectiva.
El fin de la violencia feminicida, en sus diferentes etapas, desde los insultos callejeros, los acosos, las amenazas, los golpes hasta el asesinato, es la reivindicación feminista más candente, alrededor del cual se organiza el mayor número de acciones, pero la lucha feminista apunta a la libertad, al placer, a los derechos de las mujeres. Eso es, a la educación igualitaria, a expresar las propias ideas, a desarrollar sus territorios, impulsando una cultura de la liberación colectiva, personal, artística y sexual, y a no sufrir limitaciones en el trabajo y en las expresiones de la propia afectividad.
Desprenderse de las identidades que el sistema patriarcal ha impuesto a las mujeres, en particular las que las obligan a complacer la mirada, el deseo y la organización social masculinas, es un camino que las feministas han emprendido desde hace ya medio siglo para la consecución de su propia libertad. Sin embargo, es precisamente sobre estos caminos de liberación que las derechas económicas, políticas y religiosas han construido un discurso, altamente ideológico, contra “la ideología de género” que, según sus portavoces, impide a las mujeres ser felices con su “naturaleza”, obligándolas a rechazar sus roles.
Una parte de las mujeres de la derecha capitalista, sobre este punto, ha desarrollado un muy especial “feminismo liberal”, que no apunta a la liberación de los roles de género heteronormados, sino a la aceptación “en libertad” de los mismos. Las feministas liberales han creado los mayores conflictos entre feministas al plantear que las mujeres tienen derecho a elegir ser prostitutas, alquilar sus úteros, quedarse en casa dependiendo de un marido que puede llegar a maltratarlas bajo un esquema de violencia normalizada.
El feminismo liberal no cuestiona el sistema capitalista, por lo tanto considera expresiones de la libertad de mercado la compraventa del cuerpo humano y las actividades forzadas por condiciones de pobreza estructurales. Desarrolla por ello un discurso altamente agresivo contra el “moralismo” de las feministas que denuncian el vientre en alquiler como una práctica de abuso, dirigida contra mujeres racializadas, empobrecidas y sin opciones de trabajo, como es el caso de las migrantes en Europa y Estados Unidos. Igualmente, en un mundo donde repuntan formas de esclavitud y trata de personas, de las cuales el 83% son mujeres y niñas obligadas a la prostitución y la pornografía, afirman que “la libertad de prostituirse” es limitada por el supuesto puritanismo de las feministas radicales. Para las “feministas liberales” los valores humanos de la integridad física y emocional de las mujeres, las opciones de trabajo remunerado en igualdad de condiciones con los hombres o de trabajo comunitario y solidario, los derechos a la vida y la afectividad que no someten las mujeres al poder económico masculino son ¡limitaciones moralistas!
Los feminismos que se expresan en las academias en muchas ocasiones toman muy en serio las descalificaciones de los movimientos de liberación de las mujeres por parte de las supuestas feministas liberales, así como tienden a radicalizar el peligro de caer en un dimorfismo social de género cuando se exige poner fin al sistema patriarcal. Éste es un sistema jerárquico que estructura la producción capitalista y la expoliación de la naturaleza, del trabajo y de la capacidad reproductiva. Negar la existencia de un sistema patriarcal que limita y cerca la libertad de las mujeres, poniéndolas en riesgo de ser agredidas, empobrecidas y constreñidas a la repetición de roles de complacencia hacia los hombres, impide pensar y aplicar políticas de búsqueda de una justicia para las mujeres. Justicia reparativa más que sistema de castigo que produzca una ley de las mujeres que nos permita no ser juzgadas ni juzgarnos negativamente en nombre de la obediencia a patrones masculinos.
No se trata de atacar a los hombres desde la radicalidad de la demanda de libertad personal, la igualdad de oportunidades ante la ley y el derecho a la propia diferencia colectiva y particular. Se trata de revelar los privilegios que ciertos hombres gozan dentro del sistema. Ahí donde existen privilegios (que siempre son particulares) los derechos (que son colectivos) no pueden ser respetados: privilegios y derechos son términos antitéticos. Las posiciones de privilegio masculinas, sobre las que se modela el androcentrismo de las sociedades patriarcales, llevan a muchos hombres a no cuestionarse y a mostrarse pasivos ante la injusticia de la desigualdad.
Ahora bien, entre el feminismo liberal que considera que las discriminaciones que viven las mujeres no son tales, sino circunstancias que les ofrecen elegir reproducir libremente una condición femenina subordinada, y la voluntad de las mujeres trans de vivir una identidad “femenina” se inscribe otro nudo de los feminismos contemporáneos.
La condición de transexualidad no es propia de las culturas occidentales modernas. Personas que no se identifican con la vestimenta, los roles y las expresiones afectivas que la propia sociedad asigna a la portación de determinadas características sexuales han sido respetadas en algunas culturas y perseguidas hasta la tortura y la muerte en otras. Las culturas cristianas han sido particularmente violentas con las mujeres y hombres transexuales, travestis y homo y bisexuales, por ejemplo. Por el contrario, en América existían sociedades que consideraban normal que las personas optasen por su propia sexualidad y su adscripción a los trabajos asignados a uno y otro sexo. La heteronormatividad obligatoria es un rasgo altamente patriarcal.
Sin embargo, para las feministas radicales que quieren erradicar todas las desigualdades sociales producidas por el sistema patriarcal capitalista es particularmente difícil reconocer sea el feminismo de la diferencia sexual, que apunta a los aportes positivos de resistencia que la condición femenina ha ofrecido al mundo histórico a través de las experiencias de las mujeres, sea el feminismo de las mujeres transexuales, que consideran que el origen de la opresión patriarcal no son los géneros en sí sino asociarlos a dos únicos sexos al interior de un sistema binario, rígido, que contrapone las mujeres a los hombres.
Si la liberación de las mujeres pasa por liberarse de los estereotipos creados por los roles económicos, sexuales y afectivos de género, estallar los géneros y reconocer la existencia de numerosos sexos permite poner fin a una sociedad binaria de hombres y mujeres “biológicamente” determinados: mujeres madres-hombres trabajadores, prostitutas-compradores, tejedoras-herreros, recolectoras-cazadores, etcétera. Existen decenas de “intersexos”, biológicos, entre el sexo XX o femenino y el XY o masculino, así como divergencias culturales, de identidad y hormonales con los sentires adjudicados a uno u otro género. La sociedad privilegia a las personas que se identifican con el género que se les ha asignado al nacer por sus genitales, la liberación según las feministas transgénero estriba en poder ejercer la propia sexualidad, la propia performatividad, los propios trabajos desde expresiones no marginadas, que no se limitan a lo femenino y lo masculino. No obstante, esta ideal transición continua entre los diversos grados de representación sexuada no es siempre real. Muchas mujeres trans arrastran características de sus privilegios masculinos a una performatividad femenina que las vuelve mucho más protagónicas que las mujeres que se identifican con su genitalidad. Asimismo, muchas mujeres trans participan de la invisibilización de las mujeres identificadas con su sexo biológico conforme a la mayor importancia que les otorgan los medios de comunicación.
Para finalizar, los feminismos que se están manifestando con fuerza después de décadas de menosprecio social constituyen al día de hoy la mayor amenaza para la continuidad de un sistema desigual, ecocida, explotador, racista y violento. Poner fin a la violencia feminicida es el primer paso para poner fin a desigualdades que impiden la expresión de libertades personales y colectivas.
Ciudad de México, 12 de marzo de 2019
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