I
Sin desconocer este vértigo de youtuber primíparo y alelado, te cuento que continuar estas reflexiones mirándonos a la vez en el espejo negro (Black Mirror) de nuestro experimento audio-visual –colgado en la plataforma de desdeabajo– me resulta fascinante […] rarísimo y obsesionante en psicodélica simultánea. Como un atractor extraño la imagen se des-fragmenta en anomalías pictóricas propias de la impropia estética del glitch-art, como la imagen que incluyo y que adorna y (nuevamente) enrarece, desdibuja, metamorfosea el ardid y el encanto negro del nombre propio.
Y más en este gubernamentalmente decretado internet por cárcel.
Hermano, ahora es La escritura de Dios de Borges la que se me presenta en sueños y en la semi-vigilia del teletrabajo y la screen-addiction global. Recuerda que en ese micro-relato el protagonista es un indio hechicero confinado con un tigre en una celda sin suscripción a Netflix. Pobre man!!!
En tal claustrofobia el sacerdote maya, en vez de entregarse al resentimiento y la melancolía –como me pasa a veces por estos días (en su caso es ‘apenas’ su mundo, su gente, sus magias, toda la riqueza incomprendida de su cosmovisión la que ha desaparecido en un parpadeo), decide recordar uno de los atributos del dios y recrear la sentencia que pondrá fin al universo conocido.
¿Te suena familiar?
Un puro argumento de film (post)apocalíptico tan corona-víricamente pertinente ahora. Lo cierto es que el enclaustramiento genera visones, como a las monjas místicas, a la población carcelaria, o a Ryan Reynolds en Buried (Sepultado, dir. Rodrigo Cortes, 2010, todo el film transcurre en el ataúd en el que se encuentra inexplicablemente metido) tanto como a los practicantes de la ‘sensory deprivation’, y en un encadenamiento vertiginoso de sueños dentro de sueños dentro de sueños que haría sonrojar a Leo DiCaprio en Inception, logra y pierde el objetivo en un mismo desmedido momento.
Así extraño las pintas del remedio en las tomas de yagé con el taita Víctor, así me imagino la insurrección onírica que mencionaste en el video (ojalá no tan aparatosa como las acrobacias del cyber-sex según las cada vez más prósperas web-camers), y así me entrego a la poética psicótica y curativa de un instante que es todos los instantes, como también le ocurre a Borges en el sótano mohoso en que contempló el Aleph.
De ese susto mayúsculo y quién sabe si epifánico, revelador o mesmérico, me traslado al rostro que enfrenta Próspero, el protagonista de La máscara de la muerte roja de Edgar Allan Poe, que pretendiendo sustraerse de la plaga la convoca en su atuendo más putrefacto. O el anciano en la Peste escarlata de Jack London llorando la aniquilación de la humanidad por un virus en 2013. ¿Visionario Poe? Quizá, pero mucho más Jack London escribiendo en 1913 de forma anticipatoria el estallido enfermante no solo unos pocos años antes de la súper-gripa española, sino adelantándose casi un siglo a la irreversible caída de este ciertamente caduco modelo civilizatorio.
Entonces, ¿resistencia a través del arte? ¿o de qué sirve aquí leer a Poe o London e invocar las ceremonias de yagé atrapados en los condicionamientos vírico-médicos dominantes? Eso te pregunto Paulo, cuando para mí es la línea de fuga a la ya perdida para siempre ‘normalidad’ la que vale la pena potenciar desde los rediseños sensibles que experimentamos leyendo a esta gente.
¿Y escuchando qué? […] como un ominoso soundtrack del contagio aeróbico, no creo que haya una infecto-música más precisa que el dark ambient para fabricar la atmósfera de zozobra, incertidumbre e inquetud hipnótica de esta paranoia reinante. Pero ya me dirás vos qué es que andas escuchando.
Eso sí, de cine esta vez no me preguntes, porque de la epidemia de sonámbulos crímenes que enfrentó el detective Freud, en la serie homónima de Netflix, menos psicoanalítica que talismánica y brujeril, a los irrisorios desarreglos de un Joker que nunca salió del hospital mental (de acuerdo a una posible interpretación de la película de Todd Philips, todo transcurre en la mente de Arthur Fleck, como el sospechoso romance con la morenita de al lado, desbocado deseo de incel en celo) de verdad abundan los inmuno-deficientes ejemplos.
Ya buscando despertar de este largo capítulo de Black Mirror, Dark o Twilight Zone, me despido casi oyendo el estallido de esta frágil burbuja perceptiva (Castaneda) y enfrentando la borrosa realidad de una ciudad abandonada como dios y toda película de zombies mandan.
II
Creo que no es mera coincidencia que, en La escritura de Dios, Tzinacán, el indio hechicero del que hablas, mago de la pirámide de Qaholom, sea el propio Jorge Luis, quien alguna vez, le contó a Juan Rulfo, que su abuelo decía no llamarse Borges. Su verdadero nombre era secreto y, como la literatura del nieto, pareciera volver espectralmente del mundo Azteca, que dicho sea de paso, es uno de esos espolones que nos une en estilo. Y es que, en efecto, Jorge Luis le dijo a Juan que tenía la sospecha de que su antecesor se llamaba Pedro Páramo y, en consecuencia, él vendría siendo una reedición de lo que Rulfo escribió sobre los de Comala. Ahora, si de suscripciones se trata, tampoco considero coincidencial, que Tzinacán estuviera suscrito al linaje de los destinados a descubrir la sentencia mágica que escribió Qaholom el primer día de la Creación, tan necesaria en medio de esta pandemia, si consideramos, que aunque nos permitiría conjurar males, desventuras y reyertas, tampoco sería pronunciada.
Ni quiero ni estoy descalificando a Netflix, de hecho, ayer vi Shutter Island (basada en la novela homónima de Dennis Lehane), donde los bucles oníricos de los que hablas, vuelven a poner a DiCaprio como actor principal. En secuencia lenta, cuando añoro montar mi bicicleta y subirme al Alto de Patios, la claustrofobia inducida por la administración del hospital de Ashecliffe, donde transcurre la trama de la película de Martin Scorsese (2010), rememora estos días de Covida-20. Aunque para ser sincero, la sensación se difumina vertiginosamente, cuando pinchando la burbuja de la comunidad académico-oenegera, pienso en las indígenas desplazadas, en las prostitutas del Santa Fe, y en las habitantes de calle.
Notarás, entonces, que estos panegíricos a Borges me resultan singularmente hospitalarios, una suerte de espectrología musical, si evocamos los fractales sonoros de Mixing Colours de los hermanos Eno (Roger y Brian, Opal-Deutsche Grammophon-Universal, 2020), que podría catalogarse como música-glitch, si consideramos que Roger le fue enviando los cortes a Brian y éste los fue alterando hasta ensamblar la calma. Diríamos que vamos del dark al ambient. Aunque no a secas, porque a diferencia de tu padre, Juan Valencia (Qepd), el musicólogo más exquisito que jamás haya conocido, no tengo recelo en pasar de Embryo a Spinetta, de Philip Glass a Awatiñas, o de Hiromi Uehara a los Gaiteros de San Jacinto.
Pero bueno, de esta política de la amistad, mi tecno-inducido diario de campo, registra entre sus notas, que la catástrofe mediada por Pedro de Alvarado, el carcelero genocida de Tzinacán en el cuento de Borges, queriendo hurtar los tesoros escondidos del mundo de Qaholom, terminó poniendo en crisis su temporalidad. El Taita Efrén Tarapues, nos ha enseñado que la empresa colonial, además de saquear el oro y la plata de las Américas, robó el tiempo de los pueblos indígenas. Se trata del tiempo de las pintas político-yageceras del Taita Víctor que dices extrañar, ciertamente insurrectas, si pensamos en las empresas farmacéuticas que hoy compiten a tiempo de reloj por desarrollar la vacuna para el covid-19. Tan insurgentes que, mientras dichas empresas han estado generando enfermedades, pensemos en el film Sicko de Michel Moore (2007), un levantamiento de Mamos, Jaibanas, The Wallas, Taitas y Mamas, por mencionar a algunas de las autoridades médicas de los pueblos indígenas, han estado dedicadas a prevenirlas.
La dimensión de horror de la peste, en la que Próspero es cazado por La muerte roja de Allan Poe, resguardado en la asepsia febril de su palacio, comparece con una vigencia inusitada si retornamos a la cosmología de la obra de Howard Phillips Lovercraft como una reacción al mundo industrializado de su época: De un lado, en las actuales circunstancias, la privatización del sistema de salud es la literatura de terror mas conspicua; del otro, la debacle ambiental demuestra que la especie humana, tal como lo había anunciado Lovercraft, está en riesgo de extinción. Ni el espectro de La muerte roja de Poe es una pesadilla de ficción; ni la naturaleza con su vitalidad transformadora es pasiva: momentos sísmicos, huracanes, incendios forestales, inundaciones, etc., muestran que el fantasma está entre nosotros y que puede seguir estando sin nosotros. A propósito de estas alusiones, escuché a Fabián Ludueña Romandini sostener que hay que pensar la catástrofe sin catastrofismo.
El universo onírico de las cosmologías del sur con toda la dimensión política de este nuevo Pachakutek (quechua., transformación radical respecto al pasado inmediato, revolución que retorna y proyecta el futuro) ha sido sin duda el bálsamo que ha aromatizado este tiempo. El día de mi cumpleaños visité muchos sueños, no sé si ello tenga que ver con que estuve repasando unas páginas de Jodorowsky sobre el sueño lúcido. Soñé con personas entrañables a las que no puedo ver. Anteayer, en una nueva visita onírica, sostuve una larga conversación con Silvia Rivera Cusicanqui en una lengua desconocida. Pareciera un buen momento para la experimentación, eso sí, sin pretender la iluminación. Filmando La montaña sagrada (1973), poseído por el personaje del Maestro, figura diversa entre Gurdjieff y el mago Merlín, Jodorowsky descubrió que una distancia corta separa al gurú del tirano. Con la Cruz del Sur, en el here-and-now, la realidad es más danzarina que borrosa.
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