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Ruralidad en Colombia: razones para la esperanza

Ruralidad en Colombia: razones para la esperanza

La tierra es uno de los problemas estructurales sin resolver que sobrelleva la formación socioeconómica colombiana, luego de dos siglos de república. Sobre ella se soporta buena parte del origen y la prolongación del conflicto armado que se vive en el país. De igual manera, a partir de ella se explica parte de la desigualdad social que padecen los colombianos, así como los fundamentos del poder político, que, como lunar, se prolonga sin cambios en América Latina. Sobre estas y otras particularidades del campo, el periódico desde abajo conversó con el profesor Absalón Machado, director académico del Informe Nacional de Desarrollo Humano Colombia 2011.

Álvaro Sanabria –ÁS–
. La razón de la entrevista es el informe de Naciones Unidas sobre la ruralidad en el país. Quisiera comenzar por el título mismo del Informe. Leyendo los datos que se encuentran allí sobre concentración de la tierra, persistencia de la violencia, brecha creciente campo-ciudad, etcétera, me parece paradójico el título: Razones de la esperanza ¿Cómo explicar que las cifras preocupantes den razones para ello?
Absalón Machado –AM–. Efectivamente, es una pregunta válida porque cuando uno lee el Informe, encuentra el diagnóstico crítico de una problemática rural muy compleja, y puede llegar a la conclusión de que nada hay por hacer, pues es difícil resolver el problema del sector rural porque atraviesa por factores como conflicto, narcotráfico, ausencia de institucionalidad, pobreza. Pero el país tiene posibilidades de apostarle a lo rural, apuesta política por un sector con gran potencial en cuanto a recursos naturales y biodiversidad, y también de gente experta en organizaciones, así el conflicto las haya desarticulado o debilitado; que tiene una importante experiencia empresarial con la cual es posible proyectar un desarrollo moderno de la agricultura. El Informe –por el hecho mismo de poner en claro los problemas críticos– es esperanzador en tanto que mejora el conocimiento sobre lo rural y permite repensar, con más elementos de juicio, las propuestas requeridas para resolver la problemática rural.

ÁS. Usted, en la introducción, ha dicho que precisamente ya mostradas las potencialidades habrá que esperar la voluntad política, condición fundamental para impulsar el tipo de transformaciones necesarias. En tal sentido, desde 2003 América Latina entra en un fuerte sesgo hacia el extractivismo; algunos incluso hablan de reprimarización de la economía. ¿Cree que la nueva apuesta va de algún modo en contravía de la recuperación del campo o, por el contrario, puede favorecerla?
AM. La dinámica de la minería genera conflictos nuevos, uno de ellos con la agricultura, el medio ambiente y las organizaciones sociales del país y América Latina. Son retos nuevos que tienen el Estado y la sociedad colombiana. No se debe rechazar la minería por sí misma, una actividad económica que, realizada legalmente, puede crear mejores situaciones para los pobladores rurales. Pero con el modelo actual de desarrollo de la minería no vamos por buen camino: esa es la discusión. Justo, el Informe llama a la reflexión sobre un modelo de desarrollo minero que resulte compatible con el desarrollo humano y el medio ambiente.

El tema de la minería, en el caso colombiano, es mucho más complejo por la ilegalidad y la informalidad de este sector, que lo hace, más que un problema económico, uno de orden público entre el Estado y grupos armados o actores ilegales. Hay que ser sincero y decir que el modelo de desarrollo del país está concebido como de estímulo a la inversión extranjera, aparentemente inmodificable en el corto plazo. Esto, en contravía de una propuesta alternativa, que es posible pero necesita mayor conocimiento; más presencia y capacidad del Estado para regular actores y conflictos, y realizar acuerdos institucionales, locales y regionales. Esto pasa indudablemente por el control territorial por parte del Estado.

ÁS. El Banco Mundial propuso recientemente –podemos llamarla así– una aceleración en el proceso de desocupación del campo en el mundo entero. La Nueva Geografía dice que la gente debe concentrarse, aun más de lo que está, en las ciudades. En Colombia, hay columnistas que comparan el desarrollo humano entre ciudad y campo, y los resultados en inversión social en salud y educación son mejores en la ciudad. En ese sentido, cabe preguntar: ¿Cuál es la perspectiva de lo rural frente a esta tendencia que proponen e impulsan las entidades multilaterales de crédito?
AM. Esa es una realidad. El pensamiento único tiene gran peso en la conciencia de la clase dirigente y en muchos sectores sociales. Lo rural tiene una brecha muy alta con lo urbano, lo que se deduce, por ejemplo, en mayores índices de pobreza (diferencias entre 20 y 30 puntos), derivados del modelo de desarrollo que le apostó a la industrialización y descuidó lo rural. No es condición propia de lo rural ser pobre, atrasado y conflictivo: esto se inventó con el modelo de desarrollo.

Si bien es posible que en el mediano y el largo plazo haya diferencias entre lo urbano y lo rural, ello no indica que éste no sea una opción de vida. La condición del desarrollo humano no es sólo por las variables económicas, pues existen otras: cultura, pertenencia, convivencia con el medio, vida sana. De algún modo, el modelo europeo (no en los ingresos, problema que Europa ya resolvió) está volviendo al campo– como forma de mejorar la calidad de vida. Nosotros no hemos mirado al campo en ese sentido porque lo vemos como espacio conflictivo en que se puede vivir, bajo condiciones muy precarias, con ausencia del Estado. Debe haber más Estado en el mercado y menos mercado en el Estado, pero eso también muestra que se debe tener más Estado en el sector rural que en el urbano.

¿Cómo se va a plantear que se debe seguir vaciando el campo si las ciudades no tienen dónde albergar una persona más ni cómo ofrecerle empleo e ingreso dignos, o sea, las condiciones de vida que merecen todos los colombianos? Dada la situación de las ciudades hoy en el país, el escaso desarrollo industrial y de actividades que no generan empleo, junto a una informalidad de casi el 60 por ciento en la ciudad, ¿qué sentido tiene traer la gente?

Tenemos que cambiar la idea de que el modelo implica industrializarse y urbanizarse como lo hicieron los actuales países desarrollados. Ese es el error: hay que revertir ese modelo, y se necesitan por lo menos dos generaciones para constituir una sociedad rural estable y sólida en que los campesinos –el sector más importante de esa sociedad– puedan hacer un tránsito de su situación de pobreza a un mejoramiento de calidad de vida y de conformación de una clase media rural hacia el futuro, para lograr así una sociedad en la cual no haya una polarización de conflictos y poderes. Encontramos en el Informe, por ejemplo, municipios rurales con calidad de vida mejor que en áreas urbanas, lo cual quiere decir que es posible.

ÁS. Volviendo a la presencia del Estado y el mercado en el sector rural, a uno le da la impresión de que no hay Estado y tampoco mercado. En los 90 se trató de impulsar transacciones con el mercado asistido de tierras, pero se sigue disputando a tiros la propiedad de la tierra a tiros. ¿Qué razones estructurales se pueden identificar para que ni Estado ni mercado hayan regulado las relaciones, por lo menos de la propiedad, en el campo?
AM. Este país conformó una estructura agraria colonial que no cambia; al contrario, se ha consolidado con una condición política excluyente en que los únicos con poder de negociación con el Estado y la política pública son básicamente los grandes propietarios y los grandes inversionistas; el resto no tiene poder político ni poder frente al Estado. Esa élite ha consolidado históricamente sus poderes políticos y sus privilegios.

No hay mercado porque el Estado no está, y los que están son interferidos. Hay una condición muy clara en el caso colombiano: de todos los mercados, el más imperfecto es el de la tierra, el más intervenido por actores armados y narcotráfico: allí falta transparencia. Aquí el campesinado carece de poder político, siendo la parte más gruesa de la población rural. Por eso el Informe dice que “hay que reconocer social y políticamente al campesinado” si queremos pensar que tenemos una democracia.

ÁS. Hablando de organizaciones campesinas, funcionarios y asesores del Gobierno dicen que una posibilidad para la organización campesina es se consolide desideologizándose. Entonces uno pregunta: ¿Fue el conflicto rural muy politizado o, al contrario, despolitizado? ¿Qué significa que las organizaciones campesinas –a diferencia de Anuc en el pasado– deben estar o no desideologizadas? ¿Cómo jugaría este elemento de la ideología en el fortalecimiento de las organizaciones campesinas?
AM. Creo que la organización campesina tiene ideología pero no se refleja políticamente. La Anuc en los 60 y 70 manejó un discurso muy ideológico, de discusión entre corrientes que había en el terreno latinoamericano. No es que las organizaciones campesinas de hoy no tengan ideología sino que el conflicto impide que aquéllas desarrollen su propia ideología porque fueron acalladas por los actores armados, y ninguno de ellos representó los intereses del campesinado. En este nuevo contexto de organizaciones que vienen de un proceso histórico muy complejo, desarticuladas y debilitadas, hay que comenzar de nuevo a formar una propuesta sensata en función de una apuesta por lo rural que no se puede construir sólo con un discurso ideológico; para que una propuesta sea tenida en cuenta en lo nacional e internacional, debe tener bases muy serias en información, conocimientos, etcétera.

Las organizaciones rurales deben diferenciarse mucho de las que conocemos, pensar de otro modo, con nuevas ideas. Si pensamos que las organizaciones tradicionales son lo único por fortalecer, estamos desperdiciando un potencial muy grande de gente del campo y su capacidad de articularse con actores urbanos, nacionales, internacionales.

ÁS. Hay demasiadas dificultades para la restitución de tierras. Y surge una pregunta: ¿De dónde tendría que salir el impulso necesario para que haya una nueva estructura de la propiedad, nuevas relaciones políticas y sociales en el campo?
AM. Esta es una apuesta que pone a prueba al Estado en su capacidad de echar a andar una política como la Ley de Víctimas. Tenemos que recordar de dónde venimos para poder valorar la importancia que tiene la apuesta que hace el Gobierno, así sea muy pequeña y tenga todas las dificultades del mundo. Sin embargo, esta ley es el comienzo de una apuesta hacia el futuro, aunque la gran duda es cuál va a ser la continuidad de la política. ¿Qué pasará en los próximos gobiernos? Esta política necesita mucho más que un gobierno, y tener los elementos suficientes en recursos e institucionalidad para manejar el tema. Por ejemplo, la restitución, sin una política de desarrollo rural, no resuelve el problema de fondo, que es la estabilización de las sociedades rurales en forma definitiva. Si el país desaprovecha otra vez esta oportunidad, como en los años 30 y 60, diríamos que esta sociedad es incapaz de garantizarse su propia existencia económica, social y política. De esa magnitud es el tema.

ÁS.
El informe llama la atención acerca del hecho de que sobre seguridad y soberanía alimentaria hay muy poco. ¿Cómo ve usted el problema de la seguridad y la soberanía alimentaria, engranado con estas problemáticas de las que hemos hablado?
AM. El país tiene un problema de seguridad alimentaria muy serio, sobre todo en demanda, por la falta de capacidad de compra de la gente y los problemas de sanidad en la calidad de los alimentos. El país no ha discutido seriamente sobre el tema. Hay un documento Conpes de 2008 sobre seguridad alimentaria, la política que está vigente, con todas las consideraciones mundiales sobre seguridad alimentaria, pero el Estado no ha tenido suficiente capacidad para aplicar esa política. La discusión de esa soberanía es más de las organizaciones que del Estado porque el tema no preocupa por una razón macroeconómica muy sencilla: en una economía abierta y globalizada se debe manejar una autosuficiencia alimentaria relativa; no se puede pensar en soberanía en el sentido literal de producirlo todo sin depender de nadie más. Se debe entender que la seguridad alimentaria tiene connotaciones por el lado de los ingresos: cuando una familia de nivel de autosuficiencia de tipo campesino tiene pocos recursos económicos, vive prácticamente de lo que produce; pero si usted genera más recursos por otro lado, rompe esa autosuficiencia y logra adquirir más productos en el mercado, y no importa si son nacionales o importados sino que usted los consigue, tiene la oferta. Entonces, el tema, visto desde la familia, es diferente del nivel macroeconómico, y si lo ve en el nivel del individuo es diferente.

Por otro lado, es grave destruir recursos naturales que tienen gran potencial de producción de alimentos y los destinemos a producir biocombustibles. En lugar de alimentar gente, terminamos alimentando carros. Además, el tema de seguridad alimentaria es muy diferente entre los afrodescendientes, los campesinos, los indígenas del Amazonas y los habitantes de ciudad. Tendemos a generalizar, pero hay que mirar esto con cuidado. Por eso el Informe no se metió con eso porque amerita una discusión mucho más amplia.

ÁS. Para una propuesta de democratización del campo, para ganar también, así sea en términos relativos, en seguridad alimentaria, ¿cómo ve que afecten en una o dos décadas la estructura rural los tratados internacionales que firman los gobiernos.
AM. Nuestra visión es que Colombia, por principio, es perdedora en el TLC, como los países que no son potencias internacionales y carecen de poder de negociación, como sí la tienen Estados Unidos o la Unión Europea. Somos un país muy pequeño. Si se mide en términos de PIB, no hay capacidad de negociación. Luego en el TLC somos perdedores y lo seremos aún más si no reemplazan las estructuras económica y social de hoy, para que la agricultura mejore su productividad, su competitividad. Tenemos 39 millones de hectáreas en ganadería, cuando debieran ser 21, lo cual le baja competitividad al país porque usamos tierras inadecuadamente. Los conflictos de suelos se reflejan en la baja competitividad y en que la tierra está concentrada, monopolizada. No se puede poner al campesino a competir con empresas norteamericanas porque aquél no tiene tierras ni recursos ni acceso a tecnología ni créditos. Eso es precisamente lo que hay que cambiar.

ÁS. Hace un año se supo que el embajador chino estaba haciendo averiguaciones sobre opciones de compra masiva de tierra en Colombia ¿Cómo ve al país en este proceso?
AM. Al país lo cogieron sin instrumentos, sin pensar el tema y sin una política. Ya la inversión extranjera llegó; la altillanura está prácticamente apropiada y van a seguir viniendo, incluso a compras de tierras y proyectos pequeños y medianos. Este proceso se intensificará a medida que se agoten las fronteras agropecuarias en esos países, como les ha sucedido a China y los países árabes, que salen a comprar tierra en África. Entonces, primero, aquí no hay discusiones serias sobre el tema, ni de parte de la sociedad civil ni de parte del Estado. Es como si a nadie le preocupara, aunque el asunto es muy grave; segundo, no tenemos una legislación clara. Otros países lo prohíben, como Argentina:: “Cuando llegue la compra de tierras por parte del capital extranjero al 15 por ciento de la tierra disponible, ahí se cierra; no dejamos que más del 15 por ciento esté en manos de extranjeros”.

Veo tres problemas respecto a la adquisición de tierras por capital extranjero: Primero, los pobladores que habitan en las zonas. Porque proyecto que llega, proyecto que saca gente. Usted necesita hacer agricultura mecanizada en zonas amplias, luego debe comprar y sacar la gente que habita allí, pero se puede hacer una política que enfrente la situación.¿Qué opciones se les ofrecen a los pobladores que salen de las regiones de los proyectos?

Segundo, el control de las fuentes hídricas. Cuando una compañía extranjera hace un proyecto de 50 mil hectáreas, como en la altillanura, usted maneja cuencas y microcuencas hidrográficas; maneja el agua. ¿Qué pasa con el servicio de ésta para la población?

Y tercero, la destrucción de la biodiversidad y problemas del medio ambiente. Esos son los tres problemas a los que se les debe prestar atención para hacer una buena regulación, a través, por ejemplo, de un estatuto que regule la inversión extranjera en tierras.

ÁS. Para finalizar, una pregunta sobre bases hipotéticas: si fuera Ministro de Agricultura y contara con respaldo institucional y civil, ¿qué medidas urgentes tomaría usted?
AM. Lo primero sería convocar a la sociedad para que me acompañe con una apuesta política por lo rural. Si no hay respaldo de la sociedad, es imposible echarla a andar. Pero, insisto, un apoyo del sector rural pero igualmente de toda la sociedad que crea en lo rural y en lo estratégico que es este sector, y en la necesidad que se tiene para desarrollarla.

Lo segundo. También convocaría a la Academia, a las organizaciones sociales y los diseñadores de política pública a que hagan una propuesta sobre cuál es la política pública que necesita el país para el futuro, no sólo para hoy. Otra cosa es una reflexión sobre la institucionalidad que tiene el país para manejar los problemas rurales, para hacer un rediseño institucional de lo público en el sector.

Lo tercero. Le apuntaría a una discusión sobre cómo resolver la inequidad en el sector rural: social, económica y política; empezando por hacer las cosas con claridad, ¡y las normas existentes lo permiten hacer! Colombia tiene en la Ley 160 de 1994 un mandato que viene de la Ley 135 de 1961 sobre la función social de la propiedad. Tierra mal utilizada, que no cumpla su deber social, o se expropia o se compra al valor catastral para ponerla en manos de quien pueda cumplir la función social de la propiedad. También cambiaría la orientación del gasto hacia bienes públicos y educación, salud, obras públicas, y no hacia subsidios.

En realidad, estamos hablando de cómo desarrollar un sector que no se ha desarrollado; que se ha desarrollado en islas: el azúcar, las flores, la palma africana, el banano en Urabá. Una apuesta por el desarrollo, pero pensando primero en la gente, antes que en los mercados, siendo muy importantes los mercados.

Haría también una apuesta muy grande para la explotación de los recursos forestales, donde Colombia tiene un gran potencial desperdiciado, y haría un repoblamiento forestal de muchas zonas que están totalmente deterioradas. Asimismo, haría una cosa que Colombia no ha pensado: sacaría la producción de muchas áreas de la zona andina que están deterioradas y las pondría en recuperación 30 o 40 años, y dedicaría a la producción unas zonas hoy mal explotadas, dentro de una política de reordenamiento y uso del territorio.


¿Razones para la esperanza?

El Gobierno acaba de aplazar la entrega del proyecto de Ley de Desarrollo Rural para la legislatura del segundo semestre de este año. La ley, que pretende agrupar en un solo cuerpo la normatividad agraria, y que tiene como base conceptual el Desarrollo Rural con Enfoque Territorial, se constituye en por lo menos el cuarto intento del país, en los últimos 80 años, por incluir el sector rural en los marcos de la funcionalidad del campo a las necesidades del crecimiento. Sin embargo, tanto la Ley 200 del 1936 como la 135 de 1961, los proyectos más ambiciosos de adaptación del campo colombiano a las exigencias del régimen de acumulación del capital, fueron abortados por los latifundistas en reacciones violentas que evitaron el ingreso pleno de la modernidad a las relaciones agrarias.

Las razones de la resistencia estriban en que la centralidad de la tierra en Colombia ha estado apuntalada más en los intereses geopolíticos de los poderes locales que en la racionalidad de la renta y la ganancia. Dominar territorios, para gestionar fuerza de trabajo bajo formas semiserviles, ha sido el cometido de unas élites que ignoran las realidades de la gerencia y el riesgo económico. Apropiar tierra en función de la seguridad territorial y como forma de materialización del excedente, en un país con frontera agropecuaria abierta, se ha traducido en una disputa violenta por la propiedad que no muestra visos de solución en el corto o el mediano plazo. El encarecimiento de la tierra, en un país que tiene sin utilizar 17 millones de hectáreas aptas para la agricultura, es un contrasentido que sólo tiene su explicación en el acaparamiento del suelo que no se ha querido enfrentar por ningún gobierno central.

El auge de los cultivos de plantación y la consecuente instalación en el país de una agricultura extractiva no auguran un panorama halagüeño. Los gritos destemplados de los voceros políticos del latifundismo armado, y sus sabotajes a cualquier intento de regulación formal de las relaciones en el campo, dan poco espacio para la esperanza. Los asesinatos sistemáticos de los reclamantes de tierras y la repotenciación del más oscuro de los movimientos políticos, que el país ha visto y que gobernó los anteriores ocho años, no son ciertamente señales de aliento. Quizá la presencia de los grandes capitales transnacionales para la explotación de grandes extensiones de cultivos transgénicos altere un poco el panorama rural colombiano, en el sentido de que en ciertas zonas de enclave puedan verse bolsones de capitalismo modernizante, pero eso no es ciertamente esperanzador para nuestros campesinos.

¿Quién duda de que en nuestro territorio haya condiciones fisiográficas para asegurar nuestro alimento a la par con un medio ambiente sustentable? Muy pocos, quizá, pero tampoco las condiciones sociopolíticas que enmarcan la apropiación de la tierra son francamente excluyentes y culturalmente sustentadas en visiones arcaicas de sujeción personal de la fuerza de trabajo. Por eso, mientras las correlaciones de fuerza política no se alteren decididamente, creemos que las razones para la esperanza son tan solo saludos a la bandera.

Álvaro Sanabria Duque

Información adicional

Entrevista al profesor Absalón Machado
Autor/a: Equipo desde abajo
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