Parece que la humanidad no desea aprender de la vida cotidiana y mucho menos romper con el sistema de muerte que desde hace cinco siglos rige su destino. En unos países más que en otros.
Así parecen evidenciarlo: 1. La pandemia por covid-19, que desde hace casi dos años impacta al conjunto de la humanidad; 2. La ‘caída’ de las redes sociales Facebook, Whatsapp e Instagram, el emporio mediático del multimillonario Mark Zuckerberg, con afectación sobre por lo menos la mitad de la población global, usuaria de una u otra de estas redes, y en ocasiones de todas ellas como si fueran un solo paquete.
En el primero de los casos, una pandemia con amplio impacto sobre la salud de millones de personas, con un reporte a octubre 3 de este año de no menos de 236 millones infectadas, así como 4 millones seiscientos mil muertes como producto de la infección del virus y las numerosas reacciones que causa en los cuerpos de quienes la padecen.
Se trata de una crisis de salud pública, y con poder de potenciar otras –económica, por ejemplo–, que desnudó las consecuencias vitales que tiene para más de 7 mil millones de seres que compartimos la casa llamada Tierra el hecho de entregarles a los negociantes de las necesidades humanas aspectos centrales para la vida como la salud, pero también la educación, el agua, la energía eléctrica y otros servicios públicos.
El fenómeno también desnudó, una vez más, la manera como funcionan los medios de comunicación y las grandes cadenas que los controlan, permitiéndonos verificar de qué modo determinan las agendas noticiosas, a tal punto que, de un tema tan sustancial para nuestro presente y futuro como los caminos posibles para enfrentar la pandemia al final, de acuerdo a los intereses dominantes en la geopolítica mundial, así como los que determinan el funcionamiento e intereses de las multinacionales farmacéuticas, solo queda uno: la vacuna. Las demás opciones posibles, que pueden complementarse o no con aquella, y que descansan en las experiencias y las capacidades de los pueblos en su largo trasegar, quedan ocultas, satanizadas y al filo de la criminalización. Un solo conocimiento, una sola posibilidad de entender y saber sobrellevar la vida, algo contrario a la propia naturaleza humana.
La crisis de salud pública, de carácter global, hábilmente se oculta en las raíces de aquel predominio, así como se solapan o distorsionan, entre otros factores, las características de un modelo económico extractivista, enemigo de la naturaleza, contaminador, de manera que se padecen sus efectos pero no se ve cómo se producen ni las causas profundas que las propician.
Es esta una cadena de hechos y de acciones que pretenden impedir la deseable y necesaria reacción colectiva que confronte el sistema y estimule la construcción de otro modelo social, única opción que se abre ante el conjunto global para erigir justicia, equidad, equilibrio ambiental, convivencia con la naturaleza, y, por ese mismo conducto, poner barreras efectivas para que nuevas pandemias dejen en riesgo la supervivencia de la especie humana.
El proceso limita el conocimiento de lo que somos y deberíamos ser, facilitado por emporios como Facebook, Whatsapp e Instagram, y todos aquellos agrupados como Gafam y otros varios, los mass media en general.
Los emporios se han apropiado –privatizándolo–, en contra del interés y las necesidades de la humanidad, del fruto de largas décadas de investigación espacial que han sido financiadas con dineros públicos y que llevaron a la construcción de la Internet, así como a todo lo asociado con ella (redes satelitales, cohetería, aplicaciones de nuevas tecnologías en diversos campos del saber –transporte, por ejemplo) y materializado finalmente en las redes sociales.
El fenómeno desprendido de esta situación, a través de potentes empresas de la comunicación y del entretenimiento, con manipulación de gustos y consumos, potenciación de adicciones, deterioro de la salud mental de niños y jóvenes, sobresexualización de las niñas, potenciación igualmente de tendencias suicidas en parte de esta población, desestimulo alimentario, polarización social –fruto de la motivación de comportamientos agresivos, como de la sed de ganancias sin límite y el prototipo del ‘exitoso’ que sobrepasa a todos los demás, sin importar el cómo–, todo ello y mucho más se potencia, en el segundo caso que nos ocupa, por Facebook. Tal proceder lleva a comparar esta empresa, pero también Instagram, con las compañías tabacaleras, que tras largas campañas publicitarias lograron cambiar la percepción negativa que las mujeres tenían del consumo de cigarrillo, estimulando su adicción, enviciando –tras amplias y continúas campañas de propaganda– asimismo a personas cada vez más jóvenes, ocultando en todo momento los efectos lesivos para la salud desprendidos de este consumo.
La persona que se ocupó de recordarle estas particularidades a la humanidad, la exempleada de Faceboock Francaes Haugen, como antes lo habían hecho Snowden y Julian Assange, nos permite recordar que no estamos ante sucesos excepcionales sino ante el desempeño estructural de los emporios, siempre con su vista puesta en lograr mayor acumulación, sin importar los efectos desprendidos de ello. Pero, también, que estamos ante el despliegue y el posicionamiento como dominante, de una nueva fracción del capital, que logra imponer su lógica, sometiendo a los gobiernos y en parte determinando la globalizada agenda social. El billón de dólares estimado por la Bolsa como valor de Facebook, una sola de las empresas del emporio, así lo propicia; pero igualmente el despliegue de su algoritmo, que lleva a acumular infinidad de información y datos con los que disímiles detentadores del poder espían y controlan a millones, anulando de facto algunos de los derechos que dice tener la humanidad.
Es, en fin, un fenómeno en el cual esta multinacional y todos los otros emporios, que ahora tienen como base a China, Rusia, Estados Unidos…, se tornan en los factores que determinan la agenda mediática, en su país y en el nivel mundial. Aquellos imponen las reglas, el quién, el cómo y sobre qué pueden informar, a pesar de que la sensación dominante es la contraria. Como parte de su poder, han potenciado la sensación de que el derecho a la información es pleno y que cualquiera puede acceder a la misma, algo que choca contra el muro de la realidad, pues no podemos ejercer ese pleno derecho a la información cuando las herramientas utilizadas para construirla están privatizadas, en manos de monopolios, de los intereses de sus propietarios, como de los gobiernos con quienes establecen grandes alianzas. Vivimos en medio de una ilusión. Es así como estamos, como sucede con la comida chatarra, convencidos de que nos alimentamos cuando lo que hacemos, en verdad, es intoxicarnos.
Lo que recibimos cada día, por tanto, es un aluvión de noticias, en su mayoría de espectáculo y farándula, otras muchas especulativas y superficiales, de las cuales con frecuencia no se tiene seguridad sobre la fuente y su veracidad, ni hay forma de contrastarla. Son noticias que martillan, con la persistencia del escultor, la supuesta insuperabilidad del actual sistema económico y social, único. Un martilleo de tal persistencia ahoga a muchos poseedores de mirada crítica, que abren un interrogante ante aquello que se considera verdad irrefutable, en ocasiones tachándolos de charlatanes o fanáticos, como ha sucedido a lo largo de los casi dos años de pandemia con quienes cuestionaron la vacuna, por el hecho de que todavía no es tal, por estar en proceso de elaboración y pese a lo cual la impusieron como única vía para enfrentar la pandemia, sometiendo como ratones de laboratorio a miles de millones de personas, sin importar las consecuencias que se pudieran desprender de ello. Otras opciones, para prevenir o suavizar el contagio, simplemente fueron desechadas por no ser ‘científicas’.
Las voces en contravía se enfrentan a un poder mediático, un poder tecnológico, los monopolios, la interconexión global, la información al instante, en vivo, el simple suceso sin contexto, todo ello en cascada, a velocidad imposible de seguir por una sola persona, un manejo del tiempo tal que termina haciendo imperativa una visión totalizante del mundo, sin fracturas posibles, con sentido y valoración del tiempo en que el individuo no existe ni tiene derecho a la contemplación ni el reposo, dinámica en la cual nacen otros valores, mientras se rompe y aquel que vitalizaba el de la privacidad. Todo esto en medio de un alocado devenir en el que millones temen que, si no están pegados a la red las 24 horas del día, no solo no estar al tanto de la agenda local, nacional o global, pero asimismo no existir si no exponen con frecuencia su imagen.
Ese inmediatismo impide procesar la información, verificar sus fuentes, debatir, reflexionar, como elementos esenciales del periodismo. En esas condiciones, las multinacionales de la información, en este caso las reunidas como Gafam, y en particular el emporio al que aludimos, imponen el sentido de la información y también el de la vida, y en ella los gustos, la estética, los valores –por ejemplo, el de la riqueza, el del derroche, el del triunfo a cualquier precio–, con devaluación de la potencia de lo colectivo, de lo común, atomizando los tejidos sociales, con el efecto favorable para los poderes realmente dominantes en la medida en que les permiten ahondar sus niveles de control social y de dominio efectivo.
Queda la humanidad así a merced de los grandes poderes fácticos, sin gozo efectivo del derecho a la comunicación, para recuperar el cual es deber indeclinable que la red que posibilita la existencia y el poder de estos monopolios vuelva a manos de la sociedad global, su verdadera propietaria, en este caso como bien común.
Precisamente, lo que nos permite constatar lo ocurrido con las empresas del señor Zuckerberg, al perder el control de su sistema y salir por varias horas de la red, dejando a millones sin posibilidad de comunicarse entre sí en vivo y al instante, es comprobar que sí es posible vivir sin estas redes, que es factible gozar del tiempo, llevar vidas menos azarosas, recuperar la comunicación directa como potencia que entreteje afectos y confianzas, sin simulaciones y comunicaciones de simples símbolos, llenos de corazones que no aman y de flores que no lo son, o de puños que no transmiten energía cuando se les ve, cuando lo que necesitamos es sentirlos.
El día en que cayeron estas redes fue un día de placer, sin el acelere que impide procesar y constatar la información que recibimos, y, sin embargo, pese a ellas, no perecimos. Es posible otra comunicación sin la mediación de los monopolios, y hay que hacerla posible. Esto, por un lado, pero, por el otro, comprobamos además la necesidad de recobrar el control de nuestro tiempo, quitándole velocidad al trajín diario, a la vez que recuperar y posicionar valores cada vez más colectivos que le pongan un dique a la preeminencia de lo individual, a los youtubers como su parangón.
Es esta una recuperación de saberes, del ritmo de la vida, de privacidad, de los derechos fundamentales que dicen que tenemos pero no podemos gozar, asociada al rescate mismo del devenir de la vida toda, como lo plantea el camino para superar de manera estructural la crisis pandémica por covid-19, poniendo efectivas barreras para que no vuelva a suceder otra de igual o superior potencia, dejando en la cuerda floja a la humanidad.
Estamos en un proceso de reflexión y comprensión de los tiempos de revolución industrial que ahora vivimos y que debemos asimilar en toda su significación para que lo mejor de esta amplia transformación tecnológica a la que asistimos esté al servicio de toda la humanidad; para que tales herramientas sirvan al propósito de liberarla, y no para atomizarla y someterla; para espiarla y robarle su intimidad, para que la injusticia social deje de imperar, para reencontrar humanidad y naturaleza de manera que otras pandemias pierdan base y no se incuben; para que el interés colectivo prime sobre el individual, para que el mundo del trabajo se ajuste a los tiempos y posibilidades de todo tipo que vivimos.
Ahora un tiempo de oportunidades permite interrogar, cuestionar, problematizar, el modelo social en que vivimos, abriendo las compuertas de la imaginación y la creatividad para cimentar las bases de otro modelo posible, todo ello y mucho más debiera ser reto para todo proyecto social que aspire a un mundo en el que reine la justicia.
Es un mar de retos y oportunidades en el cual la pandemia por covid-19 y la caída por unas horas del emporio del señor Zuckerberg se constituyen en oportunidad de aprendizaje y cambio. No la desaprovechemos.
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