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Otra democracia es posible

Una intensa lucha social y política, con implicaciones de mediano y largo plazo para los actores sociales identificados en la consigna por el cambio social, cruza la actualidad de nuestro país. Su motivo más evidente es uno: la destitución del alcalde Petro y, también, aunque no parece, como consecuencia de la demanda de una nueva Constituyente, cierre o punto conclusivo de la actual negociación del conflicto armado en La Habana, así como, por el significado y las implicaciones de las elecciones, tanto a los cuerpos colegiados como a la presidencia de la República.

 

Tenemos acá tres elementos o sucesos políticos diferentes, pero unidos o cruzados por una misma circunstancia: la democracia liberal, y más allá de ella, la democracia económica, social, política, es decir, la democracia plena, anticapitalista, que requieren las mayorías para llegar a construir un país en justicia; un país donde los excluidos sean una realidad del pasado, los miserables un mal recuerdo y la privatización de lo público un hecho transitorio superado por la contundencia de la realidad, que en todo caso demostró que puede ser superada con una nueva construcción de lo público (Basura 0) o con la creación de lo común –como hoy reivindican movimientos sociales en Bolivia y Ecuador.

 

Tres hechos o sucesos políticos que cuando los actores sociales alternativos los asumen sin crítica profunda –y sin alternativas– al soporte sobre el cual los amarró las clases dominantes, terminan por profundizar su dominación, legitimándola.

 

La destitución del alcalde de Bogotá

 

La coyuntura política desplegada a partir de la decisión del Procurador General con respecto al alcalde capitalino, permitió visualizar que la democracia en Colombia tocó techo. ¿Por qué? Porque, como ha sucedido en otras coordenadas de nuestro planeta, una pequeña acción desprivatizadora del alcalde bogotano (como florero de Llorente) hizo saltar por los aires el alo democrático de las mismas clases dominantes, evidenciando el pavor que le tienen a los cambios, y haciendo notar que para ellos democracia es igual a capital privado, a un Estado que siempre los favorezca, a riqueza para unos pocos.

 

Sin duda, este hecho, que ahora exterioriza una pugna en apariencia administrativa y legalista, es de hondo calado, así lo entendió el burgomaestre local –no sólo por defender su puesto y proyecto político– al reconocer que la disputa en curso es por hondos intereses y contra poderes históricos (ver entrevista).

 

Hasta aquí todo bien, pero lo que no ha dicho el líder popular en esta pugna es que más allá de la defensa de los intereses en juego en Bogotá, que debe hacerse, está la lucha por otra democracia, una que supera la actual en tanto debe ser antineoliberal y, por tanto, anticapitalista. Y de esto se desprenden profundas consecuencias políticas, como modelos organizativos, de poder y toma de decisiones en una ciudad o país cualquiera, que se extienden a temas como redistribución de la riqueza, democratización de vida cotidiana, desmilitarización de cotidianidades, derechos sociales y políticos plenos, etcétera. De ahí a una insurgencia social empodedadora no hay ni un paso. No proceder así, no ir hasta estas consecuencias es permitir que las mayorías se queden engatusadas, enfrascadas en una discusión legalista, defendiendo una democracia que no es de ellas y sí de la minoría que por dos siglos las ha negado y excluido.

 

Las elecciones y la constituyente

 

Igual sucede con estos temas. Si bien el voto popular emanó de las luchas sociales –así sucedió con el conjunto de derechos resumidos en todas las cartas de derechos globales– correspondió a la burguesía la capacidad y saber para catapultarlo como mecanismo para engrasar cada cierto tiempo su maquinaría de dominio y control.

 

Su capacidad ha sido tal que, poco a poco, a partir de procesar y aprender de las resistencias populares, de las experiencias de gobiernos alternativos acaecidas en distintas latitudes, ha terminado por estructurar unos mecanismo legales que amarran toda la vida política, administrativa, social y económica hasta no permitir intersticios para quienes pretendan transformarlos para fines colectivos. Tal es su amarre y condicionamiento que solo una acción múltiple, entre lo institucional y la protesta callejera, un ejercicio de gobierno callejero permite que el voto sea útil para las mayorías. Una acción en la cual –en caso de ser gobierno– el mandatario es un simple peldaño de las mayorías para cumplir con sus propósitos de vida digna e igualdad.

 

De esa manera, llamar a la sociedad a votar, sin explicar cada vez, hasta el cansancio, que ese ejercicio terminará por legitimar a los sectores dominantes sino va acompañado de la presión y protesta social constante, sin descanso, es un acto suicida de quienes se denominan alternativos.

 

Y esa valoración del voto sirve tanto para cuerpos colegiados, como para presidencia o para una constituyente. Esto es así, porque el ejerció político por el cambio debe ir siempre orientado a propiciar la trasformación del sujeto social –cualquiera sea– de soporte en martillo, de apoyo en líder, de base en dirigencia. No puede ser de otra manera si de verdad se pretende la revolución, con la cual y en la cual todo se hace para negar las diferencias entre las clases sociales.

 

Por ello la participación electoral, como un espacio de lucha y resistencia, depende en cada momento dado de un análisis de las circunstancias por las cuales se atraviesa. Una valoración justa del momento es la que permite decidir si es procedente participar en ellas o si hay que hacerse a un lado, optando por cualquier otra forma de acción social.

 

No ha que olvidar que no vivimos los tiempos pretéritos donde la única forma de ejercer oposición y denunciar era el parlamento. Ahora hay otros espacios, igualmente potentes, para hacer sentir la voz, para educar, para potenciar liderazgos, para cuajar nuevas alternativas, uno de ellos la comunicación masiva.

 

De esta manera, las elecciones en las actuales circunstancias, así como la disputa por una nueva constituyente, sirve si se proponen la superación del neoliberalismo y con éste la misma democracia liberal, que como se sabe no toca los intereses privados y sí somete los colectivos.

 

Democracia limitada, fáctica, a través de la cual, y con apoyo en la cual, las desigualdades de todo tipo en el país se ahondan cada día más. Democracia que sirve, además, también para coartar la vida privada a través de una militarización insoportable de la vida cotidiana. Es decir, democracia que sirve para ejercer una restricción evidente de todo tipo de derechos, legitimando la corrupción, la manipulación, cuando no el asesinato, las desapariciones, el robo, la impunidad.

 

Es esa democracia liberal, recortada y manipulable, la que peló el cobro cuando el Procurador General destituyó al alcalde capitalino, pero también la que evidencia todas sus limitantes cuando se vota sin conciencia de la lucha que debe brindarse para cambiar de verdad el orden social. Es de esa democracia restringida y controlada, que sirve a los intereses de las minorías, de la que extensos sectores sociales estamos mamados, la cual debe ser superada en la acción de calle, dándole paso a una democracia profunda: económica, política, social, electiva, directa, radical, donde la política deja de ser una profesión para convertirse en un servicio social a favor de las mayorías, pagado como cualquier otro oficio, evitando a toda costa la constitución de capas superiores, que con el clientelismo –con el usufructo de lo colectivo para favorecer intereses privados– se transforman en insustituibles.

 

Sin duda, ¡otra democracia es posible! Un reto por explicar y por concretar.

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Autor/a: Equipo desde abajo
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