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El estigma de la zona de distensión

El estigma de la zona de distensión

Una correría por una parte de la otra Colombia nos acerca a la realidad que se vive más allá de las grandes centros urbanos, donde los campesinos aún habitan como en la época de la colonia, donde la guerra se manifiesta a diario de diversas manera, donde el coraje se palpa en carne viva, y donde los sueños de paz sí son anhelo ferviente de sus pobladores.

 

Cuando el entonces presidente Pastrana acabó la zona de distención, fue cuestión de horas para que el ejército nacional retomara la extensa región. El país escandalizado por los reportes de los medios de comunicación aplaudió la presencia de los militares, pero ese mismo país nunca supo que pasó inmediatamente después del fracaso de los diálogos de paz del Caguán.

 

Tras más de diez años de lo sucedido, Desde Abajo recorrió parte de ese territorio que un día pretendió ser la zona donde se encubaría la paz que pondría punto final a la guerra que ‘desde siempre’ ha sacudido al país, habló con los campesinos y dirigentes cívicos que contaron las historias que Colombia nunca conoció.

 

El doctor López, es un veterinario que llegó a la región como todos, abriendo trocha, cuenta como pocos meses después del fracaso de Pastrana, el recién elegido Álvaro Uribe realizó el Consejo Comunitario en la región.

 

Con su voz ronca, el veterinario pidió la palabra y después de concedida dijo: “Presidente, yo le quiero decir que nuestros jóvenes están siendo asesinados. Sus cuerpos aparecen cortados con motosierras a orillas de los ríos, pero nadie sabe por quién. Yo sí sé quién los está asesinando: Sus hombres, los soldados de nuestro país, los están matando”.

 

La denuncia dejó en silencio todo el auditorio. Ni el mismo Uribe fue capaz de interrumpirlo. Después levantó su mano y señaló a un hombre de civil que estaba sentado en la mesa directiva, la misma mesa donde se encontraba el Presidente, y dijo: “Ese hombre es John. Es el jefe de los paramilitares de esta región que entró con el ejército y si usted lo hace requisar le encontrará una pistola que esconde en la manga del pantalón, cerca al zapato”. Y en efecto, se la encontraron.

 

Antes de terminar su intervención, sentenció: “Señor Presidente, si me pasa algo fueron sus hombres, esos hombres uniformados los que me mataron. Solo les pido que cuando lo hagan le entreguen mi cadáver a mi esposa para que no tenga que sufrir buscándome”, entonces un fuerte aplauso estalló en el auditorio y varios campesinos respaldaron con vivas al denunciante.

 

Hoy, el doctor López cuenta esta anécdota con orgullo, como si hubiera vivido casi setenta años para hacerlo. Su acto le refrendó el reconocimiento de un pueblo que siempre lo ha querido.

 

El legendario San Vicente del Caguán

 

Llegar a San Vicente de Caguán no es fácil. Con el derrumbe de la carretera Neiva–Florencia, es obligatorio virar y tomar la trocha que conduce de Neiva a San Vicente. Si esta vía estuviera buena, los transeúntes se economizarían una vuelta de más de seis horas, pero es una trocha digna de la época de Bolívar.

 

De La Chorrera a La Campana, unos 25 kilómetros, nos bloquearon 19 derrumbes. Los campesinos tienen que desmontar las cargas de los carros, pasar el derrumbe como puedan y hacer transbordo al otro lado de la sopa de barro que transitaron, enterrando sus piernas más arriba de las rodillas.

 

Es una zona completamente abandonada por el Estado. No hay riego para los cultivos, ni carreteras, ni puentes no hay nada que recuerde que ese territorio también pertenece a Colombia. Paradójicamente, lo quebrado de la geografía permite todo tipo de cultivos. Desde plátano, arroz o aguacate típico de tierra caliente, hasta verduras de tierra fría, de todo, pero no hay quien compre.

 

Solo se recuerda a que país pertenece esta región por la gran cantidad de militares que se atrincheran sin permiso en las tierras de los campesinos. Su presencia hace parte de la pesadilla que viven los habitantes de esta tierra que un día intentó ser el laboratorio de paz de Colombia.

 

El gusto del comandante de turno

 

El control de los militares es tan marcado que hasta el color de la ropa de los habitantes es controlado por el comandante de turno. Negro, gris, café o carmelito y, por supuesto, verde, todos son prohibidos. Su uso puede generar una grave “equivocación” que le puede costar la vida.

 

Con las primeras sombras de la noche, el tránsito es restringido. Generalmente las seis de la tarde es el límite de tiempo para utilizar las trochas. Una moto que circule después de la hora establecida genera un operativo que se inicia con roquetazos contra las montañas vecinas al sector donde se detectó el transito “ilegal”.

 

Una tras otra las explosiones retumban entre las montañas y son seguidas por el eco que agudiza el terror de los habitantes. Después, para completar la escena, varias horas de sobre vuelo de aviones de combaten y, finalmente, el silencio. El amanecer mostrará cuántos morteros impactaron en el ganado que, destrozado, servirá solo como alimento de los chulos. Así trascurren todas las noches.

 

Los derrumbes nos atrasaron en la llegada a San Vicente, así que nos tocó pedir posada en una cabaña cerca de la carretera. “Yo perdí recientemente una marrana que estaba ya a punto de parir y la mejor vaca lechera fue destrozada dos noches después. No pude salvar ni una pierna para comérmela porque los soldados estaban acampados muy cerca de donde explotó el disparo y no me dejaron pasar, pese a ser parte de mi finca”, nos comentó el espontaneo samaritano.

 

Entre asombrados y asustados, muy temprano retomamos el camino bloqueado por otros dos derrumbes, tres horas después ingresó el vehículo al legendario San Vicente del Cagúan, que antes de ser la capital de la distensión tenía seis barrios y siete mil habitantes, hoy suman 61 los barrios habitados por sesenta mil personas.

Información adicional

Autor/a: Guillermo Rico Reyes
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