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Cuando Caín viste el uniforme

Cuando Caín viste el uniforme

Veréis llanuras bélicas
y páramos de asceta
–no fue por estos campos
el bíblico jardín–:
son tierras para el águila,
un trozo de planeta
por donde cruza errante
la sombra de Caín.

Antonio Machado

 

Las imágenes de los cuerpos uniformados de un grupo de policías, torturando hasta el desfallecimiento el de un ciudadano inerme que clama por su vida, o el lanzamiento a un río de Anthony Araya, joven protestante chileno de dieciséis años, empujado desde las barandas de un puente por un efectivo policial, deben llevarnos más allá de la natural y lógica indignación que esas escenas cruentas nos despiertan. Pues son apenas, pese a su dureza, tan sólo un reflejo del avasallamiento de una institucionalidad que busca el disciplinamiento y control, ahogándonos literalmente en el caso policivo, y veladamente a través de una normatividad panóptica que hace seguimiento y regula todos y cada uno de nuestros movimientos. El “no puedo respirar” del afroamericano George Floyd como última expresión de una vida perseguida, o las diecisiete veces que Javier Ordoñez, taxista y estudiante de derecho colombiano, exclamó suplicante: “por favor, no más”, son materializaciones visibles del límite al que quieren llevarnos las estructuras de poder que buscan socavar las esperadas reacciones que ya provocan las desigualdades crecientes y la negación a un margen razonable de certidumbre sobre el mañana.

La violencia policial como problema de salud pública

La Asociación Estadounidense de Salud Pública (Apha, por sus siglas en inglés), considera que la violencia policial debe ser incluida en su esfera de acción, pues las consecuencias de su práctica cumplen con todas las condiciones que permiten calificarla, sin duda, como “problema de salud pública”. Las cifras muestran que en la última década alrededor de 1.100 personas mueren anualmente como consecuencia de acciones policiales, siendo la sexta causa de muerte de los varones entre 25 y 29 años, mientras que en 2018, último año de cifras consolidadas, 85 mil personas sufrieron heridas en esos procedimientos. Los comandos Swat (Armas y Tácticas Especiales, por sus siglas en inglés), que son cuerpos policiales de élite para enfrentar situaciones “especiales”, y están armados con fusiles de asalto, rifles de francotirador y materiales antidisturbios, en 2015 realizaron 50 mil redadas que no son otra cosa que asaltos a viviendas, según las describe la Escuela de Estudios de Justicia de la universidad de Kentucky.

El peligro creciente que para los civiles representan las instituciones policiales es un hecho generalizado y aceptado en el mundo, y va en aumento en lo corrido del siglo XXI. En Colombia, la Liga Contra el Silencio, señala como desde la creación del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) en junio de 1999 hasta la actualidad, pueden documentarse cuarenta y tres muertes en actuaciones en las que dicho escuadrón ha participado. La pérdida de ojos de los protestantes, que saltó a primer plano y evidenció la ferocidad de la represión en Francia contra el movimiento de los Chalecos Amarillos, no demoró en hacerse común y también extenderse a países como Chile y Colombia, testimoniando que la violencia contra las manifestaciones de descontento social serán la norma, pues la institucionalidad dominante ve en el marcaje de los cuerpos otra herramienta para aterrorizar a los demandantes de mejores condiciones.
Según la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (Wola), desde el 2001, luego del derribo de las Torres Gemelas, las Fuerzas de Operaciones Especiales han sido más que duplicadas, y su participación en el extranjero a través del programa de capacitación conocido como Entrenamiento de Intercambio Conjunto y Combinado (Joint combined exchange training, Jcet) fue intensificada, mayoritariamente en Latinoamérica. Los entrenamientos, que son asimilados a ejercicios conjuntos, apuntan a practicar combates urbanos, recolección de información y control de disturbios.

La Unidad táctica de operaciones policiales (Utop) de Bolivia, tuvo un papel central tanto en el golpe de Estado contra Evo Morales como en la represión de las manifestaciones de los simpatizantes del gobernante depuesto, con un saldo de por los menos 32 muertos. El amotinamiento policial iniciado en Cochabamba el ocho de noviembre de 2019, y que fue extendido al resto del país en los días siguientes, fue el hecho decisivo para que las fuerzas armadas en su conjunto obligaran a Morales a dejar la presidencia y presionaran su exilio. Al frente del levantamiento estuvo el comandante general de la policía boliviana, Vladimir Yuri Calderón Mariscal, quien en 2018 había sido presidente de una extraña y opaca organización denominada Agregados Policiales de América Latina en Estados Unidos de América (Apala), con sede en Washington D.C., que según artículo de Jeb Sprague, periodista de The GrayZone, mantiene una relación de cooperación permanente con organismos como la DEA y el FBI. Sprague, llama la atención no sólo sobre Calderón Mariscal sino sobre Héctor Iván Mejía Velásquez, ex comisionado general de la Policía Nacional de Honduras, otro de los miembros más activos de Apala, y señalado de haber dirigido represiones violentas en su país en agosto de 2009 y septiembre de 2010.

El otro actor central del último golpe de Estado en Bolivia fue el general Williams Kaliman, jefe de las Fuerzas Armadas de ese país, y entrenado en Western Hemisphere Institute for Security Cooperation (Whinsec), nombre dado desde 2001 a la Escuela de las Américas, tristemente célebre por haber formado a los dictadores latinoamericanos de la década de los setenta. La Whinsec, está adscrita al Departamento de Defensa de los Estados Unidos, y como su antecesora, es el núcleo principal de formación de los oficiales latinoamericanos que son candidatos a asumir los roles de comando de los ejércitos y policías del subcontinente, y que conjuntamente con el adiestramiento que el Ejército Sur de los Estados Unidos (Arsou-Th) imparte para el Combate contra el crimen organizado transnacional (Ctoc), conforman el nuevo marco en el que son adoctrinados policiales y militares y en el que el enemigo interno ha sustituido al comunismo internacional como el objetivo a destruir.

De la defensa nacional a la seguridad interna

El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, amenazó con utilizar el ejército para disolver las protestas desatadas a raíz de la muerte violenta de George Floyd, invocando la Ley de Insurrección de 1807, que fue utilizada por última vez en 1992 para controlar las manifestaciones de rechazo a la absolución de cuatro policías de Los Ángeles que habían literalmente molido a golpes al automovilista afroamericano Rodney King, y que tuvieron un saldo de 63 muertos y cerca de dos mil heridos. La dilución de las diferencias entre ejército y policía ha ido aumentando en aquellos países donde realmente hubo una clara distinción entre sus funciones, pues en países como Colombia las labores de la defensa nacional, propias de los ejércitos, han tenido muy poca importancia en comparación con las de seguridad interna que los militares han terminado desempeñando, mientras que el trato represivo a la protesta social –dado que la identidad del Estado fue definida desde siempre en función del enemigo interno–, ha hecho de la policía una institución con tinte fuertemente militar, indiferenciando las dos instituciones. Un ejemplo clásico de la fusión misional y operativa de las dos fuerzas en Colombia es la llamada Operación Orión en la Comuna 13 de Medellín, durante el gobierno de Uribe Vélez –siendo ministra de la defensa la actual vicepresidenta Marta Lucía Ramírez–, en la que además del ejército y la policía tuvieron participación directa fuerzas paramilitares. El saldo estimado de la operación fue de 88 personas muertas, 80 heridos, 92 desaparecidos y cerca de 400 detenciones arbitrarias.

El fin de la llamada Guerra Fría, y los cambios en las tensiones geopolíticas que marginaron el comunismo como el peligro más importante de los gobiernos que giran en la órbita del poder estadounidense llevó a engendrar como amenaza principal el “terrorismo”, centrado inicialmente en el accionar de los grupos radicales musulmanes, que luego del 11 de septiembre de 2001, con el derribamiento de las Torres Gemelas, dio cuerpo material al discurso del “choque de civilizaciones” que había formulado el politólogo norteamericano Samuel P. Huntington, y que está inscrito en el trato policivo a la migración y el reforzamiento de la xenofobia.

El concepto de terrorismo, en su acepción de problema de defensa nacional, surge aparejado al de “nuevas amenazas”, constituidas por un amplio espectro de actividades que por no corresponder con el de amenaza convencional externa dan lugar a la mencionada fusión de defensa y seguridad, en la que la respuesta militar ya no apunta al resguardo de las fronteras sino al ataque al interior de las mismas contra agentes que pueden provenir tanto de la delincuencia tradicional como de los protestantes políticos. Policía y ejército no solamente ven superpuestas sus funciones sino que utilizan métodos indiferenciados en sus actuaciones, dando lugar a un aumento de la letalidad en contra de los ciudadanos de sus propios países.

El carácter transnacional de muchos delitos comunes por efecto de la globalización, es el otro elemento usado como argumento para la con-fusión intencionada de defensa y seguridad conducente, en consecuencia, a la militarización del orden civil. Los Estados Unidos ha aprovechado esa circunstancia para iniciar un proceso de transnacionalización de la jurisdicción de sus tribunales, al incluir dentro de las amenazas a su seguridad nacional delitos como el narcotráfico, las migraciones ilegales o el lavado de activos denominados en dólares. Caracterizar el comercio de estupefacciones como narcoterrorismo fue quizá la primera manifestación de esa nueva doctrina, que en Colombia ha servido para disfrazar ataques a las organizaciones sociales, principalmente en las zonas rurales. La academia convencional compró esa tesis y sostiene que la existencia de los grupos insurgentes en nuestro país es inexplicable sin la producción de sustancias sicotrópicas, olvidando que antes de los ochenta pretendía demostrar la subsistencia de dichos grupos como producto del “oro de Moscú”, pero, independientemente de eso, la llamada “guerra contra las drogas” sí que ha sido el acicate para profundizar en una legislación más represiva, además que sirvió para crear fuerzas parapoliciales y paramilitares que controlan amplias zonas del país, como lo han denunciado permanentemente las organizaciones defensoras de derechos humanos.

Las “nuevas amenazas” han dado pie al surgimiento, como su contraparte, del concepto de “guerras híbridas”, atribuido al periodista, analista político e integrante del consejo del Institute of Strategic Studies and Predictions, Andrew Korybko, que las define como el conjunto estratégico, que en mantenimiento del actual orden mundial, va de las “revoluciones de colores” a las guerras no convencionales, entre las que deben contarse las “sanciones económicas” y los ataque cibernéticos. La desinformación es uno de los recursos más utilizados, y cuando la aplicación de la guerra híbrida apunta no a destruir un enemigo externo sino a controlar una población, agudizar las contradicciones que pueden existir a su interior es uno de los recursos más usados, con lo que evitan que los intereses vitales comunes a todos puedan cohesionarlos.

En su desarrollo, el triunfo electoral de personajes bufonescos como Bolsonaro, Trump o Duque, por ejemplo, y en general el relativo éxito de la llamada “nueva derecha” puede ser explicado, en buena medida, porque esgrimen valores que, en algunos casos por prejuicios religiosos defienden masas importantes de los sectores populares, tal el caso de la negativa al aborto o al matrimonio igualitario, por citar dos ejemplos, o que surgidos de prejuicios socioeconómicos o culturales como la xenofobia, la defensa de la familia convencional o la noción abstracta de orden, fraccionan la sociedad e impiden acciones conjuntas de los grupos subordinados. En los países donde las diferencias étnicas o las de credo religioso son marcadas, cumplir el objetivo de enfrentar grupos dominados contra grupos dominados, parece haber sido más fácil. Son pues la intimidación por la represión violenta y el control mediante la exacerbación de las diferencias entre las clases subalternas, los elementos centrales con los que juega la represión híbrida para eliminar la insubordinación de los perdedores en la fase del capitalismo financiarizado.

¿Hermanos todos?

En Fratelli tutti, la última encíclica de Francisco, máximo jefe de la iglesia católica, este habla de la brecha creciente entre los grupos humanos, y como consecuencia de la crítica a la teoría del “goteo” de los teóricos ultraliberales –que sostenían que si en las cúpulas era acumulada una cantidad ingente de riquezas, por efecto de quien sabe que ley de la gravedad económica, parte de ella debía filtrarse hacia abajo–, termina concluyendo que “No se advierte que el supuesto derrame no resuelve la inequidad, que es fuente de nuevas formas de violencia que amenazan el tejido social”, revelando que la mayor preocupación de los estamentos de poder es la ira social causada por las privaciones extremas y que vislumbran como fuente potencial de fuertes confrontaciones sociales. Proclamar, entonces, que “Cultura del enfrentamiento, no; cultura del encuentro, sí”, debe pasar, necesariamente, por una exigencia de políticas redistributivas radicales.

Cecilia Morel, esposa del presidente chileno Sebastián Piñera, le describía a una amiga las sensaciones que le despertaban la fuerte reacción del pueblo chileno en las calles, diciéndole: “Estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena, no sé cómo se dice”, trasparentando que para las élites los protestantes son tan extraños que pueden ser calificados de alienígenas, y que en casos como el chileno o el colombiano, pueblos anestesiados por décadas, el reclamo masivo en las calles les suena a escenario de otro mundo. Por eso, María Juliana Ruíz, esposa de Iván Duque, quien funge como presidente de Colombia, declaraba que “Me asusta más la agresión ciudadana que la represión policial”, pues el paro de finales del 2019 y la digna reacción de la gente por la muerte a manos de la policía de Javier Ordoñez son un hecho inesperado, que para los que están del lado del poder aparece como agresión a su cómoda y privilegiada condición, mientras que los disparos de la policía, en inequívocas actitudes ofensivas contra los manifestantes, las ven como justas y apropiadas. Es la misma idea que sostienen los medios convencionales para los que las reacciones a la negación de derechos y a las privaciones materiales son actitudes propias de “enemigos de la sociedad”.

Las asimetrías crecientes son indiscutibles, mientras en promedio en el mundo los salarios equivalían al 11 por ciento del PIB y las ganancias al 9 por ciento en 1940, en la actualidad los salarios equivalen a un valor cercano al 2,5 por ciento del PIB mientras las ganancias ya sobrepasan el 11 por ciento. El descenso en las tasas de participación global en el empleo y la precarización de los trabajos con una informalidad en aumento, son hechos cuya tendencia es constante desde los años ochenta del siglo pasado, y que agravados con la crisis sanitaria actual permiten predecir una agitación social sin precedentes.

En esta lógica, la criminalización no sólo de la protesta social sino de la pobreza misma, empiezan a recordarnos las leyes contra el vagabundaje de los siglos XV y XVI, aplicadas precisamente a quienes habían sido desposeídos de sus medios de subsistencia en los campos y fueron obligados a migrar a las ciudades, para ser allí penalizados incluso con la muerte por buscar la subsistencia en formas no convencionales. En el siglo XIX en Colombia, la Ley del 3 de mayo de 1826 definió en su artículo 29 como vagos a los que no tenían oficio ni beneficio, hacienda o renta, así como a los que vivían de las tabernas, las casas de prostitución o mendigaban, y fueron sujetos de penalización. La violencia policial generalizada en el mundo es señal, entonces, que en defensa de los detentadores del capital, el Estado empieza a convertir en delito el desempleo y los oficios informales, y eso en las mentes de los policías, desgraciadamente, parece encontrar terreno abonado, por lo que las prácticas de adoctrinamiento y entrenamiento diseñadas contra las “nuevas amenazas” hacen de los miembros de las fuerzas armadas cuerpos de ocupación de sus propias comunidades, y de los ciudadanos de los grupos subordinados los enemigos por avasallar.

Que las imágenes de las muertes de George Floyd y Javier Ordoñez tengan tanta similitud, o que un policía de Wisconsin dispare siete veces por la espalda al afroamericano Jacob Blake, en calles de Kenosha en Estados Unidos, y un soldado colombiano mate a Juliana Giraldo disparándole también desde atrás, no son simples coincidencias, como no lo son las muerte por el “gatillo fácil” policial en Argentina o los trece muertos a manos de la policía en las protestas de septiembre de este año en Bogotá, no, no son coincidencias, existe un lazo siniestro que los une: la ideología del enemigo interno que tiene en la militarización del control social y la criminalización de la pobreza los hilos que torcidos le dan forma.

Será la disminución y no el aumento del pie de fuerza la señal de que las sociedades son más seguras, por eso deben mirarse angustiosamente y con recelo los momentos en los que el sistema aumenta batallones y escuadrones policiales, pues eso es señal inequívoca que los grupos subordinados están sometidos a las más duras condiciones, y exige de estos los mayores grados de organización y solidaridad para poder revertir la situación. La calle será, entonces, un campo decisivo en el que el movimiento social va a jugarse la posibilidad de su futuro, y de la consistencia y persistencia como la ocupe va a depender, en buena medida, que la correlación de fuerzas sufra un ajuste importante que favorezca los justos reclamos de los de abajo.

 

 

 

 

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Información adicional

Autor/a: Álvaro Sanabria Duque
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