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Una huida al pasado: las “nuevas” Farc y sus consecuencias

Una huida al pasado: las “nuevas” Farc y sus consecuencias

De cómo errar con razones

 La decisión de volver al monte, por parte de Márquez, Santrich y sus acompañantes, corrobora una vez más que no es suficiente tener razón para acertar. En efecto, como han resaltado un sinnúmero de analistas en los días posteriores a la declaración, la mayoría de las razones esgrimidas en el comunicado son ciertas. Claramente, ha habido un incumplimiento sistemático del Acuerdo de Paz tanto por parte del Estado colombiano –lo que es evidente por ejemplo en la implementación de “operaciones de entrampamiento” y montajes judiciales o en el fracaso de las circunscripciones para la paz en el Congreso– como por el actual gobierno -que ha atacado a la JEP, objetando la ley estatutaria y reduciendo sus recursos, por no hablar de puntos sustanciales como el congelamiento de la reforma rural integral o la negligencia a la hora de garantizar la seguridad tanto a desmovilizados como a líderes sociales. No obstante, y esto también hace parte del consenso entre analistas, el retorno a las armas es una torpeza política enorme.

Desde que el uribismo se propuso “hacer trizas” el Acuerdo de Paz, estaba anhelando que algo así sucediera. Como fácilmente se puede corroborar, el gobierno Duque ha tratado de ejecutar el mismo libreto que tanto éxito le reportó a Uribe en sus dos gobiernos (2002-2010) y que implica aglutinar los actores de su coalición y las élites sociales y políticas que lo apoyan en torno al combate de un supuesto enemigo fundamental. La pieza faltante en todo este tiempo era el enemigo absoluto que permite disculpar e invisibilizar todos los crímenes y aglutinar su coalición: las Farc.

Los rumores que circularon cada cierto tiempo sobre misteriosas “cumbres” de disidencias pretendían revivir ese enemigo e incluso el afán de antagonizar con el actual gobierno de Venezuela muestra la necesidad que tiene el uribismo de un discurso bélico para subsistir. Máxime de cara a un panorama económico gris, muy alejado de la “bonanza” minero energética que, gracias al precio favorable de los minerales, experimentó el gobierno Uribe, y bajo un presidente sin liderazgo efectivo ni legitimidad, con las más altas cifras de desaprobación de los últimos años.

Aunque los informes del seguimiento a la implementación de lo acordado entre las partes indican que más del 90 por ciento de los excombatientes de las antiguas Farc están comprometidos con el proceso de paz, el uribismo y es de esperar que también el gobierno echarán mano del acontecimiento agenciado por Márquez para continuar erosionando los distintos componentes del proceso de paz e incluso tendrán una excusa para la desidia que han demostrado frente al genocidio político en ciernes, en forma análoga a la actitud del Estado frente al que mermó a la Unión Patriótica. La reacción del expresidente Uribe pocos minutos después de publicarse el comunicado deja ver claramente su afán de articular el hecho en su discurso con el fin de legitimar la supuesta entrega del país a la guerrilla y al mismo tiempo deslegitimar la JEP.

Pero más allá de la utilización conciente que se pueda hacer de tal evento, la existencia de este “enemigo” fortalece la mentalidad contrainsurgente, construida y enraizada en el imaginario colectivo y no solo en la doctrina de las FF. AA. durante medio siglo, que ni siquiera empezó a cuestionarse tras el Acuerdo, y que ahora tendrá nuevamente cómo ubicar el “enemigo interno” que amenaza al orden social y a todo lo que, con su sesgo característico, se le parezca en una entidad “real”: las “nuevas” Farc.

La selva de la historia

 Al margen de las acusaciones por el incumplimiento del Acuerdo, el discurso de Márquez muestra una lectura, si es que la hubo, superficial y distorsionada de la realidad política y de la correlación de fuerzas en el presente, que recuerda la falta de horizonte político demostrada por las Farc en las negociaciones con el gobierno de Pastrana (1998-2002).

En aquel momento se popularizó una explicación para ese fenómeno según la cual las Farc vivían en un tiempo lento, de larga duración, producto de su vinculación con las entrañas olvidadas y abandonadas del país, en contraste con los tiempos “líquidos” del mundo global. Mientras esa organización se desenvolvía en un mundo anterior a la caída del Muro de Berlín, en donde la política estaba necesariamente vinculada a hechos indiscutibles, o al menos con un margen reducido de interpretación, como la misma revolución, el país que veía a sus comandantes por la televisión empezaba a sumergirse en una política del espectáculo en donde, más que los hechos en sí mismos, lo fundamental es el “enmarcado”, esto es, la significación hegemónica con que son investidos.

Tal vez nada corrobora mejor ese tránsito que la fabricación simultánea de una gran amenaza y de su solución. Nadie usufructuó mejor la amenaza de las Farc de ir a las ciudades –según las palabras del “Mono Jojoy” en un famoso video– que el uribismo, incluso admitiendo que golpes como el secuestro de los 12 diputados del Valle del Cauca en abril de 2002 o el atentado al Club El Nogal en febrero de 2003 parecían la realización de tal designio.

Como muestra Fabio López de la Roche en su libro Las ficciones del poder (Debate, 2014), el temor de la ciudadanía más que en los horrendas masacres del paramilitarismo, se enfocó en el secuestro, en particular en las llamadas “pescas milagrosas” en las carreteras, por cuenta del despliegue mediático dado a las víctimas y los sufrimientos que conllevó. De ahí el énfasis puesto por la política de seguridad democrática en la seguridad de las vías principales. La alta percepción de inseguridad muy probablemente llevó a que personas que no tenían finca, vacaciones ni recursos para salir de las ciudades en plan de paseo se sintieran interpeladas por el discurso de la seguridad democrática. Así se empezó a cimentar una hegemonía cuya base fundamental, el antagonismo que permitía articular intereses, demandas e identidades diversas, fue la construcción de ese enemigo absoluto del orden social que hoy siguen siendo las Farc.

En este marco nacional, Márquez y sus compañeros no parecen ser conscientes de las transformaciones experimentadas en el terreno de la política en las últimas décadas ni de la persistencia, incluso aunque se acepte un cierto retroceso, de la hegemonía uribista en la cultura política del país. Es algo que puede inferirse incluso de la puesta en escena de su comunicado, calcado en lo fundamental de los demás comunicados que el grupo hizo públicos en las últimas décadas mediante video. La apelación a una “nueva Marquetalia”, si bien puede tener sentido para tratar de interpelar a los excombatientes comprometidos con el proceso de paz, es una muestra de solipsismo que no le dice nada al “otro”, a ese pueblo que explícitamente se afirma representar, sino que erige un discurso únicamente para sí mismos. Esa huida al pasado ubica al grupo, además, en un lugar asincrónico respecto del tiempo que maneja el resto del país, al que primero se le vendió la idea de que el conflicto armado se reducía a la existencia de la guerrilla y luego de que se estaba transitando hacia un “posconflicto”, desde el que será imposible sintonizar políticamente.

Fallas estructurales

 El “enmarcado” del acontecimiento, el significado dado por distintos actores políticamente relevantes, negó de entrada cualquier pretensión de reconocimiento político al grupo de Márquez. El común rechazo osciló sin embargo entre los discursos guerreristas que inmediatamente pidieron “mano dura”, la impasibilidad de los expertos para quienes es un hecho más en el tortuoso camino de construcción de la paz y el pesimismo de quienes estaban esperando el suceso. Pero la visión general que se tuvo fue la del surgimiento de una nueva “disidencia” que se suma a las ya existentes, las cuales se conciben como grupos dedicados a actividades criminales.

La apuesta de esta disidencia se concentra en tratar de articular a los excombatientes comprometidos con el proceso de paz, a las demás disidencias y al Eln o sectores de esa guerrilla. Aunque en el comunicado mencionan cambios en las formas de hacer la guerra, el aspecto fundamental es que su relevancia política y militar dependerá, en últimas, del fracaso del Acuerdo de Paz, un interés común con el uribismo y los sectores sociales que se enriquecieron con la guerra. Mientras persistan la oposición y la desidia con la implementación, no será difícil que este grupo se constituya en una “amenaza” relevante. Las experiencias de Centroamérica luego de las negociaciones de paz, el aumento en las tasas de homicidio y delincuencia común y organizada entre otras cosas, muestran que si no se atacan los factores sociales que originan y alimentan el recurso a la violencia organizada, la mano de obra disponible para la guerra no va a faltar. Así, el retorno al monte muestra varias de las fallas estructurales del proceso de paz, más allá de los incumplimientos y la lentitud de la implementación, que se retrotraen a la concepción misma del conflicto armado en que se fundamentó y la imposibilidad de articular una mayoría de respaldo.

En efecto, no es posible desligar las negociaciones de paz bajo el gobierno Santos de la implementación de la Política de Seguridad Democrática de Uribe, pues esta se trazó explícitamente el objetivo de debilitar a la guerrilla para llevarla a negociar. De hecho, ese objetivo se realizó, incluso sobre los más ambiciosos postulados de promover la presencia de la fuerza pública como base para garantizar la operación de las demás entidades del Estado en todo el territorio nacional, pues hoy sabemos que en este empeño se ha retrocedido hasta el punto de convertirse en uno de los principales problemas para la implementación del Acuerdo. Sin embargo, la consecuencia de esa enfoque fue limitar la agenda de negociaciones a la desmovilización, incluso aceptando que el Acuerdo final contiene puntos esenciales como la Reforma Rural Integral. La narrativa del actual gobierno de Duque intensifica este marco de comprensión al concebir el proceso como una política de reintegración exclusivamente, olvidando el resto de compromisos necesarios para construir paz.

Podría decirse entonces que Santos dio continuidad a la política del gobierno Uribe, que incluso intentó acercamientos con las Farc al final de su segundo período, a pesar de la oposición del expresidente. Esa oposición, aunada a la tibieza de Santos, imposibilitaron crear una fuerte coalición de respaldo al proceso de paz, que no solamente incluyera actores políticos sino parte sustancial de las élites nacionales e incluso el Estado estadounidense, y no solo al gobierno Obama. Si bien hubo una división en las élites, que se manifestó con fuerza en las elecciones presidenciales de 2014, en donde Santos resultó vencedor con el apoyo de quienes habían sido sus anteriores adversarios para salvar el proceso de paz, también es cierto que Santos fue complaciente con los sectores de las élites que naturalmente privilegian sus intereses particulares sobre la construcción de la paz. Quizás el ejemplo más notorio fue la promoción de Néstor Humberto Martínez a la Fiscalía, un hombre de Sarmiento, vinculado directamente a la cadena de acontecimientos que resulta en el retorno de ese grupo de las Farc a la guerra.

¿Hacia la vieja polarización?

El Acuerdo de paz reestructuró el escenario político colombiano de una manera inédita. La agenda pública fue invadida por las demandas sobre los problemas estructurales del país que están en la raíz de la violencia política, la exclusión social y política, la desigualdad socioeconómica, la concentración en la propiedad de la tierra, las reivindicaciones ambientalistas, feministas, urbanas, etcétera. En ese contexto, la representación política de esas demandas necesariamente implica una “polarización” de nuevo cuño, ya no definida únicamente en función de la posición que adoptan los distintos actores frente a la guerra, sino por la representación de las demandas represadas durante medio siglo. Ambas formas de polarización se traslapan aunque no se confunden. Así, mientras las elecciones de 2014 y el plebiscito de octubre de 2016 evidencian un escenario político estructurado por la opción guerra/paz, las elecciones presidenciales de 2018 insertaron en el campo político la necesidad de transformaciones de fondo para responder a las demandas mencionadas.

El otro elemento característico del escenario posterior al Acuerdo es el intento de construir una identidad política de “centro”, que empieza por denunciar el carácter ficticio de la polarización, cuando no por rechazar lo que considera una manera de alentar la “lucha de clases”, para designar los intentos de representar las demandas irresueltas que han alimentado la violencia política. El “centro”, cuyo análisis desborda estas líneas, está constituido por sectores de la política tradicional que no comparten los medios del uribismo o que acompañaron al gobierno Santos en las negociaciones, así como por actores emergentes que por distintas razones no apuestan a una confrontación abierta con quienes detentan el poder y los privilegios en el país.

Aunque por el momento el anuncio de retorno a la guerra por la facción de las Farc no parece modificar de fondo ese escenario, sí incrementa las probabilidades de que la polarización guerra/paz termine por sobreponerse o desplazar a la polarización que originan las demandas aplazadas por medio siglo que alimentan periódicamente la guerra. De hecho, el llamado del ex candidato presidencial, Sergio Fajardo, a rodear al presidente Duque para enfrentar la nueva amenaza, es una muestra de lo que podría significar una escalada violenta, en la medida en que el “centro”, reacio a representar las demandas emergentes tras la firma del Acuerdo, se fragmentaría nuevamente en torno a la bifurcación guerra/paz, entre quienes acompañarían al gobierno uribista y quienes apostarían por una expresión autónoma de la sociedad civil en función de la implementación del Acuerdo.

En fin, si bien en este momento la apuesta política de Márquez y sus camaradas nació muerta, tanto por las carencias del propio grupo como por el rechazo generalizado, siendo finalmente asimilado a una disidencia más sin reconocimiento político, la apuesta militar va a tener oportunidad mientras no se traten de fondo los históricos problemas estructurales que suscitan la guerra o, cuando menos, aquellos que fueron abordados en el Acuerdo de Paz, como la Reforma Rural Integral. Mientras la situación en los campos y ciudades siga igual o empeore, el problema no va a ser el posible retorno a la guerra de los desmovilizados de las Farc hoy comprometidos en el proceso, pues “mano de obra” para la guerra se conseguirá con relativa facilidad en función de objetivos políticos o meramente criminales.

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