Considerando que en estos días se conmemora el 8 de marzo, vale la pena aprovechar esta ocasión para refrescar una de las figuras femeninas, en mi parecer, más poderosas de toda la cultura occidental, a saber, Antígona. A pesar de que este personaje ha hecho varias apariciones en las tragedias griegas, aquí haré referencia a la versión de Sófocles, ya que es ampliamente la que más resonancia ha tenido desde que se representó por primera vez en Atenas en el 442 a.C.
Solo para ubicarnos en la historia, Antígona es la hija del rey Edipo, quien murió luego de haber cumplido su terrible destino; hermana de Ismene, Eteocles y Polinice. Estos últimos dos acaban de matarse mutuamente en el contexto de la revuelta de Tebas, en donde salió ganador el bando del primero. La tragedia inicia cuando el nuevo rey, Creonte, declara oficialmente la prohibición de sepultar al cadáver de Polinice por ser un traidor de la patria. Mientras que su hermana Ismene decide respetar las órdenes del edicto recién promulgado, Antígona opta por desobedecer y sepultar el cadáver de su hermano con los ritos funerarios oportunos para la ocasión. Los guardias la encuentran en medio de estas operaciones y la detienen. Cuando Creonte la interroga sobre sus acciones, Antígona contesta con altivez justificando sus acciones en el hecho de que ella se rehusó a permitir que las leyes de los humanos prevalecieran sobre las leyes de los dioses, pues enterrar a los muertos es una costumbre que ha sido impuesta directamente por las divinidades.
Luego de este altercado, el Rey se enfurece y condena a muerte a la mujer, quien es, entre otras cosas, la prometida de su hijo Hemón. A pesar de las protestas de su prole y del adivino Tiresias, que van de la mano de los murmullos de insatisfacción del pueblo, Creonte se mantiene firme en su elección de encerrar viva a Antígona en una cueva y se apresura a ejecutar la condena, al tiempo que se rehúsa a que se vuelva a enterrar el cuerpo de Polinice, que había sido extraído nuevamente de su sepulcro luego de descubrir el delito de su hermana. Finalmente, cuando decide enmendar el abuso que le hizo al cadáver del hombre, llega la noticia de que Antígona se ha ahorcado y Hemón se ha suicidado por la pena que esto le ha causado. Una vez que la esposa de Creonte, Eurídice, se entera de lo acontecido, decide a su vez quitarse la vida, maldiciendo, con su último aliento, a su esposo. En las últimas escenas, un destrozado Creonte dimensiona el precio pagado por defender sus leyes, ha tenido que renunciar a toda su familia y al favor de los dioses, quienes se han ofendido por su conducta impía.
Ahora bien, a lo largo de los siglos, esta historia ha tenido una miríada de interpretaciones que recorren básicamente todas las aristas de las humanidades y de las ciencias sociales. Entre este abanico de lecturas, las palabras con que Gustavo Zagrebelsky abre su ensayo Il diritto di Antigone e la legge di Creonte (El derecho de Antígona y la ley de Creonte) nos ayudan a enfocar el problema de una manera muy interesante: “Antígona nos invita a entrar en las contradicciones y en los dilemas últimos de la vida: la ley del más fuerte y nomos perenne; arrogancia e inconsistencia del poder; alienación y conciencia de sí, violencia y no violencia; razones del Estado y razones de la familia; orden público y conciencia privada; philia y eros; reino de los vivos y reino de los muertos; mundo masculino y mundo femenino; edad madura y juventud; vida cortesana y vida de naturaleza… Sobre todo, la pretensión de obediencia absoluta y revuelta personal. Creonte y Antígona. Dilema trágico, de donde destrucción y muerte”.
Esta precisa introducción destaca que esta obra nos habla directamente de las contradicciones de la condición humana, las cuales gobiernan nuestra existencia desde el primer vagido hasta la muerte. Una de las funciones de las tragedias griegas consistía justamente en ayudar a los ciudadanos a enfrentarse con algunos ejemplos prácticos que se derivaban de las contradicciones intrínsecas a nuestra naturaleza, para ayudarlos, de alguna forma, a reflexionar sobre ellas y elaborarlas por medio de una representación artística, que a menudo trataba de las situaciones límite de la existencia humana.
Ahora bien, tal como lo demuestra la interpretación de Sófocles, sería difícil identificar claramente quién es el bueno y quién es el malo en la cuestión de Antígona, pues cada uno tiene sus buenas razones para actuar como lo hizo, hasta el punto de que inclusive se vuelve comprensible, aunque no aceptable, la lamentable falta de diálogo que ambos mantienen a lo largo de todo el relato y sobre la cual regresaré al final de este texto.
Esta ausencia de juicio sobre las varias posturas nos debería llevar a apreciar una vez más la manera como los griegos entendían la función pedagógica subyacente a dichas representaciones, las cuales no debían adoctrinar al pueblo sobre la manera correcta de comportarse, sino que tenían que favorecer la reflexión personal de cada espectador, sin pretender influenciar su decisión final sobre la evaluación de las situaciones expuestas. Dicho de otra forma, las representaciones teatrales griegas se diferenciaban de la propaganda del siglo XX, porque no les interesaba adoctrinar el pueblo por medio del Arte, sino que buscaban educarlo por medio de dicha experiencia. Esta no es una diferencia baladí, ya que en el primer caso el resultado que se pretende obtener es que el espectador exprese un juicio de valor, posiblemente inmodificable hasta nueva orden del poder, sobre una determinada cuestión; mientras que, en el segundo caso, el objetivo a conseguir es que el mismo espectador llegue a comprender el problema, sin que necesariamente juzgue positiva o negativamente lo que está viendo. Así las cosas, es tan difícil escoger entre Creonte y Antígona, así como es simple elegir entre James Bond y Goldfinger; o entre Superman y Lex Luthor. Pues es muy fácil afirmar que no está bien hacer explotar bombas que maten a civiles inocentes de un centro habitado estadounidense, pero es muy complejo tomar posición sobre la relación entre el derecho positivo y el derecho natural, o entre la razón familiar y la razón de Estado. Esto se explica también por la naturaleza de los problemas tratados por las tragedias griegas que, como bien destaca Zagrebelsky, se reconducen directamente a las contradicciones de la condición humana, las cuales no se pueden resolver, pues no tienen la misma naturaleza de los problemas matemáticos, sino que solo podemos ambicionar a entender para convivir con ellas. Los atenienses pensaban que brindar un ejemplo práctico de estos conflictos, hubiera sido mucho más diciente para el pueblo que difundir mil textos teóricos que tratasen sobre los mismo temas.
Ahora bien, considerando el motivo de este escrito, entre las muchas contradicciones que se traen a colación en la historia de Antígona, es oportuno enfocarse en una en particular, a saber, su condición de mujer. Al respecto, en un contexto absolutamente patriarcal como lo era la sociedad griega de la época, llama la atención el hecho de que sea una mujer quien desafía el poder del rey para defender el derecho divino, teniendo que renunciar a su condición social privilegiada y, también a su vida. Esta peculiaridad se podría leer como una acusación de conservadurismo hacia la protagonista, pues ella se rehúsa a aceptar el nuevo paradigma legislativo, quedando anclada a la vieja costumbre. Por otro lado, esta misma situación se podría ver como la elección de una mujer, quien se rebela al papel sumiso que la sociedad le asigna –algo que su hermana Ismene no quiere hacer–, y lucha en contra del abuso de poder de Creonte, quien quiere privilegiar la voluntad de los hombres en desmedro de aquella de los dioses.
Al lado de estas disputas hermeneúticas, algo se puede afirmar con certeza con respecto a esta tragedia: gracias a la toma de posición de Antígona, su contexto social tomó conciencia de un problema fundamental, que los varones habían descuidado, por estar ocupados en masacrarse recíprocamente por luchas de poder, así como lo hacen sus hermanos. Fue una mujer, desde una perspectiva diferente, quien levantó la voz y planteó una cuestión que sigue siendo actual hasta la fecha de hoy, a saber, qué tanto la voluntad humana puede socavar las leyes naturales (recordemos que en esa época las leyes divinas y las leyes naturales coincidían). Lamentablemente, la indisponibilidad al diálogo, que el rey justificó con su autoridad, implicó la polarización de las dos posiciones y condujo a la muerte de casi todos los protagonistas de la historia. Sin embargo, sin la valentía de Antígona, una posible injusticia habría sido aceptada sin protestas, ya que nadie se habría levantado en su contra y la sociedad habría tenido una conciencia de sí misma mucho menos compleja y rica.
Por supuesto, la historia de Antígona nos habla de un tiempo arcano, que poco tiene que ver con nuestra experiencia, entonces muy poco tendría para decirnos sobre nuestra época. De no ser así, aún estaríamos en una situación en donde la mitad de la población, a menudo en condición de vulnerabilidad, trata de comunicarse con los otros, para amonestarlos sobre los eventuales peligros que algunos comportamientos cuestionables podrían implicar, y estaría recibiendo como respuesta una total indisponibilidad al diálogo condimentada con comportamientos de violencia simbólica y física. En esta eventualidad, el único resultado posible de esta lucha sería una destrucción mutua que terminaría como en la tragedia de Sófocles. Por fortuna, por condescendencias de los poderes imperantes tan dispuestos a escuchar los reclamos de las mayorías, estas cosas ya no pasan, pues desde hace tiempo se logró la equidad de género, el 8 de marzo ya no es estadísticamente el día en que más feminicidios se cometen, y todas las mujeres pueden expresar su disenso en condiciones de total equidad y seguridad. Claro está, si esto no fuera así, sería muy triste el futuro que nos espera y quizá la tragedia de Sófocles tendría aún mucho que enseñarnos. En primer lugar, habría llegado el momento de escuchar más seriamente la alarma que Antígona hizo sonar desde hace dos milenios y que no nos hemos tomado del todo en serio.
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