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La sociedad del espectáculo y el homo videns

La sociedad del espectáculo y el homo videns

”El espectáculo en general, como
inversión concreta de la vida,
es el movimiento autónomo
de lo no-viviente”.
Guy Debord

 

Las agencias de prensa reseñaban a comienzos del mes de junio, que dos niñas de doce años apuñalaron a su mejor amiga para poder acceder al reino de Slenderman, líder imaginario de un sitio virtual, que exige como condición para subir a su reino, que los aspirantes maten a alguien. Los gestores del sitio afirmaron no ser responsables en modo alguno, pues consideran que el reconocimiento de la línea que separa la realidad de la ficción es un asunto personal.

 

El hecho, que se divulgó como una anécdota más de las consecuencias del desvanecimiento de la frontera entre lo ficticio y lo real vela que la realidad misma se ha vuelto problemática de definir. Pues, los acontecimientos que el sentido común considera reales, al ser difundidos por los mismos canales y en el mismo formato que los ficticios, terminan mezclados e indistinguibles en el imaginario del receptor.

 

Además, la creación y difusión masiva de sucesos como la existencia de armas de destrucción masiva en el Irak de Saddam Hussein, con la que se justificó la invasión y destrucción de ese país, dejan la sensación en los lectores o los video-escuchas, que lo que presentan los medios es todo de igual naturaleza y que allí carece de sentido la distinción entre invención y realidad.

 

De la acción a la contemplación

 

La conversión acelerada de los seres humanos en pasivos espectadores, para quienes lo mejor de sus “experiencias” son las sensaciones que perciben en otros individuos reales o imaginarios que gozan, sufren o descansan frente a ellos según las narrativas de los medios de masas, es una de las características más marcadas de la llamada era de la postmodernidad, que empieza a convertirse en una amenaza tan grande como el deterioro del medio físico natural. En últimas, se es feliz o infeliz en la medida que otro lo sea y no como resultado del propio devenir, de tal forma que se suplanta la búsqueda de la realización personal a través de la praxis por una observación complaciente en la que tiene lugar una satisfacción fantasmal del deseo.

Que la vida se vive cada vez más como un espectáculo, lo expone por primera vez de forma sistemática y crítica el pensador francés Guy Debord en un texto considerado hoy clásico titulado, precisamente, La sociedad del espectáculo. Debord sostiene que la profundización de la división del trabajo en especializaciones y sub-especializaciones, conduce a la mercantilización creciente de los objetos y actividades necesarias para la supervivencia así como a la fragmentación sin precedentes de la vida, llevándonos a una vida mediatizada en la que los seres humanos desconocen las condiciones mismas de su sobrevivencia. En el siglo XXI los jóvenes, por ejemplo, no son solamente hijos, sino estudiantes, hinchas del club deportivo de sus amores, socios del gimnasio, misioneros de una ONG, fieles de una religión, miembros de un videojuego de culto y de numerosas redes sociales en las que lo fundamental es la membresía, pues lo esencial es la “conectividad” que te permite ver y ser visto.

 

Según la empresa Nielsen, una persona ve la televisión cinco horas diarias en promedio, lo que representa para una esperanza de vida de 78 años, la no despreciable cifra de 142.350 horas, es decir 16 años y tres meses, que equivalen, más o menos, al 21% del tiempo de vida total y a por lo menos el 50% del tiempo no laboral en vigilia. Si sumamos a lo anterior que en promedio se consumen, en la actualidad, entre 53 minutos y dos horas diarias en internet, podemos estar hablando de que pasamos entre el 60 y el 70% de nuestro tiempo no laboral activo frente a una pantalla. Los espectáculos deportivos en “vivo”, los conciertos musicales y el cine completan el escenario del homo-videns, cuyo culto a la contemplación es cada vez mayor.

 

La ideología de la competencia

 

Desde el mismo momento en que Adam Smith legitima el aforismo que sostiene que la búsqueda del interés privado conduce al bienestar colectivo, pues en el afán de buscar lo propio nos volvemos eficientes, idea base de las sociedades liberales, la competencia, como práctica social básica, fue enquistada de forma profunda en el imaginario de los individuos. Por esto, no debe extrañar que el deporte competitivo de masas se haya convertido rápida y fácilmente en uno de los entretenimientos de mayor aceptación en las sociedades modernas. No es casualidad, entonces que, en 1894, durante el desarrollo de la segunda revolución industrial y cuando el capitalismo financiero comenzaba su proceso de consolidación, se realizaran las primeras olimpiadas de la era moderna, que como evento deportivo multidisciplinario reúne en la actualidad no menos de doscientas naciones.

 

Los eventos deportivos tienen la particularidad de ser juegos de suma cero, es decir, que si uno de los competidores gana, el otro, necesaria y obligatoriamente pierde. No existe espacio para los llamados juegos de suma no cero en los que es posible que la opción ganar-ganar tenga lugar, es decir que en el resultado no necesariamente si hay un ganador debe haber un perdedor. Se entiende, entonces, que en una sociedad que ha sacralizado la competencia por encima de la empatía, los eventos deportivos sean hechos destacables en los que el símbolo del éxito de unos implique, necesariamente el fracaso de otros. Se transmite de esa forma la idea no sólo de que las jerarquizaciones humanas son un asunto connatural a la existencia, sino que la cima del poder es producto de la virtud individual.

 

La creación de ídolos, producto de su excepcionalidad en cuanto a habilidades, muestra el carácter ideológico de los espectáculos deportivos, que complementan el papel de lo religioso en la aceptación de la condición de inferioridad por parte de los no-excepcionales y, en consecuencia, de su subordinación. Igual función cumplen los llamados programas de telerrealidad (más conocidos como reality show por su denominación en inglés), en los que además del refuerzo de la idea de la sociedad estructurada entre ganadores y perdedores, se deja la sensación de que además dicha sociedad es justa pues cumple con el mito de la igualdad de oportunidades del que habla el sociólogo francés Francois Dubet.

Espectáculo, ídolos y agentes multimillonarios

 

La religión, la política, la cultura y el deporte, entre otras manifestaciones humanas, se venden como mercancías, mediatizadas por los ídolos que fabrican. La producción en masa de películas y programas de televisión, la realización permanente de torneos y competencias deportivas han creado industrias concentradas, que como en el caso del cine, se replican homogenizadas, pues a la manera del Hollywood gringo, tenemos Bollywood en la india y Nollywood en Nigeria, que en conjunto producen alrededor de dos mil quinientas películas anuales (siendo la industria hindú la mayor productora con 1.100 películas al año aproximadamente, seguida de la nigeriana con cerca de 900 y la norteamericana con alrededor de 500).

 

En el caso del deporte, quizá la organización con más tentáculos en el mundo es la Federación Internacional de Futbol Asociado (Fifa) que reúne 209 federaciones, y que es la organizadora del campeonato mundial de fútbol, que se realiza cada cuatro años y que es superado tan sólo por los juegos olímpicos en costos y número de deportistas. El mundial de Brasil, que está en realización, tiene un presupuesto de $11.754 millones de dólares y la pauta publicitaria se estima alcanzará $2.900 millones; mientras que las federaciones participantes van a repartirse 576 millones en premios.

 

Los ingresos de los ídolos deportivos se tasan también en millones. Las dos máximas estrellas del fútbol actual, Lionel Messi y Cristiano Ronaldo, tienen ingresos cercanos a los 40 millones de euros anuales cada uno (lo que en pesos colombianos representa un ingreso aproximado de 8.483 millones de pesos colombianos mensuales) si se contabilizan los salarios pagados por los clubes y las ventas de su imagen para la publicidad. Sin embargo, no son ellos los deportistas mejor pagados pues el golfista Tiger Woods, según la revista France Football, es quien encabeza la lista con 53 millones de euros ingresados cada año.

 

Estos datos esconden que debajo de la punta de la pirámide se encuentra un mundo de explotación y miseria en el que el mercado de niños no es un asunto menor ni aislado. En abril de este año, el Fútbol Club Barcelona, de España, fue amenazado con sanciones por violar las restricciones que se tienen sobre la contratación de menores, en razón de que mantenía bajo su tutoría al joven coreano Lee Seung Woo, sin la presencia de sus padres. El club reporta que La Masia, centro deportivo donde entrenan los niños y jóvenes, concentra 238 menores de 18 países diferentes, de los cuales 80 son internos (viven en el centro de entrenamiento). Los escándalos recientes por evasión de impuestos y las acusaciones de lavado de activos a algunas de las estrellas, así como las muertes tempranas o en plena competencia por el uso de estimulantes, muestran la cara oscura de una práctica cada vez más mercantilizada y delincuencial.

 

Cuando la mandataria brasilera Dilma Rousseff, intentando calmar los ánimos de los protestantes que se quejaban de que sí había plata para el mundial y no para la salud y la educación, argumentaba que los estadios y los aeropuertos no se construyeron sólo para el mundial, tenía razón, sin embargo, no la tenía cuando afirmaba que eran para el pueblo brasileño, pues quienes en últimas usufructúan esa infraestructura son los empresarios del espectáculo, entre quienes no se debe olvidar los que explotan el turismo y que han convertido a la miseria también en espectáculo vendible. Los favela tour le ofrecen a los turistas no sólo la panorámica de cómo viven los más pobres, sino que a los más osados les ofrecen la adrenalina de correr los riesgos de visitar las zonas más inseguras. Ese tipo de turismo “extremo” que se ha degenerado a tal punto que hoy, por ejemplo, se pagan grandes sumas por vivir la “experiencia” de la reclusión en una cárcel, mediante la reconstrucción ficticia del ambiente de un penal, banaliza las situaciones más crueles de millones de seres humanos y contribuye a hacer aún más borrosa la línea que separa la ficción de la realidad.

 

La economía naranja

 

La elevada productividad alcanzada en la producción de bienes, ha reorientado los capitales, en las últimas cuatro décadas, hacía la producción de servicios, que en la actualidad, según el Banco Mundial, representan el 70% del valor total de lo producido en el mundo. Dentro de éstos, las visiones convencionales de la economía han separado los que denominan servicios creativos, entre los que cuentan las artes visuales y escénicas, el cine, diseño, investigación y desarrollo, juegos, moda, música, publicidad, software, TV y radio, y videojuegos, y le han dado, con la cursilería propia de la neo-academia económica, el ridículo nombre de Economía Naranja. El valor realizado en estos sectores, que aún no están plenamente identificados ni definidos, fue estimado en el 2011 en un valor aproximado de 4,3 billones de dólares (millones de millones), lo que representaría 6,1% del PIB total mundial, ocupando 144 millones de personas.

 

Las exportaciones de este tipo de servicios se cifraron en 646 mil millones de dólares, que tomados conjuntamente serían la quinta mercancía más comercializada. La facilidad de la reproducción y distribución de los productos de la llamada industria de contenido ha generado cifras asombrosas, que a la vez que atraen la atención de los inversionistas del capital, los estimulan a intentar apropiar y controlar las condiciones de reproducción y circulación de dichos servicios. Se estima que se han descargado 25 mil millones de canciones por iTunes, y se sabe que las llamadas descargas piratas también se cuentan por millones, Netflix, la comercializadora de películas a través de la red cuenta más de 33 millones de suscriptores y se calcula que más de 100 horas de video son subidas a Youtube cada minuto, acumulándose a mediados de 2013 seis mil millones de horas, con mil millones de visitantes por mes. Ese suculento mercado busca resistirse a la democratización y los Estados más fuertes están empeñados en la regulación y el control policivo de la industria del contenido mediante legislaciones cada vez más restrictivas.

 

La relativa interactividad en la producción-consumo de muchos de estos productos ha llevado al capital a la búsqueda de la utilización de sus clientes como trabajadores gratuitos. En la generación de software comercial, por ejemplo, el descubrimiento de fallas en su funcionamiento por parte del usuario, retroalimenta la producción de subsecuentes versiones que, mejoradas por la información de los clientes, tienen luego que pagar más caras. El capital empieza a desarrollar un lenguaje ambiguo y contradictorio para denominar estas situaciones y habla, por citar un caso, de prosumidor, neologismo derivado de productor y consumidor. Igualmente ha acuñado términos como coopetitivas (cooperación y competencia), para referirse a zonas donde se ha buscado concentrar mediante estímulos a los “creativos” (científicos, artistas, diseñadores), en la búsqueda de las llamadas ventajas de las aglomeraciones (conocidas como cluster, por su acepción en inglés) creativas en las que la cultura de la competencia, pero simultáneamente de la cooperación por la comunicación lograda por la cercanía física hace más eficiente el trabajo de estas personas (los ejemplos más citados son los del Soho en Lóndres y el Silicon Valley en los Ángeles). Ese neo-lenguaje es una muestra que nuestra época, con altísimas dosis de espectáculo y apariencia, ha entrado en una peligrosa condición esquizofrénica.

 

Las niñas que quisieron entrar al reino de Slenderman apuñalando a su amiguita, se les colocó una fianza de 500 mil dólares, comparecen a las audiencias encadenadas, van a ser juzgadas como adultas y enfrentan una posible condena de sesenta años en prisión. Llama la atención, entre otras cosas, el trato de adultas que se les da, pues no es más que el irónico reconocimiento que en esta sociedad infantilizada, las personas adquieren la condición de “responsables” cuando están subsumidas de tal forma en lo espectacular que ya han borrado la distinción entre ficción y realidad. El caso recuerda la situación de los campesinos en los inicios del capitalismo, que al ser expulsados a las ciudades, si no lograban insertarse en las fábricas se les aplicaba las leyes de vagabundaje y eran ahorcados. La postmodernidad despoja a los individuos del mundo real, y cuando actúan de acuerdo con las leyes de la ficción, son castigados.

Información adicional

Autor/a: ÁLVARO SANABRIA DUQUE
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