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Deporte, identidad y autoridad

Deporte, identidad y autoridad

Que el fútbol es un fenómeno social de amplias características y potencialidades no hay quien lo niegue. Puede que no lo compartamos, pero esa es la realidad: más comercial, más espectáculo que deporte, al servicio de unos poderes e intenciones no siempre claras. Realidad contradictoria que cuestiona, pero que extiende sus efectos sociales sobre las identidades de amplios grupos poblacionales, a los cuales moviliza a pesar de hipnotizarlos, o tal vez por ello.

Adentrémonos en algunas de sus particularidades, en la cancha y más allá de ella.

a. Sobre el árbitro y su relación con la barra. Una cosa es el hincha como individuo, enfrentado a la figura del árbitro. Cuando este sale a la cancha, de inmediato comienzan a atacarlo verbalmente, porque lo consideran una suerte de aguafiestas. Por ello la silbatina es inevitable, luego de la cual podrán seguir los madrazos a lo largo del partido y posterior al mismo. Uno de los hechos trágicos que tuvo como víctima a un árbitro, ocurrió en diciembre de 1989 luego del encuentro entre Independiente Medellín y América, partido disputado en el Atanasio Girardot. El atentado ocurrió en el hotel en donde se alojaba Ortega, en el centro de Medellín, y no fue protagonizado por barras del fútbol. Allí confluyeron, al parecer, actuaciones provocadoras de locutores y algunos comentaristas deportivos, como grupos de interés ligados al narcotráfico.

Creemos que en el caso de las barras, el fenómeno que nos debe convocar para la reflexión es caracterizar la manera como ellas se sitúan en el mundo, no solamente del deporte como tal, sino de la sociedad en su conjunto. Es decir, ellos como jóvenes, como adolescentes, ¿de qué manera son percibidos y de qué manera ellos también perciben a la sociedad? Ahí creo que está el centro de la tensión y de la confrontación posterior. Ello sin subestimar las relaciones que se establecen entre las barras como tal, la forma como conciben a la otra barra, a la que casi siempre la tienen como enemiga y no como rival, por lo cual hay que acabar con ella.

b. Deporte y autoridad. Sin perder la relación con el numeral anterior, en lo atinente al tema de la autoridad, destacamos la necesidad de que el deporte pase a jugar el papel que realmente tiene que jugar en la sociedad: ser una expresión material y simbólica de autoridad, de respeto a esta, encarnada por otros seres humanos pero investidos de una potestad que todos debemos acatar. Claro que al mismo tiempo, quien ejerce la autoridad tiene siempre la exigencia de consolidar la credibilidad de parte de los ciudadanos, lo cual hace que se legitime la autoridad misma.

En términos generales, en nuestro país no creemos en la autoridad –y con mucho de razón por la clase de gobernantes que hemos tenido–; por el contrario, somos más dados a irrespetar las instituciones, desde el árbitro y los propios padres de familia, hasta llegar a las más elevadas instancias del poder público.
Este fenómeno que acá describimos se explica también por un fenómeno adicional que debemos agregar a la reflexión: nos referimos a la existencia de una suerte de cultura de ganar o ganar, por parte de muchos de nuestros muchachos, e incluso por parte de muchos de sus padres. O sea, hoy en día el deportista, y sobre todo el futbolista, se está convirtiendo en algo más que eso, en algo más que un deportista; se está convirtiendo en la fuente de redención de una familia, y se le compromete con una responsabilidad demasiado grande.

En ese sentido, no hay de por medio principios, valores, escrúpulos, nada que impida sacar adelante esa tarea, lo que interesa es que ese muchacho se cotice y pase a valer muchos millones de dólares o de euros, para ir luego a un equipo grande y resolver así el problema que a lo mejor el papá no ha podido solucionar: El económico. Estamos describiendo un aspecto que, muy fácilmente, se conecta con la problemática de las barras, si pensamos en asuntos como las disputas por el control de dichos pases, o por las implicaciones que conlleva el traspaso de un futbolista-estrella de un equipo a otro.

Y en este contexto, se produce fácilmente el encuentro problemático –con dimensiones culturales–, entre los equipos de fútbol, los ídolos o jugadores costosos y las barras, cual es el de asumir la posibilidad de la derrota o la pérdida de un partido o de un campeonato. Porque ser perdedor es lo peor que puede sucederle a un deportista, a un empresario, a un equipo y a una barra. Ser perdedor, a la luz de la cultura propia del modelo de economía de mercado, hoy dominante, representa portar algo así como un estigma, porque entre otras cosas, y como lo hemos señalado en ocasiones anteriores, ya ni siquiera se acepta el vocablo de perdedor: Y lo más triste, se le llama fracasado, con toda la carga social y cultural que ello representa.

El reto que tenemos ante nosotros es que el deporte se convierta en otro referente para enfrentar la crisis de una sociedad como la nuestra, incluida la crisis institucional y su poca credibilidad o el poco respeto que se tiene para con la autoridad. No olvidemos que debemos aprovechar del deporte el gran atractivo que lo caracteriza, como es la de contribuir a la formación ciudadana de los seres humanos mientras los divierte, lo que no ofrece otras formas educativas, muchas veces más asociadas con la apatía.

c. Deporte e identidad. Hoy en día carecemos de la necesaria profesionalización de quienes deben ejercer el verdadero liderazgo deportivo, reconociendo las excepciones existentes.

Tenemos funcionarios y tenemos directivos que llegan muchas veces a los cargos de dirección, ya lo sabemos también, por compromisos políticos y burocráticos, pero que están de paso. Y que no tienen el compromiso, ni la capacidad de trazar directrices o políticas, de avanzar para que el deporte sea una práctica tan importante en la sociedad y en la vida institucional como son la política, la economía y la cultura misma. Porque un país sin un deporte nacional, es un país que está a mitad de camino en su proyección interna y externa, mucho más en estas épocas de globalización y de identidades que van más allá de las fronteras nacionales.

Si preguntamos, por ejemplo, en Estados Unidos, por el deporte nacional, responderán de inmediato que es el béisbol, a pesar del auge de deportes como el baloncesto, el boxeo y el denominado fútbol americano. Lo propio ha de suceder en Venezuela.

Pero si preguntamos en Colombia por el deporte nacional, nos encontramos con una situación contradictoria, o al menos poco clara: por mandato legal del año 1995, el deporte nacional es el tejo, dado su arraigo histórico, en especial en el altiplano y su expansión a otras regiones del país. Sin embargo, tenemos deportes como el fútbol, con gran capacidad de convocatoria, aunque no se han logrado títulos significativos, salvo algunas conquistas de alcance relativo. Está el ciclismo, con su amplia estela de logros de pedalistas vinculados a equipos formados por deportistas de varios países y financiados por grandes empresas, algunas multinacionales. Y para rematar, existen deportes que, si bien no tienen una acogida generalizada, vienen brindando importantes triunfos internacionales; me refiero, por ejemplo, al patinaje y al bicicross, deportes en los cuales nuestro país es reconocido como una de las grandes potencias mundiales.

Tenemos, pues, al frente una necesaria discusión de alcances políticos, culturales, institucionales y deportivos, la cual debe llevarnos a definir con mayor claridad la relación que, a la luz de dicha realidad colombiana, debe establecerse entre deporte e identidad. A propósito de este vínculo, es necesario dar una mirada hacia las barras del fútbol, porque desde fuera de ellas es muy fácil definirlas, lo mismo que a sus integrantes, de acuerdo con lo que hagan antes, durante o después de un partido.

Escuchamos a ciertos periodistas y/o locutores deportivos que piensan haber definido el problema y el mundo cuando califican a sus integrantes como un conjunto de desadaptados. Y en realidad, el asunto es mucho más complicado. Porque si queremos conocer un problema, primero debemos adentrarnos en el espíritu de quién es el sujeto de ese problema, de ese fenómeno. Y en ese caso preguntarnos por qué un joven o un adolescente se sienten tan a gusto en una barra.

Es decir, qué le hace tener sentido de pertenencia y, diciéndolo en sentido metafórico, aunque es muy frecuente que varios de sus miembros lo asuman al pie de la letra, qué lleva al muchacho a hacerse matar por la barra. Vivir en función de la barra toda la semana, comunicarse con sus compañeros, y hasta con sus rivales o enemigos del compromiso siguiente, asistir a determinadas actividades, visitar ciertos sitios de la ciudad y disponerse para movilizarse al lugar en donde jugará el equipo de sus amores, son interrogantes para los cuales debemos tener respuestas satisfactorias que solo emergerán mediante una investigación sistemática sobre estas organizaciones.

Tenemos todavía una respuesta muy genérica frente a estos aspectos: la identidad, es decir, el sentido de pertenencia, es lo que nosotros tenemos que empezar por comprender o reconocer, para empezar también a comprender el fenómeno y, sobre todo, para ver cómo los incorporamos a la sociedad, aunque no sabemos si decirlo en sentido contrario, o sea cómo ellos nos incorporan a nosotros, porque este es un país, por fortuna y en medio de todo, de esperanza. Con todo y sus problemas, Colombia hace parte de los países jóvenes, países que forjan ideales y sueños ante el oprobio y la incertidumbre.

Tenemos que reconocer, en síntesis, que lo que se expresa en estas organizaciones, sin caer en la apología per se de la violencia, es una manifestación de identidades. El muchacho no está por obligación, no está por conseguir dinero, sino que está porque se siente a gusto, se siente activo, se siente, sobre todo, tenido en cuenta, reconocido. Muchas veces sucede que ni en el colegio, ni en la escuela, tampoco en la familia, él se siente reconocido por quienes le rodean. Entonces la barra es la alternativa, es el parche, como dicen ellos. Eso es lo que nosotros tenemos que analizar.

Tenemos que avanzar en ello, sobre todo para que trabajemos en una nueva figura de lo que es el país, como una especie de panorama que caracterice lo que es este. No solamente lo que ya mal que bien conocemos, sino lo nuevo, lo que está surgiendo, lo que se está forjando. Pero entonces no para definirlo desde fuera, con nuestros prejuicios, sino para reconocerlos a partir de lo que realmente ellos son y de por qué están ahí.

Pero lo que está de por medio es ese reto en términos de comprensión de un fenómeno con amplio soporte y potencial cultural, pero también mediático-global (en nuestro tiempo las identidades también se entrecruzan más allá de la ciudad, del departamento, del país, de la región y del continente). Es un reto inmenso, como es el potencial que cargan las barras, con esa fuerza movilizadora que puede conmover un territorio específico en un momento determinado. ¿Cómo reflexionar esto desde la escuela? ¿Cómo pensarlo en las organizaciones sociales? ¿Cómo hacerlo desde la institucionalidad y más allá de ella? Todo ello no para cooptar ni institucionalizar, sino para comprender esas energías que alcanzan a dar identidad a un grupo social, potenciando o aplacando rebeldías, tan presentes entre la juventud.

Existen grupos del poder que han comprendido tal fuerza, y actúan sobre ella, no siempre con propósitos nobles, y el espacio es tan amplio que otras muchas miradas podrán encontrar terreno fértil para potenciar el goce, la diversión, la amistad, la recreación, etcétera, antes que la mercantilización de un deporte y la utilización de su fanaticada.

 

 

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Autor/a: Gonzalo Medina
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