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Más allá de las noticias falsas: ocultamiento y sesgos para una realidad mutilada

Más allá de las noticias falsas: ocultamiento y sesgos para una realidad mutilada

Un suceso de comidilla, como el sucedido con Daniel Coronell, nos permite recordar que poder y medios de comunicación están finamente entrelazados. El descuido de los sectores alternativos con esta realidad es otra muestra de su perdida de foco en la lucha por otro mundo posible.

 

El mundo mediático colombiano, el de las revistas y periódicos convencionales, el 28 de mayo veía el inicio de un pequeño escándalo, tras el despido del periodista Daniel Coronell de la revista Semana, que tuvo final feliz de melodrama, el día 11 de junio, con su reintegro.

Todo empezó con su columna del 26 de mayo pasado, cuando Coronell reclamó al medio para el que escribe, por la no publicación de un informe sobre las exigencias de resultados que el Ejército demanda a sus diferentes Brigadas, y que recordaban la Directiva Ministerial 029 de 2005, firmada por Camilo Ospina Bernal, el entonces Ministro de Defensa del gobierno de Uribe, y que terminó convertida en el incentivo gubernamental para los asesinatos fuera de combate, conocidos eufemísticamente como falsos positivos.

Llaman la atención tanto las reacciones al despido del periodista, como algunos datos biográficos de los actores del suceso y que, como era de esperarse, no suscitaron ninguna atención de los medios oficiales, ni siquiera en la esfera de lo anecdótico. En primer lugar, María Jimena Duzán y Antonio Caballero, colegas del temporalmente defenestrado, lo llamaron soberbio y centraron sus críticas a la revista en haber permitido que la “chiviaran”, pues la investigación que había adelantado sobre el tema, terminó siendo publicada por el diario norteamericano The New York Times. En otras palabras, esos periodistas no aceptaban que el asunto fuera un ocultamiento del insuceso como lo dejaba traslucir Coronell, sino un simple error de lentitud en el tiempo de la reacción informativa. A la par de ello, el humorista Daniel Samper, también colega del temporalmente despedido, lo apoyó incondicionalmente, con lo que de forma implícita reconocía una actitud con sesgo intencionado de la revista.

Pues bien, lo curioso del melodrama es que Felipe López Caballero, cofundador de Semana en su actual etapa, y responsable de la expulsión de Coronell, es un empresario colombiano, hijo del expresidente Alfonso López Michelsen y nieto del también expresidente Alfonso López Pumarejo; Enrique Santos, gerente de la revista, y también agente de la destitución de Coronell, es sobrino del expresidente Juan Manuel Santos y sobrino-bisnieto del expresidente Eduardo Santos –ambos, debemos suponer, deben ser agentes de su restitución–; Daniel Samper, defensor del periodista, es hijo de un humorista del mismo nombre, y sobrino del expresidente Ernesto Samper, y, Antonio Caballero, defensor de los directores de la revista, es descendiente directo de Lucas Caballero –el general que redactó y firmó la rendición de los liberales en la guerra de los Mil Días–, y con lazos de consanguinidad con Felipe López Caballero. Como quien dice, todo un asunto de familia. Y, para rematar, el mayor accionista de la revista de marras actualmente es el grupo Gilinski, propiedad de Jaime Gilinski Bacal, uno de los multimillonarios con más capital en este país, a quien la revista Fortune le estima un patrimonio de 3.500 millones de dólares. ¿Cabe alguna duda acerca de los intereses a defender por la revista?

El periodista castigado con el despido temporal, tiene como su verdadero trabajo ser el presidente de noticias de Univisión, la mayor cadena hispana de televisión en Estados Unidos de la que su mayor accionista es Saban Capital Group, propiedad del multimillonario norteamericano-israelí Haim Saban, uno de los principales patrocinadores en EU del lobby sionista.

En este contexto, no sobra destacar que el prestigio de la columna de Daniel Coronell en la revista Semana, en no poca medida, es producto del eco que le hacen algunos profesionales “progresistas” que lo siguen y lo avalan por su abierto enfrentamiento con Álvaro Uribe y con aquellos que de forma abierta o solapada lo apoyan, tal el caso del ex-fiscal Humberto Martínez, por lo que su aura de neutralidad y de columnista anti-corrupción terminó siendo aceptada, incluso por sectores de la llamada izquierda. De allí que muchos lamentos terminaran en exclamaciones como “la censura llegó al medio de mayor credibilidad”, o, “es el fin del poco verdadero periodismo que queda en el país”. Pero, cabe preguntarnos si todo esto no hace parte del aliento a la supuesta polarización de los colombianos entre santistas y uribistas. Y digo que supuesta, porque la contradicción en cuanto pueda tener de cierta, es entre grupos de la élite y no entre los colombianos como nación, menos aún entre los grupos subordinados. Ahora, más allá de eso, no es nada novedoso decir que los medios convencionales, sin excepción, han tenido consciente y sistemáticamente como propósito la manipulación mental de la población y su aceptación del orden establecido, pero, por ser esto algo conocido no está de más recordarlo.

 

El consenso fabricado y el acontecimiento-espectáculo

 

El consenso fabricado es en muchos sentidos un falso consenso, pues parte de la imposición de valores que incluso pueden ir en contravía de los intereses de aquellos a quienes les son impuestos. La creencia o la búsqueda manipulada de que los principios defendidos deben ser los de mayor aceptación entre los demás, es lo que conduce a expresiones periodísticas como “la comunidad internacional condenó”, o, “el país rechaza”, que buscan excluir del conjunto a quienes no comparten los (pre)-juicios de los que asumen la vocería de la “comunidad internacional” o del “país”.

Walter Lipman, periodista estadounidense que consideraba las poblaciones como rebaños carentes de juicios informados, fue quien acuñó el concepto de fabricación del consentimiento y lo avaló como un mecanismo propicio para el resguardo de la sociedad. Noam Chomsky y Edward S. Herman, en su libro Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass Media –que vio la luz en español en 1990, con el título Los guardianes de la libertad–, invierten el sentido de la acepción dada por Lipman y la utilizan de forma crítica. Enuncian que los medios de comunicación de masas siguen el “modelo de propaganda”, en el que el dinero y el poder “tamizan las noticias hasta dejarlas listas para su publicación”, en defensa inequívoca de sus intereses.

La prensa escrita, que a partir de mediados del siglo XIX es convertida en una empresa de enormes dimensiones, que permite grandes tirajes y bajos precios unitarios, cuando aparece la publicidad masiva a comienzos del siglo XX, entra en simbiosis con las mayores compañías de bienes de consumo que son las principales usuarias de dicha publicidad. Ese hecho dio al traste, según Chomsky y Herman, con los periódicos críticos con el capitalismo –liderados por los sindicatos de trabajadores–, que por razones económicas debieron cerrar. La mercantilización total de la información daba así inicio a una etapa que continúa hasta el día de hoy.

Si los medios masivos de comunicación son negocio, su contenido es necesariamente una mercancía cuya función principal es la de su realización mediante la venta en el mercado. El ejemplo más relevante y que muestra de forma inequívoca la naturaleza de la información-mercancía es la llamada “prensa amarilla”, que hizo su aparición a finales del siglo XIX, y cuyo máximo exponente fue el magnate de las comunicaciones Randolph Hearst, quien tiñó de rojo las páginas de sus periódicos con asesinatos de todo tipo y expuso lo escatológico de las tragedias más cruentas. Entre nosotros, tabloides como El Espacio y El Bogotano, donde iniciaron su carrera algunas de nuestras actuales “estrellas” del periodismo, fueron muestra explícita y sin velos de esa información-mercancía, en su forma más vulgarizada.

Los medios “serios” son más sofisticados y recurren a otro tipo de sucesos-espectáculo para vender sus crónicas o sus opiniones, posar de críticos del poder y sin embargo servir a los intereses del capital. El caso conocido como los “papeles del pentágono”, por ejemplo, es una buena ilustración, pues consistió en la publicación en el New York Times y el Washington Post, de un informe secreto del pentágono sobre el papel de EU en Vietnam, entre 1945 y 1967, y que fue filtrado por un burócrata de esa oficina militar, con el fin de denunciar qué durante cuatro gobiernos el poder ejecutivo alargó la guerra sabiendo que la iba a perder. La fotocopia de siete mil folios en esa época, así como su revisión por los periodistas en un tiempo contado en días, dejan dudas sobre si no fueron fuerzas poderosas del mismo Estado, las que estuvieron detrás de la publicación pues, en últimas, poner fin a la guerra era ya una necesidad sentida por el establecimiento, en razón de las masivas protestas contra la guerra, dado el creciente número de jóvenes llegados de regreso en ataúd. En estos casos, la prensa no cumple papel distinto al de simple comodín que generando un escándalo posibilita al poder político poner en ejecución una decisión, que de otro modo implicaría aceptar que son los reclamos de la gente los que obligan a actuar de determinada manera, pues consideran que eso podría llevar a que las personas auto-reconozcan el poder de la acción colectiva.

 

Noticias falsas, velocidad y resiliencia

 

Desde el año 2015, la expresión noticias falsas ingresó en el lenguaje de la cotidianidad y fue aceptada casi sin distingos ideológicos. El sentido de dicha expresión, sin embargo, ha terminado convirtiéndose en la aprobación, para el periodismo, del adagio “todo tiempo pasado fue mejor”, y deja la sensación de que dicho pasado fue una época de “noticias verdaderas”, cuando la creación de “realidades” por parte de los medios de comunicación masiva ha sido una constante desde sus inicios, si nos atenemos a que los “orientadores de la opinión” han estado siempre enfocados en la fabricación de consensos, guiados por los intereses de los grupos dominantes. Para lo cual, lo más importante no es si el hecho narrado ha tenido lugar o no en la realidad tal y como es presentado, sino que una parte de esa realidad pueda ser aislada y mostrada como totalidad, de forma tal que la mutilación reduzca el campo de la visión, normalmente sobre los aspectos causales.

Qué debe aparecer en los medios de comunicación masiva y qué debe ser desechado es ya una decisión marcada por juicios que nadie puede garantizar que están basados en la búsqueda del “bien general”, cualquier cosa que eso pueda significar. Y si aún en el mejor de los casos –es decir suponiendo las mejores intenciones–, es imposible asegurar neutralidad por la condición misma de mercancía que tiene la información, que decir cuando el asunto ya es de ocultamiento, como en el caso de las directivas que pretenden darle nuevo aliento a los “falsos positivos”. Ahí nos adentramos en un escenario de terror.

Escenario de terror, expresión meridiana del poder real que nos domina, como el que desató persecución mortal en contra de Julian Assange, por citar sólo un caso, prueba fehaciente de que en las cavernas oscuras del poder habitan monstruos gigantescos, verdaderos pilares de las relaciones de dominación, que alimentamos, sin que lo sepamos, con nuestra sangre y esfuerzo, y que en buena medida derivan su eficacia, precisamente de su opacidad. La fuerza del mantenimiento del statu quo no está en la transparencia del sistema, como nos lo repiten los fabricantes de consensos, sino en el secretismo. La relación entre el poder político y los medios cuando no es directa, porque los dueños de éstos no son, a su vez, los agentes del poder burocrático, asume el carácter de la relación cliente-servidor dado que el Estado, igual que las empresas de bienes finales, es un gran consumidor de publicidad.

La complejidad creciente de la sociedad y el aumento de la población han multiplicado el número de acontecimientos potencialmente noticiosos, por lo que a diferencia del pasado en el que una anomalía de cualquier tipo podía ser explotada durante muchos días (tal el caso de la “Crónica de un náufrago”, de García Márquez, cuando aún era periodista), hoy, el vértigo de lo escandaloso es sepultado rápidamente por nuevos hechos tan mediáticos o más que el anterior, transformándose esa característica en una forma de impunidad. ¿Quién recuerda hoy en Colombia las extrañas muertes de Jorge Pizano, uno de los testigos en las coimas de Odebrecht, y de su hijo Alejandro?

No queda duda, la resiliencia de los hechos noticiosos está quedando reducida a instantes, y el predominio alcanzado por los medios digitales, con su actualización permanente, segundo a segundo, hacen de la fugacidad el catalizador que licúa la memoria colectiva, facilitando aún más que el uso subliminal de los mensajes direccione los espíritus hacia la conformidad. Las imágenes, los trinos y los “bocadillos” noticiosos instantáneos, son la réplica en la comunicación de lo que significa la comida rápida en la alimentación, y si bien nadie busca prohibir por decreto la existencia de dispensadores industrializados de hamburguesas, como tampoco la velocidad en la red, lo que sí debe reclamarse es un espacio para las comidas lentas y la lectura reposada y crítica, así como las advertencias de los estragos que en la salud mental y física tienen los consumos acelerados y voluminosos de grasas de todo tipo.

Todo esto ampliado y consolidado en medio de monopolios y uniformidad. A mediados del siglo XX las principales empresas petroleras fueron conocidas como “las siete hermanas”, por su dominio cartelizado del mercado mundial. Hoy tenemos otras “siete hermanas”, pero esta vez en el universo de los medios masivos de comunicación –News Corportation, Time Warner, Disney, Sony, Bertelsman, Viacom, General Electric– que según los analistas controlan cerca del 70 por ciento del mercado de la televisión, las agencias de información, los diarios, las revistas, la radio, las redes de cable, los satélites, la industria cinematográfica, las redes de internet y las editoriales. Los bits de información mercantilizados y uniformados invaden nuestro mundo personal, y a través de los estereotipos –otro concepto clave de Walter Lipman– en todos los campos del comportamiento humano, homogenizan y condicionan el discurrir de las vidas en una marcha cada vez más pre-programada que atenta severamente contra nuestra autonomía.

Los multimillonarios parecen haber entrado en la moda de comprar medios de comunicación. En 2013, Jeff Bezos, fundador y propietario de Amazon, compró el Washington Post; Marc Benioff adquirió la revista Time, y Patrick Soon-Shiong Los Angeles Times. En Colombia, Luis Carlos Sarmiento Ángulo compró el diario El Tiempo, y como fue señalado, recientemente Jaime Gilinsky adquirió la mayoría de acciones de la Revista Semana, en movimientos que indican que la publicidad sobre las propias fortunas parece una necesidad creciente de los capitalistas de mayor tamaño.

Bajo estas circunstancias ¿puede esperarse, por ejemplo, que El Tiempo informe “objetivamente” sobre los delitos de sobornos de Odebrecht, cuando compañías del dueño del periódico fueron socias de esa empresa? ¿Podrá informar sobre los miles de millones de pesos invertidos ineficazmente en la vía Bogotá-Villavicencio y de las pérdidas por las caídas de puentes y los derrumbes constantes, cuando una empresa del consorcio de Sarmiento es contratista en buena parte de la construcción de la vía?

Sobre esta realidad y tipo de interrogantes, desde hace décadas nos han brindado lecciones. Por ejemplo, Benito Mussolini, quien fue periodista antes de convertirse en el político fundador de la república italiana fascista, afirmaba que en su dictadura “El periodismo italiano es libre, porque solamente sirve a una cosa y a un régimen”. Ahora, ¿no es ese el cariz que asume con mayor fuerza el periodismo en el mundo, en general, y particularmente en Colombia? La información es, sin duda, el núcleo de la libertad y de la autonomía en este siglo XXI, por lo que bien vale la pena preguntarnos si los movimientos que sostienen que otro mundo es posible están tomando lo suficientemente en serio la necesidad de buscar mecanismos que liberen los medios de comunicación. La desacralización del mito, o de la media verdad de la existencia de “libertad de expresión” es una urgencia política y teórica, más en nuestro país, donde el pensamiento crítico ha sido siempre una rara avis.

Información adicional

Autor/a: Álvaro Sanabria Duque
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