Gatsby y las dos caras del sueño americano

En estos días hemos asistido a la diatriba entre el presidente colombiano Petro y su homólogo estadounidense Trump con respecto a la repatriación de los migrantes irregulares de nacionalidad colombiana en Estados Unidos, en las condiciones establecidas por la política migratoria del nuevo gobierno norteamericano. Para ponernos en contexto, toda la cuestión se ha desencadenado cuando Petro no autorizó el aterrizaje de un vuelo militar proveniente de Estados Unidos y luego de la denuncia y difusión de imágenes de migrantes esposados llegando a Brasil o México. El presidente colombiano alegó que el proceso de deportación no estaba ofreciendo un trato digno a sus conciudadanos, bajo el entendido de que migrar no es un delito. En respuesta, Trump amenazó iniciar una guerra comercial, mediante la imposición e implementación de restricciones comerciales y migratorias para presionar al estado latinoamericano. Afortunadamente, el diálogo diplomático evitó que la situación degenerara y permitió un acuerdo entre las dos naciones, sin deteriorar irremediablemente las relaciones diplomáticas, aunque con importantes efectos económicos, políticos y humanitarios.

Por supuesto, esta situación ha desencadenado mucha preocupación en la población y ha ofrecido materia de reflexión para muchos expertos de distintas áreas. En mi caso, ha habido un aspecto específico que me ha dado mucho qué pensar cuando he leído que, además de los terribles aranceles que Trump pretende imponer a cualquier nación sin pensarlo dos veces, se establecía que se iban a bloquear por completo los procesos para obtener la visa para viajar a EE.UU. Desde un punto de vista práctico, esto habría implicado la suspensión de varios trámites de personas que, de una forma u otra, tenían planeado viajar a Estados Unidos para iniciar un posgrado, visitar Disneyland o, simplemente, para reunirse con un pariente con quien no conviven desde hace 15 años. Ya solo estos inconvenientes justificarían la enorme inquietud que desencadenó el malentendido entre los dos presidentes, pero yo pienso que, bajo estas preocupaciones prácticas, se esconde otro problema que podríamos clasificar como de naturaleza simbólica.

Más precisamente, con la interrupción de la expedición de permisos para viajar, se estaba decretando implícitamente la muerte de la posibilidad de alcanzar el sueño americano, el famoso american dream, para todos los colombianos que aún no se hubiesen animado a pedir una visa, la cual, entre otras cosas, puede tardar incluso años en emitirse. De hecho, en el imaginario común, Estados Unidos sigue siendo el lugar en donde cualquier persona, aplicando toda su perseverancia y destreza en el comercio, sola y sin ninguna ayuda, puede volverse rica, más bien riquísima, en un santiamén o, por lo menos, en un tiempo mucho más razonable de lo que sería posible en todas las demás naciones. Lo lindo de esta ilusión es que aplica para todos, no solo para los estadounidenses, también para el campesino, así como para el indigente que duerme en los baños de la estación con su hijo pequeño, tal como nos mostró Muccino con su película En busca de la felicidad. No importa tu pasado, si logras encarnar la actitud del tiempo, que, dicho de otro modo, puede traducirse con entender los mecanismos económicos neoliberales del contexto, que normalmente es New York o Los Ángeles, entonces podrás obtener todo el éxito que te propongas. Es más, esta postura está tan enraizada en nuestras opiniones, que tendemos a desconfiar de las personas que tuvieron éxito sin haber sido pobres durante su juventud y, entonces, somos proclives a creer ingenuamente, y hasta con un poco de envidia, en todas las historias que nos cuentan los terribles periodos de estrecheces económicas que debieron padecer los varios Musk, Bezos, Jobs y Trump. En fin, ¿quién de nosotros, en un momento de particular desaliento, no ha pensado en mudarse a Estados Unidos para iniciar desde cero una nueva vida siguiendo el ejemplo de estos nuevos héroes contemporáneos?

Por supuesto, la literatura no queda por fuera de este imaginario, pues en Estados Unidos cualquier producto del ingenio se puede monetizar, no solo los cohetes o los chips, y nos puede ayudar a trepar la escalera social. Uno de los ejemplos más luminosos de un escritor que vivió en primera persona y representó en su obra el sueño americano lo tenemos con el famoso Francis Scott Fitzgerald, quien, antes de convertirse en un éxito literario, tuvo que renunciar al compromiso con Zelda, la hermosa hija de un juez, pues no pudo asegurar tener ingresos suficientes para garantizar una subsistencia congrua con el estilo de vida al que ella estaba acostumbrada con su familia de origen. La publicación de su primera novela, This side of Paradise (A este lado del paraíso), lo sacó del apuro en cuanto lo proyectó de inmediato en la lista de los autores más vendidos de su época, a saber, del periodo siguiente a la Primera Guerra Mundial.

Probablemente un componente relevante de este éxito tan contundente se debió al hecho de que el autor trataba los problemas de la nueva generación de americanos, a la que también él pertenecía –y que personificaba de forma estupenda en todas sus contradicciones–, que debía reubicarse en el mundo al regreso de la Grande Guerra. Dicha generación, cuyas experiencias estuvieron en el centro de casi toda la obra novelística de Fitzgerald y gracias a una afortunada agudeza de Gertrude Stein, ha pasado a la historia como la Generación perdida. Quiero traerla a colación, pues esta generación produjo unas obras que nos brindan una interpretación alternativa, y más profunda, del sueño americano, que no se reduce a la simple descripción del duro, pero exitoso, trayecto que el protagonista tuvo que recorrer para pasar de la pobreza a la riqueza. He dicho que Fitzgerald ha sido uno de los mayores intérpretes de este periodo, también porque pudo entenderlo profundamente bajo todos los puntos de vista. Probablemente, su análisis más penetrante lo encontramos en su obra más famosa, The great Gatsby (El gran Gatsby).

En esta novela, que se desarrolla en plena época del Jazz, Nick Carraway es la voz narrante de los acontecimientos que involucraron los últimos meses de vida de su amigo J. Gatsby. Él es un misterioso millonario que vive en West Egg, una localidad ficticia de Long Island, que se vuelve sumamente famoso por las deslumbrantes fiestas que organiza en su casa y en las cuales no participa nunca. A lo largo de la historia, se descubre que el pasado de Gatsby, cubierto por las enormes riquezas que sus actividades ilegales producen, esconde un secreto, un amor perdido por la falta de dinero durante su juventud. También nos enteramos del hecho de que todas las acciones del protagonista se desarrollan con el único propósito de recuperar la relación con la muchacha que lo dejó desde hace años y que ahora vive en una mansión que se encuentra justo al lado opuesto de la bahía frente a la cual está situada la casa de Gatsby. En la noche, él logra ver la luz verde que está al final del embarcadero de la propiedad de los Buchanan, el nuevo apellido de la chica que, mientras tanto, se ha casado infelizmente con un rico heredero de una de las mejores familias de Estados Unidos. Así las cosas, podemos seguir todos los intentos por reconquistar dicha relación y nos toca asistir impotentes al momento en que estos fracasan por la falta de convicción de Daisy frente al idealismo de su amado Gatsby, quien, finalmente, cae muerto a causa de un malentendido propiciado por los celos del marido de su amada. Finalmente, junto a su amigo Nick, somos casi los únicos asistentes al funeral del hombre, que ha muerto con el sueño de reconquista de su amor perdido, notándose la ausencia de todas las personas que gozaron de su hospitalidad, lo que confirma que el reconocimiento dura mientras dure la riqueza. Las reflexiones finales del narrador nos explican que toda la vida de Gatsby había sido un infructuoso y permanente intento por recuperar un pasado que, de alguna forma, no se puede revivir y concluye su monólogo con uno de los pasajes más famosos de la literatura contemporánea:

“Gatsby creía en la luz verde, el futuro orgiástico que año tras año retrocede ante nosotros. Se nos escapa ahora, pero no importa, mañana correremos más, alargaremos más los brazos y llegarán más lejos.. Y una buena mañana… Así seguimos, golpeándonos, barcas contracorriente, devueltos sin cesar al pasado”.

Ahora bien, estas pocas líneas nos ofrecen un crudo retrato de la otra cara del sueño americano y la mentalidad que le subyace. De hecho, uno de los motores del éxito consiste justamente en este impulso fanático y frenético hacia el futuro, que marca toda la vida de Gatsby, quien acumula poder y riqueza solo para poder reconquistar la mujer de su vida y, de este modo, arreglar los percances que sufrieron en el pasado. No importa qué tan grande sea nuestro propósito, si corremos lo suficientemente rápido, tarde o temprano lo vamos a lograr, no puede ser de otra manera, pues en Estados Unidos, tanto ayer como hoy, no hay lugar para los remordimientos. Inclusive, se podría entender la muerte de Gatsby como una punición por el hecho de haberse quedado demasiado anclado en el pasado, por no haber tenido la fuerza de desprenderse completamente de sus orígenes o por haber desenmascarado involuntariamente el hecho de que hay cosas, incluso en New York, que dinero y riqueza no pueden comprar o no pueden arreglar, como podría ser un amor perdido que no se decide por tí. Mal haría el lector en pensar que esta actitud es un problema exclusivo de Gatsby, pues como sugiere el tránsito de la tercera persona singular a la primera plural en el monólogo final, toda la reflexión concierne a toda la sociedad y no solo al protagonista. Es más, su trágico epílogo sirve como amonestación para recordarnos la otra cara del american dream, que consiste en la imposibilidad de detener nuestra carrera hacia el éxito, que siempre se nos escapa por un pelín y hacia el cual hay que volcarse constantemente, en desmedro de un pasado que va desapareciendo paulatinamente y que se arrastra consigo la identidad de los sujetos. El precio de lograr vivir en un enorme loft en el East Side será no poder colgar ni una foto de viejos amigos o parientes, pues lo primero se obtuvo en desmedro de lo otro. Esta actitud quizá nos haga comprensible, entre otras cosas, uno de los fenómenos más raros al que hemos asistido en esta vuelta electoral, a saber, la enormidad de votos de latinos de segunda generación que apoyaron a Trump –y sus políticas discriminatorias en contra de otros latinos–, pues él representa el futuro, mientras que el recuerdo de las propias raíces latinas representaría solo un inútil peso en la marcha hacia el éxito que solo es posible en Estados Unidos.

Finalmente, sugiero que todas las veces que, en los momentos de desaliento, planeamos viajar a Estados Unidos para iniciar desde cero una nueva vida, siguiendo en pleno estilo del sueño americano, volvamos a leer a Gatsby que, entre otras cosas, en 2025 cumple cien años de publicación, para recordarnos que, al fin y al cabo, ni él, ni tanto menos Fitzgerald, pudieron alcanzar la luz verde que tanto anhelaban. O sea, para tener otra perspectiva sobre el valor que le otorgamos a nuestros símbolos.

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Información adicional

Autor/a: Fabio Bartoli
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Fuente: Periódico desdeabajo N°321, 20 de febrero - 20 de marzo de 2025

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