Vida contra capital

La grandeza de la biodiversidad que habitamos se aprecia en la inmensidad de los más de un millón de kilómetros cuadrados, a lo largo de los cuales se extiende Colombia, en alturas y llanuras, nevados y desiertos, páramos y mares, volcanes, selvas y bosques –húmedos, andinos y secos–, ríos de intenso como de manso caudal, espacios que al recorrerlos se pasa en pocos minutos del frío al calor, de los vientos húmedos a los cálidos, del sofoco del Magdalena Medio –con 38 y hasta 40 grados de temperatura, por ejemplo– a la frescura reinante en otros en los que priman los 18-20 grados –como ahora es Bogotá en buena parte del tiempo, y como otrora fue Medellín, hoy caliente como ciudad costera pero sin mar.

Ante esos contrastes destella con brillo propio el verde en sus diversas tonalidades, tantas que deslumbran a quienes vienen a visitarnos desde Europa y otras latitudes marcadas por el ritmo natural de las estaciones, países con paisajes más planos, con menos sorpresas para el ojo y el olfato. Sí, también este órgano se compromete, pues los olores que trae y lleva el viento, y que se perciben en cada una de estas regiones, son bastante distintos: dulces en unos, frutales en otras, agrios por allá, cada uno de ellos correspondiente a la vegetación que los circunda, pero también a la actividad humana que se despliega en ellos.

Colombia, país intertropical, de mediana extensión, pleno de biodiversidad, característica más palpable cinco o seis décadas atrás, cuando los bosques eran evidentes por aquí y por allá, muchos de los cuales, con el paso del tiempo –así como sucedió con parte de las selvas–, fueron transformados en extensos latifundios, potrerizados en buena medida, hasta alcanzar 40 millones de hectáreas –algunos dicen que hasta 50– desmontadas para sembrar pastizales y criar ganado vacuno, cada unidad con hasta dos hectáreas y media para moverse, mucha más tierra que la que poseen miles de campesinos sin acceso a ella o con minifundios en los que no pueden más que sembrar algo para el mercadeo, algunos árboles para ganar sombra y uno que otro pancoger.

En aquellas décadas no era extraño ver caimanes y otras especies de reptiles y fauna, habitar en las cercanías del Magdalena, como en ríos, lagos, lagunas, humedales y manglares. Tampoco era excepcional avistar grandes águilas y otras aves circundando los cielos de una y otra región. Esa era parte de la realidad. Pero también lo era encontrar aquí y allá territorios no cultivados o con pequeños sembrados, donde no se veían manadas de vacas o caballos. Eran una novedad: terrenos deshabitados, sin realce de la propiedad privada con avisos que anunciaban: “Finca o Hacienda La…”, se trataba –y así continúa siendo– de terrenos colectivos donde no reinaba la concepción capitalista sobre el trabajo, la producción, la acumulación; eran –son– resguardos indígenas y, según la cosmovisión de sus pobladores, parte de esos terrenos no se podían cultivar ni ocupar con semovientes, pues allí habitaban espíritus, los de su pueblo. Algo similar primaba en otros terrenos, propiedad colectiva de comunidades afrodescendientes.

Primaba en estas partes del país una cotidianidad distinta, de polo a polo, con la de los campesinos, terratenientes* o no, que veían en la naturaleza una mercancía, un recurso para generar riqueza, sin importar los métodos ni las consecuencias. De ahí que, en no pocas ocasiones, lo primero que hacían aquellos personajes, cuando se encontraban con un baldío, era tumbar monte, potrerizar, además de delimitarlo, demarcarle fronteras, para que no quedara duda de que era propiedad privada. Es esta una relación de uso y abuso con la naturaleza que implicó la reducción de nuestra biodiversidad, la pérdida parcial de esa virtuosidad que tenía el país –que aún conserva en algunas partes de su extensa geografía–, en la cual vemos materializada la visión antropocéntrica que por siglos primó –aún muy viva– en el mundo entero.

Es aquella una visión concretada, al extremo, por grandes y medianas empresas, así como por Estados al servicio del capital, y también de otros que se decían opuestos a este– que veían en la naturaleza un coto de caza: allí y acá penetraban –y siguen haciéndolo– las entrañas de montañas para extraer oro o montaban dragas sobre ríos para sacar los cotizados brillos, aquel Dorado, de sus entrañas. En otros lugares, penetraban con taladros esas entrañas para que fluyera por tubos el oro negro; más allá era el carbón el que desquiciaba sus mentes, que solo pensaban –piensan– en monedas y billetes. Pero era –es– mucho más: se trataba –se trata– de tumbar monte para el monocultivo de caña, algodón, plátano, café (en tiempos más recientes, palma africana, coca, marihuana, aguacate hass…), acabando con la diversidad que siempre le había inyectado vida a una y otra región. Y al ocurrir así, salían de allí espantadas –si sobrevivían– infinidad de especies animales.

Es ese antropocentrismo el que retrata de manera franca Eustasio Rivera en la página 12 de esta edición, al dibujar con sus letras la relación de sometimiento y muerte que ha impuesto la visión occidental humano-naturaleza, reduciéndola a objeto, recurso, instrumento… Es esa visión la que hizo de la tierra, entre nosotros –desde la época de la Colonia–, un factor de poder, botín de guerra, recurso de uso y abuso; espacio para realización de sueños pero también de padecimientos para muchas personas desplazadas de ella por quienes la amasan más allá de cualquier posibilidad de habitarla o trabajarla, precisamente porque la asumen como factor de poder y de acumulación, que es más poder.

En el transcurrir de esas décadas, con todos las vicisitudes vividas en el país, la relación que mantuvieron los pueblos indígenas con la naturaleza, pero también algunos pueblos negros, permitió que sobreviviera una parte de la virtuosidad que mantiene a Colombia como uno de los países más biodiversos del mundo, habitado por miles de especies, en tierra, agua y aire, ya poco visibles al paso veloz del automóvil pero evidentes en parques nacionales, en territorios colectivos de pueblos afros, como en algunos resguardos (ver pág. 9), pero también en zonas de reserva campesina (ver pág. 8). Una relación otra con la naturaleza que mantiene vivo el bosque y la selva, y allí radiante una flora excepcional, así como una arbolada ansiada por mercados de diversos tipos. Una vegetación base y soporte de medicina y de saberes milenarios, tan apetecidos por farmacéuticas y otras multinacionales químicas y biotecnológicas, que no reparan en patentar –privatizar– además de plantas y semillas, todo lo que ven y tocan, incluido el conocimiento ancestral de quienes habitan esas regiones; también las multinacionales del turismo que saben como incluir –someter– a los pueblos originales en la venta de “servicios ambientales”, turismo ecológico incluso. Propósito que tendrán presente en el curso de la COP16.

Son estas cuatro realidades territoriales habitadas por diversos grupos humanos y pueblos que comparten vida en nuestro país, realidades positivas que han surgido bien de la visión que en algún momento tuvieron algunos futuristas relacionados con el poder gubernamental –parques nacionales–, bien por efecto indirecto de medidas tomadas por la corona española en la época colonial para delimitar los terrenos que podían habitar los originales de estas tierras, y así poder expropiarlos, mucho más, de tierras que les parecían óptimas a los descendientes de los invasores.

Pero no todo fueron “dádivas”. Muchos resguardos, como también tierras colectivas en manos de pueblos afrodescendientes, y ahora las ZRC, se lograron luego de intensas jornadas de lucha, extendidas casi siempre a lo largo de décadas. Es en esos territorios, sobre todo los parques nacionales, al interior de algunos de los cuales hay resguardos, donde mayor diversidad aún se conserva, no exenta de perderse, pues no es novedad alguna que en varios de ellos prosiga el desmonte de bosques y selvas para conseguir maderas finas, así como la caza para comercializar aves, reptiles y fauna en general, pero también para explotar minerales, sembrar coca o amapola, o procesarlas en laboratorios cada vez más industrializados. Acción en la cual caen asesinados defensores del medio ambiente en general y de sus terruños o hábitat en particular (ver pág. 7).

Es sobre esta realidad –incluyendo las ciudades y su necesaria delimitación, con la devastación de hábitats rurales que las circundan, y la menguada biodiversidad que aún conservan– en la cual debiera enfocarse parte de la agenda liderada por los activos sociales alternativos en la COP16. Con toda la fuerza y coordinación posible, su agenda debiera anteponer la preeminencia de la vida sobre los negocios-lucro, desnudando la perversidad del capitalismo en general y del verde en particular, con sus bonos-pago por contaminar y seguir ahogando al planeta, y todas las especies que alberga y cobija.

En fin, una agenda social, alternativa, atenta a desnudar el lobby empresarial, encubierto por decenas de Estados que siguen firmes en la defensa de la hoy cuestionada visión occidental de la vida, que en realidad significa muerte, visión para la cual la naturaleza continúa siendo abordada y valorada como mercancía. De ahí que consideren que la contaminación generada por su industria puede ser remediada con bonos verdes –dólares–: pagar para seguir destruyendo la biodiversidad, y que algunos Estados defiendan que les paguen por prestar servicios ambientales, por preservar sus bosques y selvas, mercantilizando por vía indirecta la naturaleza

Estados y multinacionales, agentes del caos que vive la humanidad, he ahí los dos grandes enemigos de la vida sobre el planeta Tierra; agentes por enfrentar en la COP16 y más allá de la agenda geopolítica global.

*  De un tiempo para acá, la mayoría de los terratenientes ya no es gente atada al campo sino del mundo industrial, así como del sector financiero”.

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Información adicional

Autor/a: Equipo Desde Abajo
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Periódico desdeabajo N°318, 18 de octubre - 18 de noviembre de 2024

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