
A grito limpio en contra de la reforma tributaria arrancó el paro el 28A. Asombroso, quienes entonaron el rechazo y llenaron las calles y plazas en su mayoría eran jóvenes que, ciertamente no pagan impuestos, o lo hacen en menor medida. Pero con su enérgico y convincente rechazo, que obligó al establecimiento a enterrar el proyecto radicado en el Congreso, quedó claro que sienten en carne propia la crisis económica que sobrecoge a la mayoría de los hogares colombianos.
Un potente rechazo que rompe la brecha espontáneamente creada entre generaciones. Un suceso que muchos padres de familia celebraron a través de entrevistas que circularon por redes, en los que comentaban con alegría y admiración la convicción con que la nueva generación de activistas dio vida a este paro, marcando con un triunfo su incursión antigubernamental.
Con idéntica energía, cientos de ellos empujaron rejas de almacenes de cadena en procura de alimentos, pero también dieron cuenta de oficinas de entidades privadas en las que ven y sintetizan el poder del capital que tanto daño causa a quienes viven al debe.
Vitalidad que trató de ser contenida a punta de bala, gases tóxicos, bombas de estruendo, garrote, y otras armas, es decir a punta de terror. Con inquina fueron perseguidos por las calles por la mal llamada “fuerza pública”, y sobre el piso fueron quedando cuerpos de alegres e indefensos retoños de vida. En Cali los asesinados se cuentan por decenas, pero también recibieron sobre sus cuerpos la acción de “la cara amable del Estado” en ciudades como Ibagué, Pereira, Bogotá y otras.
Pese al terror liberado desde las sacrosantas instituciones de la democracia formal, no renunciaron a continuar entonando exigencias, reclamos de vida digna, y en ello sus sueños de educación universitaria, de trabajo estable bien pago, denunciando el concubinato Estado-paramilitarismo, exigiendo el desmonte del Esmad, así como los privilegios de casta, de todo lo cual están hartos.
De esta manera, la renuncia al proyecto de reforma tributaria para contener ese inmenso alzamiento juvenil/popular que identifica en el de Iván Duque un gobierno de ricos y para ricos, sometido a un detestado personaje que la juventud siente e identifica con los peores males que padece el país, llega no por el peso y acción de actores sociales tradicionales sino como fruto de la masiva presencia de una nueva generación en las calles. Es así como, cual caja de pándora, la agenda de reivindicaciones queda abierta, planteándole también un reto a las llamadas organizaciones alternativas y de izquierda: asumir como propias todas estas demandas y contribuir para que más temprano que tarde sean una realidad. Y para que así sea, todas ellas deberían ser reivindicadas como prioritarias dentro de la agenda de negociación que se emprenda con el gobierno.
Voy por lo mío
“Yo siento que la gente sale a mercar, es que aquí hay mucha pobreza”. Así respondió un alcalde de un municipio de Cundinamarca a la pregunta de un periodista sobre el por qué de los saqueos a supermercados, en hechos ocurridos los días 29 y 30 de abril en el marco del paro nacional.
Una realidad vivida no solo en este municipio, sino en otros muchos, en los cuales con furia liberada miles de personas se volcaron a la calle a protestar en contra de las alzas en impuestos que traería la anunciada reforma tributaria, así como a rebuscar lo suyo, con afán individualista, sin esperar a que una posible reivindicación económica colectiva llegue como resultado final de la negociación del pliego de exigencias (llamado de emergencia) entregado al gobierno en el 2019 y precisado en sus prioridades en el 2021.
Es un proceder que resalta lo profundo de la crisis económica que afecta a la sociedad colombiana, pero también la insuficiencia de las medidas de “rescate” implementadas por el gobierno nacional y por las alcaldías para enfrentar la crisis de diverso orden potenciadas por la pandemia del covid-19,
Una reacción de furia que denota, asimismo, la desconfianza en cualquier promesa gubernamental, pero también la ausencia de una alternativa política y social que logre encausar la furia popular, ante lo cual lo que prevalece son las soluciones por cuenta propia.
Rabia con causa
Una detonación de inconformidades, de memorias colectivas, que en casos como el anotado pretende beneficios particulares, pero en otros demuestra sin duda alguna que el llamado pueblo porta en su memoria rabias acumuladas.
Desde el primer día de paro, su energía fue descargada contra todo aquello que representa al (mal)gobierno, todo aquello que le recuerda las injusticias y penurias cotidianas que no lo desamparan, pero también todo aquello que trae a su mente lo peor de los ricos, los mismos que hacen un negocio del empobrecimiento de millones.
Todo esto es palpable cuando se revisa el tipo de edificaciones atacadas, así como de otra infraestructura afectada por la acción de lo que desde arriba denominan “vandalismo” (a propósito, ¿existirá mayor vandalismo que el desplegado por los poderosos del país, que a su paso han dejado un país devastado y a millones padeciendo sus consecuencias?).
En efecto, cada día y en la medida que el alzamiento social progresaba, las municipalidades reportaban los efectos del proceder social: atacadas, destruidas o deterioradas unidades del transporte público, así como las estaciones dispuestas para abordarlo –paradoja, pero que es privado o funciona como si fuera un negocio–; atacados, incendiados o deteriorados peajes, así como CAI. Otros edificios y canales para la operación de algunas empresas también quedaron en el ojo de la furia común.
Un resumen parcial de esta acción indica que las gentes no están de acuerdo con la existencia ni con las tarifas que deben pagar por peaje, es decir, no comparten la privatización de las autopistas pues saben que en ello hay un inmenso negocio que ellas terminan pagando. Sienten que son objeto de robo cotidiano.
La información brindada por departamentos como Antioquia, Cundinamarca, Cesar, Atlántico, Valle del Cauca, Caldas y otros dan como resultado que fueron dañados 28 peajes e incinerados 11 (ver infografía con listado, parcial pág. 10).
En unidades de transporte público los incinerados suman (26), deteriorados parcialmente o afectados en menor medida –pintados– un total de 92. Un sistema que dicen es público pero que las gentes no lo sienten así, como tampoco están satisfechas con el servicio que prestan ni las tarifas que tienen que pagar por usarlo. En realidad, la demanda es que el servicio de verdad sea público y funcione como tal, no como negocio, sea privado, estatal o municipal.
Por su parte, el total de Cai afectados alcanza en Bogotá a las 16 instalaciones. En otras ciudades la cifra no es clara.
Las edificaciones públicas atacadas son varias –entre alcaldías y otras instalaciones–, pero no existe un dato consolidado sobre este tópico.
Lo mismo ocurre con el núcleo de la acumulación capitalista, el sistema financiero, resumido en los bancos y cajeros automáticos, blancos de la rabia colectiva, pero sin el reporte de sus propietarios de cuántos fueron atacados a lo largo y ancho del país.
Más allá de las cifras exactas, lo importante de este proceder de jóvenes y adultos, es que con su actuar indican que no están conformes con el funcionamiento del gobierno, que anhelan otro tipo de gobierno y de sociedad, y que tienen claro que los gobernantes y apropiadores de lo público, como de los pocos ahorros hogareños, son los causantes de los pesares que viven cada día sus familias.
Lecciones extendidas. Por ejemplo, atacan, rechazan y castigan a la policía por sus arbitrariedades cotidianas, por la violencia con que proceden cuando salen de patrullaje y requieren a uno u otro por cualquier motivo. Proceder extendido a los agiotistas bancarios, chupadores de su sangre, de su esfuerzo diario para sacar adelante a sus familias.
Como puede verificarse, son reacciones juveniles y populares que se repiten una y otra vez cuando de protestas sociales se trata. Si así es, ¿por qué no toman nota del mismo aquella clase y funcionarios para quienes va dirigido el simbólico mensaje?
Para ser consecuentes con ello, para recoger el reiterado mensaje, ya es hora de citar por parte de las alcaldías cabildos abiertos para discutir y definir con sus poblaciones qué hacer con el transporte público, qué con los peajes, qué con la Policía, qué con la administración pública, qué con los impuestos. Si de democracia directa y participativa se trata, acá tienen un reto. Lo otro es seguir administrando lo público de espalda a las mayorías.
El pacificador
El alzamiento juvenil y popular alcanzó en Cali una escala hasta ahora no conocida. La ciudad fue tomada en sus barriadas populares por quienes las habitan, en especial en sus sectores más icónicos, bien por el cúmulo de marginados que las pueblan, bien por la difundida inseguridad de la que siempre hacen eco los medios de comunicación y el mismo gobierno (como estrategia de multiplicar el miedo y ahondar el control social), bien por sus historias de construcción o de resistencias armadas que allí tomaron cuerpo en otras épocas, etcétera.
Es en esta ciudad que se desata, en la jornada de apertura del paro, una acción contra el sistema de transporte conocido como MIO, la que claramente responde a un proceder no espontáneo pero que sí recoge el sentir popular. Y luego de ello múltiples protestas alcanzan a romper el desenvolvimiento cotidiano de la urbe. Su territorio queda fracturado por decenas de bloqueos para su movilidad, de la cual depende la reproducción del capital.
La respuesta que llega desde el alto gobierno es la militarización. La ciudad pasa al control del general Zapateiro, y su alcalde queda mudo ante el trago más amargo que hasta ahora haya tenido que tragar en su devenir político: ver cómo la violencia del “monopolio de las armas” se extiende por los territorios populares, dejando a su paso una estela de muerte y dolor: al 10 de mayo, según Indepaz, 28 asesinados; decenas de heridos por arma de fuego y los impactos de otras armas y 160 desaparecidos. El terror copó las barriadas bajo la repetida consigna: “a la culebra hay que descabezarla”. Sin duda, la lectura que el alto mando del ejército realizó de lo allí vivido, así como la burocracia de la Casa de Nariño, les indicó que detrás del alzamiento social estaba la guerrilla. En esta, como en otras ocasiones, la ideología es mala consejera.
Una masacre que desnuda la esencia de la oligarquía colombiana y ante la cual, como evidencia de rechazo y oposición ante el terrorismo de Estado desatado, debió renunciar su alcalde. Sin duda, el pueblo rechazaría su renuncia y lo refrendaría en su puesto, además con mando real sobre la policía. Incomprensible su silencio, su falta de comunicación con el pueblo caleño, silencio que le pesará en el futuro, cercano y lejano.
Lo sucedido en la capital del Valle, el proceder del mando militar y el silencio, pasividad, descontrol por parte del simbólico poder civil, dejan ante nuestros ojos una lección de poder real: el civil solo rige en tiempos de normalidad, con los límites que le marcan el gobierno central y el capital local e internacional, pero en épocas de anormalidad el civil es un estorbo, dando paso a los golpes de mano, más conocidos como golpes de Estado, en el caso vivido en Cali golpe de alcaldía. Realidad ya vivida a principios de este siglo en el amplio territorio de la Costa Atlántica donde las Fuerzas Armadas desplegaron planes especiales de guerra para erradicar a las Farc y bajo cuyo control quedó todo el ordenamiento territorial. Allí, sus alcaldes eran menos que un cero a la izquierda, y quienes realmente administraban eran los mandos militares.
“Gústenos o no, hay que rodear al gobierno”
Salvar a las instituciones, este fue el mensaje enviado a través de redes sociales por un empresario durante los primeros días de mayo. El mensaje recogía dos realidades: 1. Que la desatada ofensiva del santismo contra el gobierno Duque, para golpear a través de éste a su mentor, debía terminar –acción que alcanzó eco a través de algunos medios de comunicación que de manera abierta alentaron el alzamiento juvenil y social; 2. Que la economía estaba llevando al país a sus límites, y debían aprobar el actuar violento del Estado, si así era necesario, para “poner orden”.
Y la respuesta del establecimiento no demoró en llegar: acordaron bajarle la intensidad a la confrontación, silenciar las críticas y llamar a quienes protestaban a recapacitar pues “tienen derecho a la protesta, pero no a bloquear…”.
Como parte de ello, por todos los medios de comunicación empezó una repetición de llamados a desbloquear el país. Varias ciudades estaban en riesgo de desabastecimiento de gasolina, los precios de los productos más demandados en la canasta familiar estaban disparados, los empresarios avícolas reportaban la muerte por falta de alimento de miles de pollitos, otros miles fueron regalados; la leche se perdía en las haciendas; varias cosechas también quedaban en nada. Y las exportaciones, paralizadas, con el puerto de Buenaventura sin poder recibir ni despachar más mercaderías.
Es en este momento, ante tal realidad, que el paro pierde algunos aliados. El eco mediático mete miedo, presiona para que los bloqueos terminen –dejando en el aire un clima de que quien no desbloqueé bien merecido se tiene el proceder de los militares y de la policía, es decir, legitiman la represión que vendría.
El gobierno, por su parte, consciente de que el alzamiento no responde a ningún plan centralizado por organización alguna, y que en realidad está alimentado por decenas de intereses y reivindicaciones particulares acumuladas desde tiempo atrás, entabla negociaciones con unos y con otros, alentando la atomización organizativa y social, el primero de ellos con los camioneros que tenían cerradas importantes carreteras del país; luego son atendidos campesinos con distintas reivindicaciones, pueblos indígenas asentados en diferentes coordenadas territoriales, alcanzando acuerdos parciales que trascienden en aperturas de otras autopistas. Negociaciones que aún siguen en curso, con epicentro sobre el sur del país, en especial Cauca y Nariño, donde campesinos, comunidades afro y pueblos indígenas nasa, pastos y otros levantan banderas que van mucho más allá de reivindicaciones puntuales.
La preocupación empresarial y gubernamental por su economía no les brinda tranquilidad. Las cuentas proyectadas en los ministerios tienen grises sombras sobre la anunciada (el deseo puede con todo) y acelerada recuperación económica que llegaría a finales del 2021. Según sus datos las pérdidas económicas arrojadas por el paro suman 6 billones de pesos, y cada día de bloqueo las incrementa en 400 mil millones. Esos mismos son los que los convencen que el paro iba mucho más allá de las ciudades capitales y que el país estaba roto por todos sus costados producto del despliegue de fuerza por varios sectores sociales, no siempre ni en todos los casos coordinados y con iguales propósitos.
Es un afán de negociar, asumiendo a cada sector en paro por separado, que les arroja algún fruto, el primero de ellos bajarle la intensidad a la contradicción –y conspiración– intraclase; el segundo, lograr el desbloqueo de algunas autopistas y el rodar de camiones; el tercero, a partir del eco mediático al paro sin bloqueo, permear distintos sectores sociales para que rechacen el paro, dejando abierta la posibilidad de mano –más– dura contra quienes persistan con el cierre de autopistas y vías en general.
Y al tiempo que así actúan, la negociación con el comité del paro se encamina en medio de la misma ambivalencia o dilaciones que son características del establecimiento: que sí, pero no; que las demandas son tantas que de satisfacerlas arruinarían al país; que para negociar no pueden existir bloqueos, etcétera.
Una dilación que juega con el factor tiempo, confiados en que una mayor suma de días crea más presiones sobre quienes impulsan el paro; concentrando fuerza y represión sobre sectores cada vez más específicos. Las persecuciones, amenazas, señalamientos y en general guerra psicológica gana más espacio, colocando en su centro a la juventud, en especial a la universitaria, con varios de sus centros de estudio ahora en paro.
Las presiones no son pocas. El amplio espectro social inicial del paro se achica, y sigue ausente un liderazgo que logre recoger la dispersa protesta que se mantiene en diversas ciudades, con bloqueos internos o con incremento de la protesta en horas nocturnas.
En esas circunstancias, con la mesa de negociación nacional en plena tensión de fuerzas para definir sus condiciones y mecánica, corresponde evitar que el paro entre en languidez y saber recoger los triunfos hasta ahora logrados, así como algunos otros que puedan venir de la negociación, para lo cual le corresponde a quienes tienen la vocería del Comité Nacional identificar dos o tres propósitos que sean de amplio interés social, por ejemplo tarifas de servicios públicos, renta básica transitoria, plan de empleo de emergencia para por lo menos dos millones de jóvenes, es decir, reivindicaciones con las cuales y para las cuales las mayorías estén dispuestas no solo a apoyar de palabra sino de hecho.
En ese proceso, y conscientes que la negociación no dará frutos de un día para otro, debe proyectarse y prepararse: 1) cerrar el paro con una movilización/celebración. La juventud y los sectores populares la merecen, pero además la merece el cambio de proceder político que debe caracterizar a amplios sectores del campo alternativo, acostumbrados al fracaso, al esfuerzo y no a la celebración. 2) Hacerles un homenaje a todas las víctimas del terror oficial, tanto con la movilización como con un monumento por levantar en Cali, para cuyo diseño debe convocarse por medio de un concurso que financien los sindicatos del orden nacional, en unión con algunas Ongs que tienen acceso a importantes recursos económicos. 3) En esa movilización, convocar a todo el país a la concreción de un gran diálogo nacional popular (Ver “Hacia un real, amplio y democrático diálogo nacional” pág. 2), con sesiones en todo territorio o sitio de trabajo donde se encuentre, por lo menos, media docena de personas dispuestas al intercambio de ideas y diseño de propuestas. Deliberación e intercambio de ideas que puede entrelazarse con procesos vecinos, dándole cuerpo a una red de redes, que puede ampliarse o reducirse a conveniencia de quienes la integren.
Para ir depurando estas discusiones y propuestas, a los tres o cuatro meses de su funcionamiento debería realizarse una o dos asambleas por ciudad, y a los 6 una de todo el país, en la cual se armonice todo lo discutido y se entregue a la nación el borrador del plan por una Colombia al margen de la muerte y de cara a la vida, en dignidad. Una Colombia convencida de que otra democracia sí es posible.
¡Salud! Hay que celebrar el triunfo del alzamiento juvenil/popular, y darle continuidad al paro a través del enraizamiento territorial, base humana, política, cultural y organizativa para enfrentar nuevas jornadas de lucha en el futuro próximo. Un reto irrenunciable para concretar otras muchas demandas resumidas en el pliego de emergencia.
Los corazones en la buena
(para Lucas Villa Vásquez y los demás asesinados en las calles del país)
En la calle no se baila
ni se juega.
En la calle se trabaja
se produce
se transita
¡¡¡¡Con balazos le dijeron!!!!
No te subas a los buses
No invoques con alegría el vocablo de justicia.
No se desafía el infinito
desplazándote en las barandas de los puentes
como un pájaro.
No se canta,
ni se grita en las calles,
no se bendice al otro,
ni se abraza,
y mucho menos
se le dice “en los corazones en la buena”.
Quizá, siempre mamá,
al verlos salir a las calles:
eufóricos, valientes, coloridos e indignados,
con ganas de comerse a besos,
presiente el disgusto que envenena
las voluntades de los malos.
Alberto Antonio Berón Ospina (escritor)
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