Al encierro para prevenir la propagación del coronavirus causante del covid-19 entramos de golpe y porrazo, sin ninguna preparación, cuando los cuerpos y las emociones de las mujeres estaban aún atravesados por el entusiasmo feminista, autoconvocado para exigir libertad corporal y colectiva y el surgimiento de otra historia. Cuatro meses después, la emergencia sanitaria se quiebra con un estallido callejero mundial contra el racismo de los estados y sus órganos represivos. En un caso y en el otro, se cuestionan los símbolos del sistema: grafitear los monumentos del patriarcado que se otorga el derecho a no visibilizar siquiera la presencia femenina y derribar las estatuas de los padres de la patria racistas y esclavistas son características de la potencialidad transformadora de estas manifestaciones. La violencia contra los cuerpos concretos de la discriminación sexista y racista ha detonado respuestas masivas que permiten vislumbrar cambios en las relaciones económico-sociales, mediante un accionar contra las jerarquías políticas.
La ciudadanía estadounidense, las mujeres del mundo, los migrantes subsaharianos en Europa, les activistas antirracistas, la disidencia sexual, les ecologistas que insisten en la imposibilidad de un crecimiento ilimitado no puede tolerar más la violencia de los agentes de Estado, como la policía que en Minneapolis asesinó a George Floyd en un alarde de prepotencia de grupo, ni la impunidad que otorgan a quien comete violación, acoso, maltrato y feminicidio.
Crece el malestar de las mayorías contra un sistema que va colapsando desde sus organizaciones político-financieras más complejas hasta las más sencillas, como la pareja. Y contra el individualismo, cuya finalidad última es el aislamiento social de las personas que no tienen con quien resolver la disyuntiva ética que les causa el conflicto entre la acumulación capitalista y la vulnerabilidad de la vida. El modo de producción capitalista es devastador y el manejo que se ha hecho de la epidemia de coronavirus ha buscado ocultar sus vínculos con ciudades hacinadas y una destrucción ambiental que favorece las zoonosis.
En 2020, hemos atravesado meses de incertidumbre, de promoción del miedo al otro como vehículo de transmisión de una enfermedad potencialmente mortal y de informaciones titubeantes y contradictorias sobre las características del virus, la prevención del contagio y la cura de la enfermedad. Para evitar que se impusiera un debate abierto sobre el gasto público y el pago de impuestos justos en favor de la resolución de todos los servicios y la consiguiente despatriarcalización de las relaciones de cuidado, el sistema ha desviado la atención de la ciudadanía hacia la obtención de una vacuna como única esperanza de volver a la “normalidad”.
Las mujeres, las personas negras, las y los migrantes y muches disidentes sexuales se cuestionan fuertemente si la normalidad de un sistema competitivo es donde quieren volver. ¿Acaso no implica picos de calentamiento global, ríos contaminados, multimillonarios que controlan la Organización Mundial de la Salud a través de sus financiamientos, otros que fantasean con invadir Marte, privatización de la salud, vulnerabilidad de los barrios populares, desigualdades, desempleo, deforestación, falta de empatía, feminicidios, racismo? Su interés político y vital no aspira a un regreso a esa normalidad, sino a una alternativa ecológica, solidaria e igualitaria a la norma ecocida y explotadora del capitalismo
De marzo a junio de 2020, el mundo ha sido testigo de la disminución del 25 por ciento de las emisiones de efecto invernadero por la suspensión de la actividad industrial china, a su incremento por la vuelta a la producción utilizando el más sucio y barato de los combustibles fósiles, el carbón. La esperanza de que, una vez confinada, las personas reflexionaran sobre la urgencia del cambio en sus patrones de consumo para dejar de producir desperdicios se vio frustrada por el incremento de las compras por internet. El posicionamiento de una cultura del control de los cuerpos de las personas mediante mecanismos de vigilancia cibernética se ha aprovechado del miedo a la libertad de las personas, convertidas todas en posibles agentes de contaminación.
Paralelamente se han fortalecido algunas tendencias al crecimiento de la extrema derecha en el mundo. Del represor Juan Orlando Hernández en Honduras al Centro Democrático colombiano, de Trump en Estados Unidos al populismo lepenista en Francia, de la Liga en Italia a Vox en España, de Jair Bolsonaro en Brasil a Rodrigo Duterte y su mano dura en Filipinas, del fundamentalismo hinduista de Narenda Modi al gobierno autoritario de Vicktor Orbán en Hungría, del dictador turco Tayyip Erdogan al gobierno golpista ucraniano, la aparente heterogeneidad de la nueva derecha revela características comunes: algunos casos de rupturas autoritarias con la institucionalidad (Honduras, Turquía y Hungría, Bolivia), políticas de exclusión social, apelaciones al militarismo y la persecución policiaca, criminalización de las minorías, nacionalismo exacerbado, xenofobia, aporafobia. Sobre todas las actitudes de la nueva derecha, la que destaca con una vehemencia brutal es el odio a la liberación de las mujeres, el cambio en las relaciones sociales que ellas promueven, la articulación que han logrado entre la historia colonial y la violencia sexual y racista. Para reconocer la deriva derechista de un gobierno hoy es suficiente ver cómo atiende las demandas de las mujeres.
Ahora bien, las mujeres que han tenido que convivir obligatoriamente con hombres potencialmente violentos han denunciado el incremento de la violencia doméstica en un porcentaje del 51 en Colombia, 50 en Brasil, 39 en Argentina, 80 en México (según el número de llamadas realizadas a los números especiales de atención a víctimas). Podría decirse que han visto cómo se agravaban los síntomas de la pandemia continental: la violencia de género. El confinamiento ha provocado un regreso al lugar de donde las mujeres intentan salir: una casa que aprisiona, por lo general reducida y con pocos servicios, donde hay incertidumbre por el trabajo, la comida, miedo a contraer el virus y donde la mayoría de las tareas les corresponden según usos y costumbres que es peligroso cuestionar cuando no se tiene dónde huir. El trabajo invisible de la jornada doméstica no tiene una regulación que delimita espacios de privacidad y tiempos de descanso, pero el trabajo remunerado desde la casa padece de los mismos defectos. La intensificación de las tareas de cuidado ante el cierre de escuelas y centros de atención se ha sumado al teletrabajo, la atención a las emociones de pánico y ansiedad de amigas, amigos, familiares ancianos y dependientes y la necesidad de prevenir el incremento de los brote de violencia de los hombres con los que se comparte obligatoriamente el espacio. El resultado es cansancio que en cuatro meses se ha vuelto crónico, afectándoles la salud.
Sin embargo, no se han detenido los cacerolazos, los foros virtuales, las denuncias de corrupción contra los responsables del saqueo y pauperización de la medicina pública, las redes de apoyo no institucionales a mujeres y niñas víctimas de violencia doméstica. Y se han acompañado de una increíble intransigencia femenina a los controles que, con la excusa de informar sobre el covid-19, se han inyectado en el 99 por ciento de los teléfonos celulares del mundo por las empresas Google y Apple, a través de una “actualización”. Las mujeres informadas de la treta han desactivado en masa ese sistema de control social individualizado.
Las consecuencias sociales del virus a largo plazo nos son todavía desconocidas. Hay mujeres encerradas en sus casas que denuncian a los vecinos y los transeúntes y mujeres que han organizado comedores populares y redes de distribución de alimentos entre la población más necesitada. Brigadas de preparadoras de alimentos en casa, por lo general mujeres mayores o con enfermedades que deprimen sus defensas, se trenzaron con brigadas de distribuidoras en los alrededores de los mercados donde, en México y América Central, se congregan las personas deportadas de Estados Unidos que no pueden volver a sus comunidades, cerradas para protegerse del contagio.
Los debates sobre qué son y qué importancia tienen los trabajos indispensables para la vida de una comunidad se han multiplicado entre las feministas, destacando las reflexiones de las economistas y las ecofeministas sobre el éxito social y no económico de la agricultura local de producción de alimentos, de los talleres de interés general, de las labores de cuidado de personas y redes sociales. La agricultura local implica el trabajo de cuidado de la tierra y de la alimentación popular realizado por mujeres que, sin embargo, no tienen más del 18 por ciento de los títulos de propiedad de la tierra en el continente. Los trabajos de cuidado producen riqueza en vínculos y desbaratan la soledad individualista y las sociopatías que la acompañan y que son el caldo de cultivo de la extrema derecha.
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