La reacción casi histérica que provocó en el país político y mediático el anuncio de que en los diálogos de La Habana, el sector de la insurgencia sentado en las mesa de negociaciones apoyaba la creación de 59 Zonas de Reserva Campesina (ZRC), que podían llegar a sumar 9 millones de hectáreas, es una muestra fehaciente que la intolerancia de las élites y sus guardianes ha sido el verdadero combustible de la guerra.
Ese sector intolerante se escandaliza de que se proponga reconocer y titular nueve millones de hectáreas a los pobres del campo, que podrían garantizar la supervivencia a cerca de un millón de personas, pero mira complaciente o indiferente que poco más de 47 millones de hectáreas estén en manos de 15 mil personas, según los datos del Atlas de la Propiedad Rural que publicó el Instituto Geográfico Agustín Codazzi.
Lo absurdo de la situación se hace más evidente si se sabe que el área dedicada a la sector agropecuario es de 51 millones de hectáreas, de las que 39 millones son potreros improductivos (tan sólo 5 millones de hectáreas dedicadas a la “ganadería” son de pastos mejorados, según las cifras del Ministerio de Agricultura). Pero, lo que más llama la atención es que expresiones como las del ministro Restrepo de que no se permitirán “republiquetas”, desnuda el origen mismo de nuestra última guerra, que se activa por la oposición violenta del Gobierno de la época al surgimiento de incipientes zonas rurales organizadas que fueron descalificadas con el mote de “repúblicas independientes”. Por lo que el inconsciente del ministro expresa la posición de las élites: Eliminar el conflicto sin eliminar su causa.
Y es que el otro aspecto de la reacción desmedida proviene del reclamo de las organizaciones campesinas para que las ZRC tengan autonomía. Ésta, es reconocida para muchas formas organizativas en el país sin que eso implique independencia del marco constitucional. Los resguardos indígenas y los territorios colectivos de afrocolombianos están cobijados con muchos aspectos autonómicos, igual que lo está una institución como el Banco de La República, de cuyo actuar autónomo derivan los más recalcitrantes y ortodoxos ultraliberales el buen funcionamiento de la sociedad. En España se llaman Estados Autonómicos a las divisiones político-administrativas del Estado-nación, y se discute sobre grados y aspectos de dicha autonomía sin que eso signifique necesariamente secesión. La hipocresía y el temor a una verdadera democracia son, entonces, nuevamente, las motivaciones veladas tras el griterío.
Índice de concentración de la propiedad
Olvidos interesados
Hoy se quiere olvidar que el decreto reglamentario de las ZRC, el 1777 de 1996, es promulgado ante las exigencias del movimiento agrario, que veía cómo la creación de la figura con la ley 160 de 1994, dormía el sueño de los justos y no se quería aplicar. Ese decreto fue bastante restrictivo en cuanto al alcance geográfico de las ZRC, puesto que su aplicación quedó circunscrita a las áreas de colonización donde hubiese predominio de baldíos, lo que se justificaba asignando a las ZRC la función de espacios de amortiguación de los parques nacionales y, por tanto, de protección ambiental, así como de barreras de contención de la frontera agropecuaria.
Que luego de diecisiete años (contados desde el decreto reglamentario y no desde la promulgación de la ley) tan sólo existan seis zonas activas, con poco más de 830 mil hectáreas, es muestra del carácter absolutamente marginal de la figura, concebida como un complemento secundario al intento de impulsar un mercado activo de tierras que bajo el concepto de “mercado asistido”, es decir estimulado por el Estado, pretendía legalizar y legitimar la propiedad rural en el país.
Ese intento de hacer reinar el mercado donde el Estado había fracasado también fue fallido, como lo reconoció el mismo Banco Mundial, patrocinador del mecanismo. Esta institución, que en 1990 bajo el paraguas de su programa “Reformas estructurales de la segunda generación”, orientaba la política de acceso a la tierra bajo el lema de “la tierra para el que la pueda comprar” (en contravía del lema zapatista de “la tierra para quien la trabaja), tuvo que reconocer en el documento de 2003 “Política de Tierras para el crecimiento y la reducción de la pobreza”, que los mercados asistidos de tierra habían sido un fracaso, destacando el caso de Colombia.
La impotencia del Estado y del mercado dio paso a la aceleración de la violencia como mecanismo de asignación de la propiedad en el período que va del 2002 hasta el 2010. En el estudio del CEDE de la Universidad de los Andes, sobre concentración de la tierra, elaborado por Ana María Ibáñez y Juan Carlos Muñoz, se señala cómo en el año 2000 el 75,7% del suelo rural estaba en poder del 13,6% de los propietarios, mientras que para el 2010 esta franja de propietarios había aumentado en cerca de dos puntos (pasó a 77,6%) el área apropiada, acentuando el aumento del índice de concentración de la tenencia, que no ha dejado de crecer durante lo que va corrido del siglo (ver gráfico).
¿Para qué la tierra?
A cualquier persona desprevenida seguramente debe extrañarle que en Colombia, donde no más del 25% de la tierra habilitada para la producción es usada con propósito y racionalidad económicos, algunos sectores se muestren tan compulsivos con la adquisición de terrenos, hasta el punto del uso de formas inimaginables de violencia para el logro de su propósito. Las razones de tan anómalo comportamiento tienen una larga tradición, pues en la etapa colonial el arrasamiento del bosque y su conversión en pradera, tenía como uno de sus fines centrales eliminar un ecosistema básico en la vida de la población indígena, y facilitar así su sometimiento. La apropiación de tierras por encima de su posibilidad física de explotación ha estado, entonces, claramente motivada por la sujeción de los trabajadores del campo.
De otro lado, la tierra también se convierte en objeto de inversión, sin un propósito de explotación económica inmediato, cuando se presentan volúmenes considerables de excedentes de capital, que se refugian temporalmente en la compra de finca raíz como la mejor alternativa, en razón de la tendencia de este activo a la valorización en el largo plazo, por tratarse de un bien limitado y necesario para la vida. En Colombia hemos tenido excesos de capital permanentes que han hecho secularmente de la tierra un bien especulativo. Los excedentes de la economía ilegal han reforzado ese aspecto, y de algunos terratenientes de nuevo cuño se dice que sobrepasan fácilmente el millón de hectáreas apropiadas.
Este fenómeno se refuerza con la existencia de un creciente exceso de capital en el mundo, que ha buscado salida en la adquisición de tierras, dando lugar al fenómeno del acaparamiento de territorio por compradores extranjeros. El Grupo de Alto nivel de Expertos en Seguridad Alimentaria y Nutrición, adscrito al Comité de Seguridad Alimentaria Mundial de las Naciones Unidas, en su segundo informe titulado “Tenencia de la tierra e inversiones internacionales en agricultura”, calcula que en los últimos cinco años la compra total de tierras por extranjeros puede situarse entre 50 y 80 millones de hectáreas.
El uso del suelo en la siembra de cultivos para agrocombustibles, y las cada vez más limitadas existencias de agua en algunos países, hacen que las naciones con déficits estructurales en su balanza de productos agropecuarios pongan los ojos con mayor intensidad en tierras situadas fuera de sus fronteras. En Colombia, las inversiones en la Orinoquia obedecen al direccionamiento de ese tipo de flujos de capital, y no parece descabellado pensar que dentro de los reales motivos para al inicio de diálogos con la insurgencia se encuentren las presiones de los inversionistas internacionales que ven en nuestras tierras una buena oportunidad y en la “paz” un insumo necesario de las garantías para su capital.
Pero, sea como sea, lo cierto es que las sequías en los últimos años en EE.UU., Australia y Rusia, y el convencimiento de que los efectos del cambio climático están apareciendo más rápido de lo esperado, han llevado a una preocupación seria sobre el futuro alimentario en el planeta, y por tanto a pensar con mayor detenimiento en los problemas de gestión del suelo. Hoy ya es claro que la conservación de áreas de ecosistemas naturales no es un simple capricho romántico, sino que del conjunto de servicios ambientales que de allí se derivan depende el mantenimiento de las condiciones que posibilitan la producción agropecuaria. La discusión cada vez más acerba sobre lo negativo de los monocultivos, y el obligatorio reconocimiento a la contribución enorme de la economía campesina, son señales de que parece comenzar a entenderse que con la comida no se juega.
¿El problema es el tamaño?
La existencia de una estructura totalmente asimétrica (minifundio-latifundio) en la tenencia de la tierra, ha sido una perversión constante en nuestro contrahecho cuerpo económico. Por eso, es muy curioso que quienes se oponen a la búsqueda de una mayor simetría en la propiedad rural colombiana, sostengan que el fraccionamiento de la propiedad es un atentado contra la aplicación de economías de escala en el campo, cuando es evidente que las grandes propiedades tienen el mayor porcentaje de su área ociosa. En el mundo, las pequeñas unidades agropecuarias producen el 70 por ciento de los alimentos (ver gráfico), pese a las desventajas en que se encuentran para acceder a créditos, tecnologías e insumos. En el campo, como en cualquier actividad económica, la unidad productiva que minimiza los costos no es la más grande que se pueda concebir físicamente, y la empresa agropecuaria no es la excepción. La aplicación de tecnologías de punta –como el riego gota a gota o la agricultura de precisión– son incompatibles con explotaciones en grandes extensiones de terreno, de allí que la defensa del latifundio bajo el argumento de la eficiencia no pasa de ser más que un intento justificador de la acumulación por la acumulación, sin sentido distinto al del poder y la exclusión de los otros.
La amenaza que pesa sobre el campesinado en el mundo pone en riesgo los medios de vida de 2.000 millones de personas que dependen de su producción, de allí que en 2006 fuera convocada la “Conferencia internacional sobre reforma agraria y desarrollo rural”, que concluyó la necesidad de revitalizar las reformas agrarias y promover todos los mecanismos necesarios para el acceso de los más pobres a la tierra. Eso desmiente la idea que las reformas agrarias son mecanismos caducos e innecesarios, cuando se ha terminado por reconocer que el derecho a la alimentación, la diversidad cultural y la sostenibilidad ambiental pasan por frenar la estructura concentrada y asimétrica de la tenencia del suelo.
El histerismo desatado entre las élites colombianas por el proyecto de constitución de 59 reservas campesinas debe llevarnos a reflexionar sobre algunos aspectos de esa figura jurídica y a exigir que se replanteen algunos aspectos como la limitación geográfica de su aplicación, pues quizá donde más se necesita la creación de ZRC es en las inmediaciones de las grandes ciudades, donde la producción de alimentos requiere de mayores certidumbres y donde además urge una barrera de contención al cemento que proteja la frontera rural. Los procesos de integración ciudad-región contarían con un elemento dinamizador que tendrían una base material cierta de funcionamiento. Los habitantes consecuentes de las ciudades deberían reclamar, entonces, la constitución de zonas de reserva en sus inmediaciones, pues eso les garantizaría una oferta alimentaria segura, y con comportamientos de precios mucho más estables que los que hoy soporta.
El griterío de los sectores dominantes se hace aún más incomprensible cuando se sabe que el Plan Estratégico de la Ganadería 2019, elaborado por Fedegan, tiene la meta de “devolver” a la naturaleza 10 millones de hectáreas, cifra casi igual a la que las organizaciones campesinas piden les sea devuelta. Que los ganaderos reconozcan la improcedencia y fracaso del latifundio, suma a una coyuntura que debe aprovecharse para exigir formas racionales de ocupación del territorio. Colombia tiene tierra y agua suficientes para alcanzar la soberanía alimentaria, que debe ser una meta nacional que exige ahuyentar los cantos de sirena de los monocultivos transgénicos que tan sólo reforzarían el modelo primario-exportador que tantos fracasos nos ha deparado. A los gritos iracundos de los defensores de oficio del régimen se les debe responder con cifras y argumentos serenos que desnuden su contumacia.
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