2025, año nuevo, viejos y nuevos retos en políticas por implementar, conocidas unas y otras inéditas, ambas necesarias para poner en marcha cambios reales en todos los planos del sistema socioeconómico que nos determina, y que, pese a parecer eterno, no lo es.
No es para menos. El sistema, sus representantes y sus defensores más mediáticos están a la ofensiva. Día a día difunden, con eco global, su decisión de reducir derechos logrados por la humanidad en años de lucha, controlar el gasto público, darle más músculo al sector privado por medio de más y más privatizaciones, y hacer de la deuda que agobia a decenas de países algo prioritario para asumir y pagar, sin dilación alguna. Argentina, con Milei, aparece en el horizonte; sus ‘éxitos’ son difundidos con redoble en las redes sociales. Pero lo más significativo en este devenir está por llegar a partir del 20 de enero, una vez posesionado Trump y que haga realidad el anunciado Proyecto 2025. ¿Podrá Estados Unidos, imperio con amplios y profundos compromisos militares en todo el mundo, en disputa cada vez más abierta con China y Rusia, darse el espacio y el rigor fiscal que vemos en nuestro vecino austral?
Otra vía para algo similar, con primer acento en la fuerza policial y militar, es el modelo salvadoreño. Una combinación de ambos sería el ideal para cualquier político y empresario afín al discurso trumpista. Estado máximo para controlar e imponer, para auspiciar los negocios de los privados, para reprimir a los marginados y disciplinar la desobediencia social, y Estado mínimo para la inversión social.
En medio de ello, como opción más posicionada en las últimas décadas y en contravía de lo antes enunciado, el progresismo, una defensa del estatismo con ampliación de derechos y más rentas ciudadanas, pero sin confrontación con el modelo capitalista, al que dicen oponerse. Un modelo y una experiencia vivida en diversos países de la región a lo largo de varios gobiernos en cada uno de ellos, como lo conoció Argentina, que, pese a contar con su control por más de quince años, con todos los recursos políticos, educativos, culturales y económicos a su disposición, no empoderaron a la población, no propiciaron reales formas de autogobierno y liderazgo popular, y, con un anunciado cambio que nunca llegó, sí brindaron espacio para que se conformara la ‘solución’ que hoy padecen sus mayorías sociales.
Pese a ello, a la evidente continuidad del modelo capitalista, a pesar de las críticas que cada día le hacen algunos líderes progresistas, desde la otra orilla, referentes de la regresión en derechos conquistados, adalides del ‘mérito’ y otras mitologías de lo que permite y se puede lograr en el capitalismo cuando el esfuerzo individual es lo que prevalce, como Elon Musk, convertido de hecho en el vocero del segundo mandato de Donald Trump, propagandea desde hace años, “hasta que paremos el virus mental woke, que es fundamentalmente anticiencia, antimérito y antihumano en general, la civilización nunca será multiplanetaria”, argumento esgrimido, es claro, en su cruzada cultural por un mundo bajo mandato “de los más capaces”, “los más esforzados”, un mundo cada vez más masculino y en el que no caben los derechos de la mujer –que no es un despropósito menor–, como tampoco caben las minorías, los migrantes, los derechos de los animales, la diversidad sexual y, en general, lo que ha sido descalificado como “ideología de género”.
La reivindicación, reclamo y el llamado al mérito, a los más capaces, a los sacrificados, a quienes no le reclaman al patrón, de hecho es un llamado a revertir los derechos ganados por quienes venden su fuerza de trabajo, con menos horas de labor por día, con mejores salarios o, lo que resulta igual, una reivindicación de la explotación y la concentración de la riqueza cada vez en menos manos. No ocultan sus propósitos.
Ante esta realidad, si el capital manifiesta la necesidad de mostrarse descarnado, los movimientos alternativos deben no solo hacer declaraciones al cambio sino, claramente, plantar banderas contra el capitalismo como sistema. No pueden seguir jugando con discursos y estrategias en las que la lógica central son los principios de su antagonista. Esta abierta la disputa politico-cultural, y en ella deben quedar totalmente nítidos los conceptos, principios, propósitos, actores, medios, metas, etcétera. Nada de medias tintas.
Así debe ser. Es una paradoja que salta a nuestros ojos decir que se está en contra del capitalismo y no tomar medidas para superarlo, como también lo es que se está por y para que el pueblo sea gobierno, pero no disponer de las acciones ni los recursos propicios para que deje de estar a merced de los líderes de turno. También es paradójico que los liderazgos sociales se aguanten las críticas que les tienen a los gobernantes de turno por “no hacerle el juego al enemigo”.
Todo un contrasentido. La evidencia pone al desnudo que ese actuar, recubierto por el ropaje del realismo político, no es favorable al deseado cambio social, al protagonismo de los liderazgos sociales, a la indispensable politización de cada vez mayores segmentos sociales, impidiendo en la práctica los necesarios conductos para que no permanezcan como espectadores del quehacer del alto gobierno, y sí asuman como protagonistas de primera línea en la necesaria y enunciada transformación social. Un protagonismo aún más necesario en tiempos en que somos testigos privilegiados de un giro en la fase de acumulación capitalista, sin ser muy claro aún cómo quedará atrás el neoliberalismo y la nueva fase en que entre el capital, giro presentado por su impulsores globales como la alternativa que requiere el mundo actual para vivir mejor. Nada más alejado de la realidad, pero para desnudar el despropósito son indispensbles nuevas fuerzas, mayor liderazgo popular y renovados proyectos anticapitalistas.
Ese protagonismo popular debe hacer real la reducción del Estado, pregonada por los multimillonarios más mediáticos pero no como ellos anuncian (para liquidar derechos) sino para ahondar en un liderazgo que lleve a que las comunidades asuman bajo su responsabilidad y su control la dirección de su destino, que será colectivo, solidario, integrado con la naturaleza, ajeno a toda práctica opresora y violenta, con relaciones de producción no enajenadas, o no será.
Es aquella una opción factible, que en lo político tiene que ver con otra democracia, esa sí posible; mucho más si quienes generan la riqueza global con su fuerza de trabajo encaran con decisión el paso de la formalidad liberal, ‘democrática’ –el voto– a la deliberación y la toma de decisiones en espacios asambleatorios y abiertos a la libre participación de la ciudadanía en general: deliberar para decidir; decidir para vivir en dignidad.
No es este un giro cualquiera. Es darle cuerpo en cada territorio a congresos populares, a espacios legislativos en los cuales se discutan agendas de impacto territorial –local/regional–, claramente determinadas, agendas definidas en común, con uno o dos temas centrales por semestre, temas que, una vez discutidos, aprobados y puestos en marcha, también se envíen como mandato al congreso elegido por voto nacional para que sus integrantes se den por notificados, y nunca para que aprueben o desaprueben las agendas legislativas de carácter local. Se trata de un proceder para equilibrar las agendas locales/regionales, vivas y directas, el poder popular, con otras formas de la participación liberal, reconocidas estas en la Constitución Nacional y vigentes hasta que coloquemos en su justo lugar esa misma carta de derechos, reescribiéndola con los colores del nuevo amanecer. Ese del cual aún no sabemos cómo serán sus tonalidades pero que sí iremos proyectando en todos sus matices.
Es aquel un hacer político que en el plano económico se debe potenciar, tomando en primera instancia, y como mayor reto, la tarea de darle un nuevo sentido a la política de redistribución de la renta estatal –subsidios–, encarando su necesaria superación por su nula eficacia para acabar la pobreza, persistente pese a los años de implementación de esta política diseñada por la banca multilateral.
Se trata de un reto y un giro en estas políticas, motivando y propiciando que, en una primera instancia, los mismos dejen de llegar en su totalidad a los bolsillos de las personas o familias beneficiarias, y en porcentaje por definir se orienten a un fondo común de manejo abierto y colectivo, para darle cuerpo y potenciar una economía otra, en este caso con raíz territorial, equilibrio ambiental y de beneficio común. En otras palabras, darle cuerpo a un capital semilla para manejo colectivo, con pretensiones de cimentar, alimentar y fortalecer unidades productivas de diverso carácter y fuerza, por medio de las cuales se enfrente la necesidad de producir diversidad de bienes de manera directa, superando la dependencia de su importación, al tiempo que se reconocen y valoran los conocimientos y las capacidades de producción populares.
De esta manera se daría un giro al crear y alimentar dependencias respecto del Estado, al estimular autonomías y libertades sociales, con generación de recursos económicos por propia mano, los cuales tendrían dos destinos inmediatos: engrosar el capital semilla, al tiempo que una parte de lo producido –una vez mercadeado– se redistribuiría entre los grupos sociales que lo generaron.
Estamos, así, ante un giro para enfrentar y superar al “papá Estado”, para que deje de controlar y decidir todo, y sus otrora súbditos asuman las tareas que les corresponden. En primer caso, liberarse de esa dependencia estatal que, al mismo tiempo, es conducto para el control social y, en segunda instancia, comiencen a configurar la sociedad del futuro, aquí y ahora, en un convivir diario, deliberativo y creativo, que acabe tanto con la pobreza económica como con la mental. No porque el nuevo hacer genere más riqueza monetaria sino porque produce más riqueza espiritual y física: menos hambre, alegría de las mayorías por sentirse parte y actoras de la historia, pobladores dignos que no esperen nada de quien los oprime, y así dibujan las nuevas rutas para la libertad.
La historia ha dejado claro que el estadocentrismo no es poder para los de abajo, que la autonomía de las mayorías pasa por la gestión de lo propio, entre ellas la del sitio de trabajo, que no es la menos importante. La tecnología anuncia que el control de los procesos de transformación de la base material se puede hacer cada vez más de modo descentralizado, lo que potencia una verdadera democracia en el quehacer de nuestra recreación como individuos y como especie. El reclamo sobre una participación creciente en las decisiones sobre lo que debe ser producido y cómo se debe hacer, no es un asunto limitado a la técnica y entra cada vez con mayor intensidad en la dimensión de lo político, dadas las amenazas que penden sobre el planeta como efecto de los excesos y los equívocos en la forma de producir y consumir.
Es claro que con este proceder se abonan condiciones para posibilitar que la democracia no sea solo en asuntos políticos formales –participación a la hora de elegir, por ejemplo– sino asimismo en asuntos que hasta ahora le son ajenos –la economía–≠, recuperando con esta –como asunto de principal interés– la producción de lo necesario para garantizar una vida digna. Una producción así implicaría la discusión de qué, por qué y cómo producir, así como la apropiación colectiva de bienes de producción indispensables para atender adecuadamente diversidad de problemáticas que sobrellevamos como país y como comunidades en las regiones.
No se trata de un reto cualquiera, toda vez que, al avanzar así, en la producción económica la democracia apropia un factor que hasta ahora no le es propio, y que hoy está manejado y controlado mayoritariamente por agentes privados que, con la riqueza que acumulan, empujan a la democracia al rincón de las formalidades intrascendentes.
2025, año nuevo, viejos y nuevos retos en política, para que un nuevo amanecer vaya ganando luces y, con ellas, la democracia aboque lo que hasta ahora les es negado a las mayorías sociales: la definición de sus vidas, poniendo en primerísimo lugar la economía, dejando esta de ser un factor de riqueza de pocos para pasar a constituirse en elemento de bienestar y felicidad colectiva.
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