De amarilla a naranja, entre alerta y alerta por crisis ambiental, a este punto ha llegado Bogotá, así como Medellín; otras ciudades capitales también se enrutan hacia este resultado. Las cifras de enfermos y muertos por esta realidad llaman la atención sobre paradigmas quebrados: el supuesto desarrollo –que no es tal– el modelo de ciudad, y el sistema de transporte, que colapsaron.
Las cifras son escandalosas: 17.549 muertos al año en Colombia por contaminación del aire, exposición a combustibles pesados y la mala calidad del agua, según datos del Instituto Nacional de Salud (INS).
Esta irrespirable realidad viene al caso por las anunciadas emergencias ambientales declaradas, en Bogotá, con alerta amarilla el pasado mes de febrero para una parte de la capital del país, y retomada de nuevo el 7 de marzo pero con un agravante: alerta amarilla para toda la ciudad y alerta naranja en el polígono delimitado del suroccidente de la urbe; en Medellín –primeros días de marzo– las restricciones vehiculares ampliadas son la respuesta ante evidencias de que las condiciones del aire son cada día más críticas; igual en Bucaramanga y su área metropolitana.
Es una realidad ante la cual los gobernantes y especialistas en el tema siempre recurren a lo mismo: ampliar el pico y placa, y otras medidas similares que la evidencia demuestra no van al fondo del asunto, solo distraen o sirven para que los funcionarios de turno, con cara de doctos, brinden declaraciones de prensa. La jornada del día sin carro celebrada en Bogotá el pasado 7 de febrero así permite reafirmarlo, pues una semana después, el día 15, la urbe –en especial las localidades de Kennedy, Bosa y Tunjuelito–, quedó sumida en emergencia ambiental. Tras unos pocos días y con la ampliación del pico y placa la medida fue levantada, pero tras otros días más la crisis vuelve a un pico crítico.
Unas medidas pedagógicas, que como la del día sin carro –que en realidad es un pico y placa ampliado– no logran efecto positivo alguno, a pesar de extenderse por todo el país en su aplicación, en meses y días diferentes de acuerdo a la ciudad que la adopta. Así lo desnuda la demanda de vehículos particulares en Bogotá, la cual no para de crecer y crecer (ver cuadro).
No es para menos. La ciudad moderna fue diseñada, en la distribución de espacio y la construcción de avenidas y calles, para la veloz circulación de mercancías –donde la fuerza de trabajo es la fundamental–, que es lo que explica la pervivencia y ampliación del culto al automotor. No es que no se pueda colocar límite al vehículo, esto es posible, pero lo imposible es detener –al menos para el capital– la circulación cada vez más rápida de mercancías, pues ello le colocaría un dique a la incesante y creciente multiplicación del capital mismo.
El capitalismo no se detiene, podríamos decir, y así procede sin importarle las consecuencias que ello tenga sobre la salud y vida misma de millones de personas. No de otra manera puede entenderse el ocultamiento por años de los efectos que sobre la salud tiene la emisión de gases por parte de los vehículos, los cuales continúan en venta ascendente, ni que las multinacionales, como Volkswagen, Mercedes Benz, Porsche, Audi y otras, adulteren los medidores de gases de que están dotadas las máquinas por ellos fabricadas, para ocultar así la real contaminación del aire que producen las mismas al prender y rodar.
Una acción, consciente y malintencionada que responde de manera perversa a los siete millones de víctimas que cada año produce el aire contaminado en todo el mundo, según datos del 2018 de la Organización Mundial de la Salud (OMS)*. Informe en el cual también asegura que 9 de cada 10 personas del total de quienes habitan nuestro planeta respiran aire contaminado. Para la OMS, en partículas tóxicas como los sulfatos, nitratos y el hollín, recae la responsabilidad por la muerte de una cuarta parte de personas que sufren enfermedades cardiacas y derrame cerebrales, al igual que un 43 por ciento de las enfermedades pulmonares obstructoras crónicas, al tiempo que de un 29 por ciento de la variedad de cáncer con epicentro pulmonar. Acción consciente y malintencionada que dibuja al capitalismo en su real catadura: la muerte sobre la vida, la ganancia sobre la naturaleza.
Para la jefe de citado informe, María Meira, en gran parte de las megaciudades donde hoy se amontona la población mundial la contaminación alcanza a estar hasta cinco veces por encima de lo recomendado por la organización de la salud de las Naciones Unidas.
Es una realidad que permite concluir, sin duda alguna, que medidas como el pico y placa, así como el día sin carro, son simples distractores para la real crisis en que están envueltas las ciudades todas, lo que nos invita a ahondar en la realidad que nos ahoga, para identificar el trasfondo o causas de esta crisis, y así poder proponer medidas que vayan a la raíz del asunto.
El imposible que ya llegó
La imagen no me abandona: unos van en bicicleta y otros a pie, varios llevan el rostro protegido por máscaras que les permiten respirar mejor; son pobladores de ciudades europeas y asiáticas que atraviesan avenidas, junto a ellos, calles atestadas por cientos de carros cuyos exostos emiten gases que ahogan a los transeúntes; una toma posterior –aérea– de aquellos centros urbanos los muestra cubiertos por una espesa capa producto de la contaminación estacionada en la atmósfera.
Lo primero que pensé al ver tal registro televisivo, hace ya 40 años, era que aquello era un barbaridad, ¿cómo podía vivir la gente así? ¿cómo podrían haber llegado aquellas gentes a tan degradante realidad?
La respuesta que encontraba para ello es que esa era la realidad de megaciudades cada vez más “prósperas”. Ciudades de 5, 8, 10 y hasta 15 o 20 millones de personas, la inmensa mayoría de las cuales padecen un hacinamiento insoportable. A eso había llegado la ciudad, uno de las principales creaciones de la humanidad en toda su historia.
Para ese entonces las nuestras eran buenos vivideros, ciudades de 1 o 2 millones de personas, con excepción de Bogotá que sumaba un poco más. Cuarenta años después, todo es distinto, ahora nosotros también salimos con temor a la calle, nos protegemos de los gases que expiden los automotores, y sufrimos sin descanso el irrespirable aire que nos dejan. Nuestras urbes han dejado de ser un buen vividero, las soportamos, pero deseamos no estar en ellas, al menos de manera permanente.
Como los del resto del mundo, nuestros centros urbanos han sido diseñados y dispuestos para la “eficiencia” del motor a gasolina o alguno de sus derivados; el afán permanente, el ir y venir de miles de carros y motos es la nota dominante; el aire apesta y ataca la salud de nuestros cuerpos, el ruido daña nuestros oídos, los ojos arden y lagrimean, la piel se reseca y envejece de manera prematura, y el cuerpo todo sufre afectación, no solo con enfermedades que atacan nuestros pulmones y vías respiratorias en su totalidad (enfermedades respiratorias agudas), propiciando cáncer, sino también potenciando otras como diabetes, alzheimer, entre las identificadas con tal origen.
El aire apesta, y nosotros sin saberlo respiramos partículas en suspensión –invisibles– que fluyen en el ambiente, como la PM2.5, SO2 (dióxido de azufre), además de NO2 (dióxido de nitrógeno), Pb (plomo), O3 (ozono troposférico) y CO (monóxido de carbono), es decir, veneno puro pero que actúa de manera lenta, razón por la cual muchas veces no nos preocupamos, solo con el paso del tiempo y consumidos por alguna de las enfermedades propiciadas por estos gases, venimos a comprender que padecemos las consecuencias de un modelo urbano trazado de acuerdo a las necesidades y lógicas del capital, y de sus propietarios, cabeza de multinacionales, unas más poderosas que otras. Al final de la vida comprendemos que padecemos los efectos “desarrollo”, máxima del capitalismo y sus multinacionales, bonanza para unos pocos y cruz de millones por todo el mundo.
Multinacionales éstas, que con su control extendido sobre diferentes esferas de la sociedad global manipulan y engañan sobre el real sentido del trabajo, el descanso, la comodidad, el goce, el placer, el consumo, la justicia, el medio ambiente, el sentido y uso de los vehículos, lo público, lo privado, el bienestar, en fin, sobre la razón y sentido de la vida misma.
Irracional
Atender las enfermedades derivadas de esta realidad de contaminación ambiental le significó al sistema de salud colombiano 20,7 billones de pesos, según datos del ministerio del ramo para el 2017. “Dentro de estos costos, la contaminación del sire urbano aportó el 75 por ciento, con $ 15,4 billones de pesos (1,93% del PIB de 2015) asociado a 10.527 muertes y 67,8 millones de síntomas y enfermedades”, informó el Simón Gaviria, director de Planeación nacional de entonces.
Un gasto inmenso e irracional, toda vez que el origen del problema está identificada, lo que permite interrogar, ¿una vez conocido el origen del problema no es mejor prevenir que curar? Esto es, estamos como sociedad –no solo la colombiana sino el conjunto global– ante el reto de replantearnos el mismo modelo urbano hoy imperante y dentro de éste la función y características del sistema de transporte dominante.
Como es sabido y sufrido, nuestras ciudades crecieron al ritmo de la violencia padecida en el campo –por acción de terratenientes, las direcciones de los partidos tradicionales y sus aliados–, y los millones de campesinos de allí expulsados producto de la misma. Año tras año, en ocasiones a chorros, tales campesinos dieron forma a centenares de barrios, corriendo con el costo de levantar sus casas, trazar vías y resolver los servicios públicos.
Crecimiento potenciado por intereses económicos específicos, como lo planteó Lauchlin Currie en los años 60, producto de lo cual tomó forma un sistema de financiación de vivienda como el recordado Upac, que potenciaron el sector bancario colombiano al apropiarse del ahorro de cientos de miles de familias, a la par de otras medidas que sustentaron modelos de urbanización por varias décadas. Un modelo y una realidad producto de la cual pasamos de gozar ciudades a padecerlas, en una explosión en su crecimiento que las extendió, en el caso de las capitales de departamento, sobre los municipios vecinos, incorporándolos a su territorio, y conformando extensas zonas metropolitanas.
Un crecimiento sin sentido humano que llevó a que los trabajadores de distinto oficio quedaran obligados a cruzar cada día –ida y regreso– las ciudades de habitación en procura de su sitio de trabajo. Un desgaste de energía en el cual se consume la vida misma, tanto en horas de transporte día, mes, año, como en la inhalación de gases carburantes expedidos por buses en mal estado. Un desgaste de energía que para el caso de Bogotá le implica a cada una de las personas que lo padece, al sumar las horas diarias gastadas en ello, el equivalente a 11 días del año encerrado en un bus.
Tratando de salir de tal padecimiento, miles, millones, terminaron endeudados para adquirir un carro privado que les ahorrara horas de transporte y les hiciera menos penoso el trabajo diario. Beneficios inmediatos y particulares que ocultan los perjuicios colectivos, la crisis ambiental y los problemas a ella asociados como parte de un modelo de ciudad que terminó ampliando vías, levantando puentes, haciendo intersecciones, profundizando túneles, etcétera, en beneficio del carro particular y en perjuicio de los peatones y el necesario acceso pleno al espacio público. Sin cuestionar la precariedad de lo público ni el negocio privado oculto en ello, miles, millones, con sus compras y decisión por lo particular potenciaron el mismo modelo que precariza sus vidas.
Es una irracionalidad que coloca a sociedades como la colombiana, ante el inaplazable reto de repensar y rediseñar sus centros urbanos, aprovechando para ello el cúmulo de ciudades intermedias con que cuenta y que aún permiten un crecimiento planeado y bien proyectado, ciudades máximo de un millón de pobladores, donde cada uno de quienes allí hagan su vida tengan su vivienda cerca de su sitio de trabajo y estudio, con acceso también razonable, por su distancia, a sitios de recreación y esparcimiento, así como salud y otros que complementan el amoblamiento urbano. Ciudades, cada una de estas, donde el transporte sea público y lo más amable posible con el medio ambiente, al tiempo que los desplazamientos urbanos casa-trabajo o casa-estudio puedan hacerse a pie. Centros urbanos que cuestionen el reinado del petróleo y sus derivados y asuman el uso preferente de otras fuentes de energía. Centro de habitación donde el concepto del tiempo entre en cuestión, así como el de acumulación-ganancia, relantizando la vida toda, para poder vivir y gozar, quebrando al trabajo como centro orientador de la vida.
Al así pensar decenas de nuevos, o potenciados centros urbanos, la crisis ambiental deberá encontrar un punto de resolución radical, para lo cual el carro particular debe dejar de impactar el medio ambiente, abriendo condiciones para que la vida sea más amable, recuperando la esencia de la convivencia y de lo público, todo ello como soporte de una sociedad profundamente humana, reconciliada con la naturaleza, donde alimentación y salud, trabajo y estudio, descanso y recreación, ambiente y gasto de energía, serán abordadas dentro de un solo proyecto: vivir en felicidad.
* Otros informes, como el publicado el 11 de marzo en el European Heart Journal eleva a 9 millones los decesos por esta causa, 800000 de ellos en Europa.

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