Durante la realización del VII Foro Urbano Mundial (WUF) “Equidad Urbana en el Desarrollo – Ciudades para la Vida”, convocado por la ONU, Medellín fue el centro del mundo. Como todo evento de gala, la ciudad fue adecuada para la ocasión: sus calles y parques relucían, disponibles para que todos los visitantes la gozaran. Los despojados de todo, los mal llamados “habitantes de la calle” (3.400 según reciente estudio de la U. de A., distintos de los otros 30 mil que están por largos intervalos en la calle pero aún no rompen del todo con sus familias) no ocupaban sus lugares habituales; no pocos de los vendedores ambulantes (quienes según las estadísticas representan más del 50 por ciento de los trabajadores de la urbe) tampoco eran visibles en todas las aceras, calles, esquinas; la basura era recogida a tiempo; las paredes relucían después del cepillo y agua recibida.
Pasados unos días todo parece que hubiera sido una ilusión. Idos los extranjeros todo regresa a la normalidad, y los cambios teorizados por unos y por otros en los salones del Centro de Convenciones aún no los aplican en la capital de la montaña.
Quizá muchas de las personas llegadas de más allá de nuestras fronteras, hombres o mujeres con apellidos como Smith, Nilsson, Larsenno y otros, en sus recorridos dirigidos vieron una ciudad como tacita de plata, urbe de apariencias. Con toda seguridad, unos y otros, cuando salieron de los aburridos Centros Comerciales del sur de Medellín no conocieron mujeres como Guillermina Granda (arriba derecha) y Alba Luz Muñoz (arriba izquierda) que llevan entre 35 y 48 años respectivamente vendiendo gomas de mascar y cigarrillos en la carrera Junín, con ventas diarias entre 3.000 y 4.000 pesos, dinero que “por arte de magia” tienen que estirar para cubrir pasajes, alimentación y el pago de impuestos, cotidianidad en la que además están obligadas a lidiar con los agentes de espacio público quienes –en su labor de control del espacio público– les impiden sentarse en alguna banca callejera mientras intentan vender, menudeado, dulces o cigarrillos al paso.
Ciudad de apariencias y realidades contradictorias, poblada por miles de experiencias de vida sometidas a la violación de todo tipo de derechos, donde la economía informal crece como espuma, informalidad revestida como trabajo a pesar de no garantizarle a quienes llenan sus estadísticas derecho a un salario básico, seguridad social, subsidio para el transporte, vacaciones, etcétera; fenómeno incontrolable potenciado por la globalización, la desaparición de la frágil industrialización que alguna vez conoció la ciudad, pero también la violencia rural, el robo de la tierra a los campesinos, su expulsión bajo amenaza de muerte, y la misma traducción de las urbes modernas en grandes supermercados donde las multinacionales y las grandes empresas locales buscan compradores para sus baratijas de todo tipo: sombrillas, venenos para plagas, bufandas, sombreros, ropa de todo tipo, relojes, cintas de cine de cartelera o clásico, calzado de contrabando o falsificado, flores, frutas y verduras.
Ciudad de apariencias y engaños, urbe de ensueños transitorios. Así la vieron los miles de visitantes que por unos días llegaron al Foro de las Naciones Unidas, la misma que para muchos de sus habituales habitantes es territorio de pesadilla, en particular para quienes a cada paso están a la caza de un peso para garantizarse el alimento diario.
Ellos y ellas, que ante la falta de otras opciones tomaron la calle, soportando los señalamientos y repetitivos ataques por parte de la Alcaldía local, institución que en la práctica los trata como invasores de lo público y usurpadores de impuestos –¿qué más impuesto que tener que pagar vacunas a las bacrim, “dueñas” del centro, y rendir cuentas a la subsecretaría de espacio público para poder laborar?– pero, vaya paradoja, al momento de rendir cuentas su rango crece, en ese momento son considerados como “trabajadores independientes” con una economía estable.
Pensarían los/as señores/as Smith, Nilsson o Larsenque que todas aquellas personas que transitan con caminar pausado, de calle en calle, cargando su chaza, o empujando un carrito con apariencia de coche para los bebés, o simplemente carretillas, vestidos con uniformes de marcas reconocidas como Claro, Bon Ice, Vive 100, entre otras, pese a estar en la calle cuentan con seguridad social e ingresos asegurados. ¡Ay!, puro buen corazón de burócrata internacional, así no es la realidad, la economía informal es un infierno diario, donde unos días se logran unos pesos y otros, incluso, puede pasarse raspado, pero en no pocas ocasiones termina trabajando para terceros, los mismos que determinan el “sueldo” que percibido por el esfuerzo diario.
Esto ocurre, por ejemplo, con los minuteros, obligados a tener hasta 10 celulares con planes de minutos ilimitados, a precios irrisorios que van desde 150 hasta 200 pesos, de los cuales solo 100 o 120 quedan para el vendedor. Teniendo en cuenta la fuerte competencia en este campo de las telecomunicaciones, dándose la “rareza” de encontrar un minutero a 10 pasos de distancia del otro, sumando la tan rumorada mafia que está detrás del negocio, pues ellos ponen los equipos, alguien los vende y luego ellos descuentan el capital y su parte; quedando así menos del 50 por ciento para quien les trabaja.
Imágenes de la cotidianidad, de una vida que no es en dignidad para todos los que llenan el Valle de Aburrá, pero que sí podría serlo, garantizando por esa vía la reducción de la desigualdad social que reina entre quienes acaparan el fruto del trabajo de miles y estos y estas, sometidos a la angustia de “Dios proveerá”.
El centro de Medellín, ahora proporciona un mercado muy amplio, tan competido que a ratos parece que ya no hay a quién vender, no tanto por falta de transeúntes sino por falta de billetes en sus bolsillos, realidad que no es casual. La tasa de desempleo en la ciudad se presume es la más baja en los últimos 18 años, según la alcaldía de Medellín, lo que permite interrogar, si así fuera ¿estaría la mayoría de la población en el rebusque para poder subsistir, sometidos a condiciones de seguridad tan injustas? O, ¿será que realmente a los paisas no nos gusta trabajar?
¿Qué habrán pensado los y las ilustres visitantes si hubieran detallado el Parque Bolívar, La Veracruz, partes de la Avenida Oriental con La Playa, el Parque de Berrio y la Plaza Botero, ¿habrían considerado estas paradojas?
Estas son partes de una realidad cotidiana, de la urbe del ingenio y el emprendimiento, la que en proporción a su número de pobladores cuenta con más “habitantes de calle” en el país, donde los pocos centros día e instituciones para la rehabilitación no tienen las estructuras adecuadas para alojar a más de 5.000 personas en una noche y, peor aún, los métodos de reinserción social no son idóneos para aquellos que han perdido todo tipo de conexión familiar y en general social, pues de un 100 por ciento solo un 1 por ciento logra restablecer su vida.
Y entonces, ¿de qué nos sirvió el Foro Urbano Mundial?
Según Ricardo Arango, gerente del Foro Urbano Mundial, “(este) le permite llegar (a la capital de Antioquia) a las grandes ligas de ciudades como Barcelona, Río de Janeiro, Vancouver, Melbourne, Johannesburgo, ciudades que definen el futuro urbano […]. El foro le genera beneficios económicos a Medellín y le permite aprender de las mejores prácticas urbanas del mundo”.
La realidad abofetea a los administradores de este territorio, ciudad que, en comparación con urbes como Nápoles, antes de venderse ante el mundo –como un espacio de estructuras modernas y tecnología de primer nivel– debe asumir sus responsabilidades locales en materia de vida digna, garantizando todos sus derechos a sus pobladores, además de equilibrar el costoso nivel de vida con las desorbitantes cifras de personas en materia de miseria, pese, incluso, a contar con un trabajo asalariado.
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