El turismo como lucrativo negocio, es dominado hoy en Colombia por grandes multinacionales. No es casual la afanosa búsqueda de nuevas zonas francas en parques nacionales y resguardos de minorías étnicas, sin ser vigilados o controlados de manera eficiente por los entes públicos regionales y/o nacionales. Cerca de Cartagena de Indias, la empresa Corplaya pretende que le concedan 3 kilómetros y medio de playas, en lo fundamental, para construir “un complejo hotelero turístico” que sería el más grande del caribe colombiano, pretensión que desconoce a quienes habitan allí desde siempre.
Playa Blanca es una pequeña vereda ubicada dentro del corregimiento de Santa Ana, en la paradisíaca Isla de Barú –antes conocida como península–, parte integral del archipiélago de las Islas del Rosario, consideradas como Parque Nacional Natural (Decreto 0977 del 2001).
La vereda está poblada por cerca de 100 nativos, provenientes de varios lugares de la Isla de Barú, con asentamiento en esta zona de bajamar desde hace más de 20 años.
Este bello rincón del Caribe hace parte del distrito de Cartagena. A él se llega saliendo por el suroeste de la ciudad, atravesando la zona industrial de Mamonal, el pueblo de Pasacaballo, hasta llegar al puerto del mismo nombre en el Canal del Dique. Desde ahí a Playa Blanca son 17 kilómetros, 14,5 asfaltados y 2,5 por vía rural.
Si se viaja por vía marítima se debe atravesar toda la bahía de Cartagena de Indias; en lancha se toma entre 30 – 45 minutos.
El negocio
La avanzada desarrollista del capital financiero y turístico extiende sus intereses por todo el país. Esta región del Caribe no es la excepción. Como en otras partes del país, pretende que aquí le entreguen predios en concesión administrativa, negando a sus pobladores de siempre, es decir, usurpando las tierras colonizadas por comunidades que son titulares de derechos fundamentales irrenunciables.
No ocultan su interés por adueñarse de esta bella zona emporios económicos, como los representados por la Fundación Hernán Echavarría Olózaga quien en el año 2008 hizo un estudio socioeconómico de la población de Santa Ana, así como la Fundación Playa Blanca de Barú, que tiene relaciones con los organizadores del Concurso Nacional de Belleza.
Pero la pretensión mayor proviene de Corplaya (Corporación para el Desarrollo de Playa Blanca Barú), empresa en la que el mismo Fonade (Fondo Financiero de Proyectos de Desarrollo, empresa industrial y comercial de carácter financiero que pertenece al Estado, vinculada al Departamento Nacional de Planeación) tiene acciones en una proporción de la mitad menos uno. Otras accionistas son empresas como Prime V y Palmas pertenecientes a familias de emporios económicos de la región. Corplaya, como fundación, es costeada por los grupos Santo Domingo y Echavarría. Su directora, Blanca Clara Diago, alega el legítimo derecho que tiene la entidad que representa de acceder a la concesión para construir en estas tierras un complejo turístico. Argumentan que quieren organizar el pueblo nativo, un eufemismo para la reubicación de sus kioscos existentes en la playa. También para lo que llaman “recuperación ecológica” del sector, que en verdad es la construcción de infraestructura para vender servicios turísticos.
En la telaraña de intereses financieros y turísticos hay diversidad de hilos. Uno de ellos lo constituye la firma Playa Blanca Barú S.A. encargada del desarrollo de los planes turísticos, para lo cual promueve desalojos de los históricos habitantes de cada una de las tierras donde dirige su vista, tratándolos como invasores y delincuentes, disputa en la cual no es extraño que algunos de ellos terminen presos, otros judicializados –sindicados de delincuentes–, y algunos más amenazados. En su pretensión por apropiarse de nuestras tierras, realizaron consultas previas con los habitantes de la Hacienda de Santa Ana, pero no con la comunidad, la de verdad afectada de Playa Blanca.
La resistencia
En la vereda Playa Blanca viven actualmente, en asentamiento directo, cerca de 100 nativos. A comienzos del año 2013 la Comunidad de Playa Blanca se opuso a una delimitación con cercas de alambrado a sus espacios públicos y zonas naturales que lindan a escasos dos metros de sus propias cabañas, y a escasos 35 metros del mar. El conflicto se agravó con vigilantes privados de los predios privatizados, empleados de la compañía Segbarú que derribaron estufas, mesas, sillas y demás cosas del lugar, acción violenta emprendida delante de turistas que disfrutaban de las playas.
La reacción de la comunidad no se hizo esperar. Tampoco los refuerzos de la empresa privada, quienes incluso dispararon, una de cuyas balas rozó la mano de uno de los jóvenes de nuestra población. Ahí fue cuando la gente se indignó y atacó con palos y piedras. En medio del altercado irrumpió la Policía –incluso con apoyo del Esmad–, pero para cumplir con los intereses privados y no con la ley, arremetiendo de frente contra la población del lugar.
El pleito se agrava y la comunidad no se queda impávida. En consejo comunitario de negritudes, en la vereda de Playa Blanca Isla de Barú, en su asamblea general eligió como representante legal de la comunidad afro colombiana –para proteger sus derecho– a José David Miranda López. Su principal misión en estos momentos: encabezar todos los pleitos jurídicos para lograr que se niegue la solicitud de concesión a Corplaya.
El chanchullo
El propio representante a la Cámara por Bolívar, William García, adscrito a Cambio Radical, tiene sospechas sobre cómo empresas anónimas compran tierras a través de la firma Playa Blanca Barú S.A, creada en 2005, bajo escritura 2.900 de la Notaria 11 de Bogotá, constituida ante la Cámara de Comercio con un capital de sólo 20 millones de pesos, un monto muy pequeño como para manejar sin control las tierras pertenecientes a la Nación.
Son 3.500 los metros lineales que Playa Blanca Barú solicita ante la Dimar (Dirección General Marítima y Portuaria), como concesión bajo la peticionaria de Corplaya, perteneciente a esta sociedad económica.
La Alcaldía de Cartagena, a través de su secretaría de Planeación expidió una certificación a Corplaya donde manifiesta que el área solicitada para el trámite de concesión cuenta en la actualidad con presencia de comunidad distinta a la solicitante. Es esta respuesta legal la que motiva a la empresa para adelantar acciones en pos de propiciar el desalojo de los miembros de la comunidad.
Para constatar quienes habitan estas tierras se ordenó la implementación de una inspección ocular, a cargo de unos peritos. No les fue difícil verificar que aquí sí hay población con asentamiento histórico, labor que fue saboteada por los vigilantes de la compañía Seguridad Barú Ltda., quienes no permitieron finalizar la diligencia ocular ni el inventario.
Valga aclarar que las cercas con alambre de púa que sembró la empresa privada se encuentran dentro de la franja de playa activa, es decir, zonas de bajamar y por ende dentro de la jurisdicción de Dimar. Una concesión irregular no sólo por los incumplimientos que establece la norma sino por la apropiación (privatización) de bienes de uso público de todos los colombianos.
Pero no sólo esto, en su afán por sacar a sus habitantes históricos de sus tierras, un poderoso empresario como Gabriel Echavarría, presidente de varios muelles, no oculta su racismo ni su afán de lucro al asegurar que los asentamientos de la comunidad son prostíbulos y expendios de drogas. Propone que ante la condición de hacinamiento de la población nativa en los 800 metros concesionados, la solución consistiría en reubicarlos de la playa hacia la parte de atrás, para que el proyecto turístico pueda solicitar una extensión de 3.500 metros lineales restantes. La sed de ganancia es evidente.
No sobra recordar que los pueblos indígenas y comunidades afrocolombianas son titulares de derechos fundamentales y sujetos de especial protección constitucional según sentencia T-380 de 1993 de la Corte Constitucional. Por tantos siglos de esclavitud y colonialidad, los herederos de pueblos afro descendientes, indígenas, mestizos que organizaron parte de la resistencia más recia en contra de la dominación española, han vivido desde hace mucho tiempo conservando prácticas tradicionales sobre las aguas, playas y riberas, en los bosque sobre la fauna y flora terrestre para fines alimenticios, para la construcción y reparación de viviendas. Todo eso que los definen como comunidades con rasgos culturales y sociales compartidos, como miembros de una colectividad. Véase que hoy son tratados (como lo han sido en muchas otras ocasiones) como invasores de sus propias tierras, padeciendo la presión de grupos económicos y políticos de la región que quieren continuar con la diáspora. Pero a pesar de todo lo sufrido, estas comunidades mantienen su voluntad de resistencia, como lo han hecho en situaciones más difíciles, hoy están unidos para no dejarse desalojar.
Recuadro 1
Historia
En la lucha contra la esclavitud y la colonia nace y se proyecta en la historia la comunidad que habita el territorio conocido hoy como isla de Barú. La conformación de palenques, aldeas comunales indígenas, asentamientos municipales de todo tipo comenzaron a estructurar las formas de organización social y de reconocimiento con la tierra y la territorialidad.
Antes de fundarse el corregimiento Santa Ana de Barú, el poblado ya existía, como muchas otras poblaciones de la costa que a finales del siglo XVIII se encontraban aún dispersas en un inmenso territorio, alejadas de las autoridades, apenas marginalmente integradas a la sociedad colonial. La Corona española en compensación por los actos de colonización, otorgó a las comunidades parte de las tierras colonizadas y conquistadas. Este territorio hoy es isla –no península– por el cambio geográfico originado por la separación física que produjo la construcción del Canal del Dique.
Según escribe Pilar Moreno* el 10 de noviembre de 1774, un teniente español de nombre Antonio de la Torre y Miranda logró reunir a 116 familias del vecindario alrededor de un trazado urbano. Así marcó, según su más conocido relato, el nuevo nacimiento de Santa Ana, corregimiento hoy de Cartagena, ubicado en la isla de Barú.
* Pilar Moreno de Ángel (1993) “Antonio de la Torre y Miranda, viajero y poblador”. Editorial Planeta, Bogotá.
Recuadro 2
La perlita de Decamerón
La gran cadena hotelera Decamerón también está en Barú, y se presenta como la única empresa que ha llevado desarrollo social a la isla con su nuevo hotel, en el cual ha invertido cerca de $60 mil millones. El hotel Royal Decamerón Barú fue construido en 14 hectáreas que los herederos propietarios de la hacienda Santa Ana afirman les pertenecían. Pero allí habita una población aproximada de 3.792 personas, 36 por ciento de la cual es menor de edad, mucha de ella con deserción e inasistencia escolar. Toda esta población vive desde hace más de 20 años del turismo propio.
En el proceso que llevó a esta cadena hotelera a construir en Barú, las tierras fueron compradas de manera irregular a particulares que no eran nativos de las mismas y, por lo tanto, no podrían haber recibido herencia alguna por los que no eran propietarios de los predios, pero esos particulares sí terminaron negociándolas. A criterio del vicepresidente de la Asociación de Herederos de la hacienda Santa Ana en Barú, José Carballo, la escritura pública que posee el hotel se encuentra indebidamente registrada en la Oficina de Registro de Instrumentos Públicos de Cartagena. Denuncia José que la minuta de posesión de las tierras que sirvió para elaborar la escritura no tiene tradición, ni antecedentes. Además, que dicha escritura pública no está registrada en la Notaría Segunda, ni en el Archivo Histórico de Cartagena. Sus habitantes se han movilizado con protestas frente al hotel Decamerón en Cartagena y Barú, exigiendo a la compañía hotelera el restablecimiento de su derecho a la propiedad.
Pero hay oídos sordos. Decamerón alega que lo único que ha hecho es llevar desarrollo a Barú, enganchando como trabajadores a más de 150 personas en su nuevo hotel, empleos que alcanzarán a unos 350 de sus pobladores en los próximos meses. Esperanza de desarrollo que se convierte en esclavitud.
A la luz de lo sucedido es evidente que hay gato encerrado. Quien vendió las tierras a Decamerón (la compañía de Cementos Argos y la Sociedad Galerazamba y Cía) no pertenece a la comunidad, lo que hace de este un negocio ilegal que usurpa a sus verdaderos propietarios. Claro, para estas empresas privadas resulta improcedente pretender anular un largo proceso judicial que les confirió la propiedad sobre las tierras. Pero así hay que proceder para que los históricos habitantes de estos terruños no sean expropiados ni desalojados de aquello que les pertenece.
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