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Una conversación pendiente con el Ministro de Vivienda

Fabio Mejía Botero

Fabio Mejía BoteroPrimitivo Toconas se la pasaba anhelando curar sus dolencias. Sólo cuatro eran las visitas de las batas blancas que llegaban en el mes a estas tierras. Venían en horas de la mañana con la unidad móvil de salud desde la cabecera municipal de Jambaló (Cauca), quienes hasta el mediodía diagnostican y remiten exámenes a Santander de Quilichao o Popayán. Los resultados no son leídos hasta el próximo miércoles. Es el único día que se tiene en la semana con derecho a enfermarse por estos parajes. Estando él en su espera, fue que nos conocimos.

El hombre que arrastra tantos años encima, con quien me comunicaba, alistaba maletas para llegar a Bogotá porque deseaba hablar con el Ministro de Vivienda. De rutina, se le veía con una chaqueta americana impermeable, de verde fosforescente con morado; camina despacio, habla nasayuwe y castellano, y los repliegues de su piel delatan el tiempo que le ha pasado. Sus tierras y las de miles más son las tierras del oro, de agua y minerales donde se pasea la codicia, y hacen ostentación el poder y las botas militares. De mujeres de chumbe y hombres de chirrincho, pieles acarameladas o caobas que distinguen muy bien entre la hoja de coca y la cocaína, la amapola y el extracto de ésta. Por la misma donde se entierran sus ombligos cuando nacen. Han conocido la muerte constante, las balas, la guerra merodeando con helicópteros y aviones sobrevolando por sus cabezas, bombas camufladas entre motos, carros, chivas que explotan y vuelven estridente la existencia.

El pasado no evoluciona y los muertos son más porque las mujeres paren más. Cuando las balas merodean en Jambaló, los úteros se expanden. En las vaginas, muchas de ellas prematuras, entran los hombres de la guerra, que matan o los matan; igual, si salen vivos siempre se van. Por los pueblos y las veredas deambulan los hijos de los camuflados, pasiones y seducciones cortas que siembran cordones umbilicales, y cuando salen a luz encuentran sólo la sombra del hombre que hizo que los parieran.

Nadie más que sus gentes saben que de un momento a otro los latidos del corazón pueden ser interrumpidos, unos han vivido los velorios a temprana edad, y otros, ya viejos, viven para contarlo, porque un hostigamiento es normal, un tatuco es el más popular. Sólo a los foráneos asusta, aterroriza, les enferma la psique.

Los Nasa se acostumbraron a recomponerse cotidianamente, lo que los hace fuertes, cautelosos y sigilosos. Son los que creen en la defensa de la Tierra, saben que el suelo natural es para quien lo trabaja; consideran que su terruño es único, difícil de ser reemplazado por otro lugar, y fuera de sus fronteras territoriales mantienen la idea de que no hay quien los reciba. El único lugar para habitar es este. Ellos, quienes se resisten a abandonar la tierra donde por primera vez abrieron los ojos. La carnosidad que los ataba al vientre con su madre en la gestación es cortada y enterrada como un sellamiento espiritual que hacen sus progenitoras. Estos niños, convertidos en hombres y mujeres pactados con la Tierra son la gente de Jambaló. En parte, es también la biografía de Primitivo Toconas. Contados con los dedos de la mano son los que se van por voluntad propia.

Al norte del Cauca, el color de barro se extiende por el camino, donde se asoman niños por ventanas coloniales. En el exterior de sus paredes reposan telares y descuelgan flores que les matizan el color a sus fachadas amarillentas por las tonalidades tierra. Muchas de ellas han sido construidas comunitariamente con adobe, juncos, boñiga de vaca. Su ubicación obedece a recomendaciones del médico tradicional. Antes de habitarla se baila para calentarla; es una casa rectangular con tres mundos espirituales: el de abajo que conecta con la Tierra, el central con la naturaleza y el superior con los seres mayores de la cosmogonía Nasa: el trueno y las estrellas. Es una “casa viva” que tiene por corazón el fuego donde se cocinan sabores y se tejen historias. Los recuadros de madera que interrumpen la luz exterior cuando están cerradas son los ojos. Las columnas que sostienen y guardan el barro son las piernas, adornadas en sus exteriores con el tul donde están las semillas que germinan para fundirse en los estómagos de la familia. Así es la casa de Primitivo Toconas, y la de sus hijos e sus hijas mayores de edad.

Por los caminos montañosos del norte del Cauca, en plena Cordillera Central, a Primitivo le relucen historias por su territorio, un lugar que aparenta estar cercano a las nubes cuando pretende llover. Allí se levantan los plátanos, los aguacates; alumbran las naranjas, las piñas y los limones.

Primitivo cuenta que ha conocido otras ciudades del país, hablando de su gente o, mejor, caminando con ella: “Yo voy a las movilizaciones por la Panamericana, he llegado a Bogotá caminando y ¿qué hace uno por aquí con la misma gente? Hay que conocer otra para que esto mejore”. Me lo decía, tras aceptar la propuesta de hacer un registro fotográfico de algunas viviendas de su vereda. “Voy a mostrarle las fotos de estas casas al Ministro para que vea cómo vivimos; se nos entra el agua, cada nada hay que estar reparándolas. Que nos ayude con ladrillos, cemento y tejas, como esas poquitas casas que ha construido Acción Social. Uno se cansa de vivir en el barro”.

Toconas, el abuelo indígena nasa, mantenía en reserva la intención de su viaje con destino a la capital. Tenía previsto salir en la chiva de la semana siguiente, que recogería a los comuneros y cabildantes para iniciar el recorrido por la Vía Panamericana en octubre del 2011. Cada vez que llegábamos a una casa para fotografiarla, se convertía en el pretexto para anunciar su viaje y recibir a regañadientes sus pretensiones, no por anhelar el paso de una “casa viva” a una de cemento, porque esta es una concepción compartida entre los propietarios de las fachadas registradas. Ellos consideran que “estar así es ser pobre, no hay con más para construir. Con ladrillo se ven más bonitas las casas”. El rezongo radicaba en la quimera de Primitivo de ser atendido por el Ministro y “seguir en esas ya tan viejo […] y dizque hablando por la comunidad”.

A la tercera casa visitada y primero fotografiada desde lo lejos sin autorización, sale una de las hijas de Primitivo, diciendo:

–¡Mi papá es más iluso! Primero, quién va creer que lo va atender el Ministro, y, segundo, qué nos van a dar teja y ladrillo para construir nuestra casita.

–Mija, hay que hacer el deber de ir hasta Bogotá y hablar –responde vehemente Primitivo. De paso, aprovechó para anunciar que el próximo miércoles, en lugar de estar en el centro de salud ambulatorio de la vereda, se encaminaría rumbo a Bogotá en chiva y caminando.

En Bogotá, muchos no saben dónde queda Jambaló. Son tierras perdidas en sus mapas mentales citadinos. Al contrario, están quienes por lo menos lo ubican en la cartografía nacional; están los académicos y los pacifistas, que conceptualizan y viven cómodamente tratando de analizar el antes, el después y el futuro de los muertos de por aquí, mientras la gente se mata con practicidad y no teoriza sobre ello: sólo lo sufre. Otros se aterran momentáneamente de la tragedia de sus gentes vista en la pantalla chica y lanzan lamentaciones. También, quienes en ristre creen que es el Afganistán colombiano y fabulan con los saberes indígenas. Los citadinos le temen al Cauca y no conocen ni sienten la intensidad de la guerra porque no tienen motivos por defender: “La guerra se hace donde hay tierra”. Quienes la tienen sacian el hambre de aquellos que transitan por el asfalto y muros grisáceos, ignorándolos, decidiendo políticamente sobre sus vidas.

La esperada chiva pitó a las cinco de la mañana. Sobresalían en su interior las varas de autoridad de la guardia indígena. El miércoles de la semana siguiente, Primitivo estaba con nostalgia de nuevo en el puesto de salud. “No pude irme esta vez, pero la próxima sí lo haré”. Las fotos quedaron guardadas en un disco magnético.

El presidente Santos, después de dos días de presidir un Consejo de Seguridad en Popayán, el 29 de febrero de 2012, anunció el comienzo de las operaciones de 300 soldados profesionales que se sumarian a “la Fuerza de Tarea Apolo ‘para combatir a los terroristas’”. Los hombrecitos de casco keblar, verde oliva, fueron llevados desde la base militar de Tolemaida hasta la tierra prometida para combatir la guerra donde vive Primitivo. Llegaron en aviones Boeing 727 y Hércules C-130. Sus cuerpecitos jóvenes, torneados de masa muscular, se ganan mensualmente un 1.150.900 pesos por defender la patria que los vuelve parias.

Sin contar el número total de efectivos en todo el Cauca, por el salario de este número de hombres, si logran quedar vivos por 12 meses, el país pagará en nómina 345 millones 270 mil pesos, mientras un jornal en Jambaló, es decir, un día de trabajo en una finca, oscila entre los 10.000 y los 12.000 pesos. Don Primitivo esperará una nueva oportunidad para llegar a Bogotá y hablarle al Ministro de Vivienda con fondos subsidiados por la organización indígena; financiarse de su bolsillo le costaría hacer un ahorro minucioso durante un año para siquiera reunir mínimamente el valor de los viáticos terrestres. Ojalá que la guerra no lo mate y, como los viejos de estos paisajes, pueda seguir narrándola y soñar con salir de la pobreza.

Información adicional

Autor/a: Alexandra Gómez
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