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Caballo

Caballo

Sentado contra una de las ventanas enrejadas que desde el patio deja ver hacia la calle, un hombre de edad madura deja escapar una risa espontánea como la de quien acaba de descubrir algo y quiere comunicarlo tan pronto pueda. De todo el grupo que rodea al hombre, elige mi rostro que, enredado en una mueca de sorpresa, le sigue sus facciones timbradas de alegría.Sentado contra una de las ventanas enrejadas que desde el patio deja ver hacia la calle, un hombre de edad madura deja escapar una risa espontánea como la de quien acaba de descubrir algo y quiere comunicarlo tan pronto pueda. De todo el grupo que rodea al hombre, elige mi rostro que, enredado en una mueca de sorpresa, le sigue sus facciones timbradas de alegría.

–Vea–me dice–ya sé de qué era la carne que almorzamos hoy–y desgajando una carcajada que le hacía doblar, me señaló hacia la calle en dirección a los potreros que rodean las torres del Eron en la Picota de Bogotá. Fijándome lo mejor que pude, detallé que lo que el viejo me señalaba era las vacas que pastaban en los extensos, planos y vadosos terrenos.

–¿Ya vio?–preguntó el hombre después de haber interrumpido su carcajada con un absceso de tos de fumador.–Se acuerda que hace unos días vimos burros entre esas vacas?–
Ubicados ante la ventana con el propósito de tomar un poco de sol, habíamos visto dos días atrás, un par de mulas y un caballo entre los demás animales del potrero.

–Ya le entendí–le contesté sonriendo.Su mirada pícara y lúcida volvió a convertirse en una carcajada que terminó en espasmo pulmonar.

 

Unas horas antes, sentados en las frías sillas metálicas del patio, nos acompañamos a almorzar entre el bullicio general que se agrupaba cerca al televisor. Eran casi las doce ytreinta del mediodía, hora en que religiosamente, se deja de ver cualquier programa para poder asistir al noticiero. También nosotros estábamos allí, esperando que la novela de un canal internacional cediera al espectáculo amarillista de nuestra tragedia nacional.

Frente a nosotros teníamos el plato plástico con las porciones de comida que, a boca llena, íbamos desocupando con avidez. Todo menos la carne, pues estaba tan dura quecorríamos el riesgo de asfixiarnos si no la masticábamos bien. Don Pedro, que así podría llamarlo, cortaba con una lata el trozo de carne en pedazos pequeños, para luego masticar en unas pocas rondas lo que terminaría tragándose casi entero.

–Así me toca. Ya no me quedan muchos dientes–me confirmó sin estarle preguntando. Supongo que vio mi mirada atenta mientras estiraba el pedazo de carne entre mis dientes sin lograr arrancarle nada. Preferí soltar el cuero duro que luchaba por no ser digerido, y me concentré en terminar todo lo demás.–Je je je, ¿no pudo?–preguntó Don Pedro. Riéndome le dije que no, pero que igual no tenía mucho que sacarle a ese pedazo de nervio.

 

Un muchacho que oía la conversación detrás de nosotros, se acercó con moderación, y me dijo:–¿No se la va a comer? ¿Me la da?–el joven, de no más de veinticinco años, con un gorro de lana calado en su frente pálida, me observaba con anhelo. Unas ojeras profundas marcaban sus cuencas oculares. Vi el hambre en su rostro.

–Si no le ve problema, hágale. Yo ya no le saqué nada–le dije.

El muchacho la agarró sin repulsión alguna y la llevó hasta una celda aledaña. Desde mi asiento, observé que prendió una resistencia eléctrica y puso al calor la presa. Al poco tiempo empezó a sonar el nervio, encogiéndose y reventando a medida que se le daba la vuelta. El joven me sorprendió observándole ydisimuladamente, pidió a alguien que se hallaba en la misma celda que cerrara la puerta. Al acto, desvié la mirada y vi que en pantalla la presentadora de noticias ya estaba dando inicio a la primera nota del día.

–¿Usted cree que nos almorzamos esas mulas o ese caballo, don Pedro?– le pregunté al viejo luego de que acabó de toser.

–Uno no sabe, pero esa carne no es de vaca. Usted la probó, ¿no?–Si. Alguna vez comí caballo y la proteína de hoy me lo hizo recordar.

–Ahí está. Puede que no sea el caballo de aquí, pero ha de ser de otros potreros. El Inpec no se preocupa por alimentarnos con vaca. El asunto es de legalizar, de mostrar al gobierno que nos da lo que nos tiene que dar, pero en el papel, en cifras, en informes. Otra cosa es sentarse a tragar animal relinchante… je je…

Al frente nuestro, el acrílico de la ventana rompía en destellos una esquina de sol que nos llegaba como regalo. Los cerros de Ciudad Bolívar se mostraban iluminados en toda su extensión de cemento y ladrillo amarillo. Sobre la Avenida Caracas, un flujo intermitente de vehículos nos recordaba los tiempos de libertad, o por lo menos, yo pensaba en ello. Don Pedro se guardaba en una concha inexpugnable y era imposible saber en qué pensaban sus ojos negros y arrugados; quizá la distancia que parecían abarcar, fuera el reflejo de la profundidad de sus pensamientos, trasegando algún lugar de la memoria o del dolor.

–¿Porqué está aquí, Don pedro?–le pregunté, violando ese silencio lleno de nada que consumía nuestras almas.

–Por robar. Yo soy ladrón.

–¿Y a cuánto está condenado?

–A nada mijo. En dos años estoy fuera. Tengo que salir a ver por mi nieta.

–¿Ya había estado preso? Se le ve siempre tranquilo y convencido.

–Este es mi cuarto canazo. Por lo mismo. Yo no sé hacer otra cosa. He pagado más de quince años entre una y otra caída, y el Estado no me ha enseñado a hacer nada distinto. Aquí nos hablan de resocialización y capacitación, pero es una gran mentira. Si usted no se vuelve vicioso o se muere en este roto, aprende más mañas y hace amigos para volver al ruedo… a la calle. Al preso, ¿qué le espera cuando recobra la libertad? Rechazo, desempleo, pobreza; entonces, qué puede uno salir a hacer que no sea lo que ha hecho siempre. Esa es la verdad mijo; triste, si, pero nadie puede ocultar el sol con un dedo.

–El Inpec sí que tapa el sol–intervino un hombre que estaba con nosotros en la ventana. –pero no con un dedo, sino con estos muros de mierda–y señaló con su índice el techo frío que impedía el paso de la luz.

 

* Preso político

 

Información adicional

Autor/a: Gabriel Trilce
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