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En el capitalismo corporativo, el tamaño sí importa

En el capitalismo corporativo,  el tamaño sí importa

“Todos los animales son iguales,
pero algunos animales son más iguales que otros” (ley única de la Granja
Manor, luego de estabilizado
el dominio de los cerdos)”
George Orwell (Rebelión en la Granja)

La expresión, “¿No sabe quién soy yo?”, usada ante representantes de la autoridad, indicándoles que por cierta condición especial el requerido no está obligado, como el común de los mortales, a acatar procedimientos de ley, se convirtió en materia prima de todas las formas de humor posibles, luego que un falso sobrino de un expresidente del Estado colombiano la usara contra unos policías que mediaban en una trifulca entre él y unos taxistas. La frase, también usada en las mismas circunstancias por políticos y familiares reales de magistrados y burócratas es, más allá de bromas o manifestaciones “indignadas” de columnistas de periódico y funcionarios públicos, el reflejo de un hecho social que hoy trasciende “repúblicas bananeras” como la nuestra, donde la jerarquización social y los privilegios derivados de ésta han hecho, desde siempre, de la aplicación de las normas jurídicas un reducto al que debían someterse tan sólo “los de ruana”.

Y no es que las aplicaciones diferenciales de la letra menuda de los códigos no haya existido en las sociedades del centro capitalista, sino que tanto en lo formal como en lo sustantivo los sesgos no habían alcanzado en esos países, por razones prácticas de funcionamiento, las dimensiones mostradas en las naciones de la periferia, fuertemente marcadas por ordenamientos sociales pre-modernos. Los esbozos de un capitalismo regulado en las primeras décadas del siglo XX, que toma forma tan sólo cuando la organización fordista del capital madura y da lugar al desarrollo del Estado del Bienestar, permitió la mitificación del principio liberal de igualdad ante la ley, y se convirtió en la materia prima de un movimiento académico y político para el que la justicia es un imposible sin la existencia de ciertas formas de simetría social. Pues bien, ese principio de igualdad ante la ley, no sólo está siendo cuestionado por la realidad, sino que también es objeto de ataques por parte de grupos privilegiados que claman por verdaderos apartheid legales que diferencien sus derechos de los de las clases subordinadas.

Igualdad y justicia ¿algo más que discurso?

En 1971, cuando los Estados Unidos derogaron la convertibilidad del dólar y comenzaron a dar rienda suelta a los déficits comerciales crónicos, es decir, cuando el capitalismo entró en una etapa depresiva de largo plazo –de la que aún no sale, según muchos estudiosos– fue publicado el libro Teoría de la justicia, de John Rawls, que inauguró un torrente de publicaciones que hoy conforman el cuerpo de doctrina conocido como “igualitarismo liberal”. El texto, independientemente de que fuera o no concebido como la contraparte en la academia de la creciente fuerza mostrada por las posturas ultra-liberales, lideradas en ese momento por los trabajos de Milton Friedman en Estados Unidos y Friedrich Hayek en Europa (quien también fue miembro por un tiempo de la universidad de Chicago, donde trabajó con Friedman), terminó constituyéndose en la base argumental de un “capitalismo más humano”.

La obra de Rawls, en contravía de los postulados ultra-liberales acepta cierta regulación de los mercados y justifica también algunas políticas redistributivas. La imposibilidad de poder pensar la justicia sin ciertos presupuestos de igualdad, dará lugar a preguntas como ¿igualdad de qué?, planteada por Amartya Sen (Premio Nobel de economía en 1998), y entre cuyas respuestas tenemos la igualdad de recursos de Ronald Dworkin, o la igualdad de capacidades del mismo Sen que, independientemente de sus diferencias, dejan claro que no se trata de la igualdad “en general” sino de cierta igualdad “en particular”, lo que está enmarcado dentro de la lógica Rawlsiana que se permite afirmar que “La injusticia consistirá entonces, simplemente, en las desigualdades que no benefician a todos”.
Pero, más allá de eso, lo importante de remarcar acá es que para estos autores, a diferencia de los radicales liberales, las desigualdades surgidas de condiciones de las que no son responsables los individuos –Dworkin las denomina “mala suerte bruta”–, deben ser compensadas de alguna manera por la sociedad, con lo que reconocen que, por lo menos alguna parte de las asimetrías, no es un asunto que puede reducirse a las “naturales” diferencias de capacidad de los seres humanos, como suelen explicarlo los justificadores del statu quo. Y si bien es cierto que el temor a que las marcadas desigualdades terminen en disturbios sociales de gran escala, no es seguramente la motivación menos importante de los planteamientos de quienes propugnan por un capitalismo más amable, no debe desconocerse que esgrimen una concepción más compleja de la estructuración de las sociedades capitalistas que la de la escuela más convencional. Pese a lo cual, y más allá de lo que pueda pensarse sobre tales planteamientos, lo que es claro es que tienen lugar en la esfera de lo normativo, la del deber ser, por lo que es lícito preguntarse, ¿qué pasa mientras tanto con el capitalismo realmente existente? Hoy, nadie negaría que no sólo es un sistema desigual, sino que tiende a reproducir estructuralmente la desigualdad de manera ampliada.

La idea de que el capitalismo desregulado conduciría a un proceso de crecimiento acelerado, que terminaría filtrando hacía abajo parte de la riqueza creada y apropiada por las élites, en la famosa teoría del goteo o filtración, terminó desmentida por una distribución de la riqueza cuya desigualdad tan sólo es comparable con la alcanzada a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, cuando el 10 por ciento de los más ricos poseía alrededor del 90 por ciento del patrimonio. En efecto, según las estimaciones de la revista Forbes, de los diez personajes más ricos de la historia seis son estadounidenses (John Rockefeller, Andrew Carnegie, William Vanderbilt, Andrew Mellon y Henry Ford y Cornelius Vanderbilt) y fueron capitanes de industria entre fines del XIX y comienzos del Siglo XX. La fortuna del fundador del clan Rockefeller, convertida a valores actuales, superaría 4,2 veces la de quienes encabezan la lista Forbes en el presente.

Las crisis periódicas a las que condujo tan alta concentración del capital obligaron a la promulgación en EU de la ley antimonopolio en 1890, conocida como la ley Sherman, que en realidad fue puesta en práctica tan sólo en la década siguiente durante el gobierno de Theodore Roosevelt (1901-1909). Sin embargo, los intentos iniciales de un capitalismo regulado fueron insuficientes para detener la implosión del sistema, que tan sólo podrá ser revertida luego de las dos mayores carnicerías humanas, conocidas como las Guerras Mundiales. El mundo tendrá que esperar hasta el período de la Segunda Posguerra, iniciado en 1945, para experimentar los efectos de un capitalismo regulado, que tendrá una corta vida de poco menos de tres décadas, y cuyo desmonte es institucionalizado bajo la égida de los gobiernos de Margaret Thatcher en Inglaterra y Ronald Reagan en Estados Unidos, en la década de los ochenta. El puntillazo final de ese desmonte lo marca la derogación en 1999, durante el mandato de Bill Clinton, de la Ley Glass-Steagall, que había sido aprobada en 1933 para regular el sistema financiero cuya concentración y actividades especulativas habían estado en el núcleo de las causas de la gran crisis del capital de la centuria pasada.

Los paralelos establecidos hoy entre la actual situación del capital y la experimentada a comienzos del siglo XX, no parecen una simple metáfora, pues las líneas más generales del boceto son las mismas: alta concentración del patrimonio, marcadas asimetrías en los ingresos e inexistente regulación.

Los que no pueden caer y están más allá de la ley

En la última gran crisis del capital, iniciada en 2008, los Estados consideraron que no podían dejar quebrar algunas empresas, pues por su tamaño podrían arrastrar a toda la economía en una especie de caída serial similar a la de fichas de dominó. Se acuñó, entonces, la expresión “demasiado grande para caer” (Too big to fail, es la expresión en inglés), y esas empresas, predominantemente del sector financiero, fueron rescatadas con dineros oficiales y convertidas, de hecho, en instituciones que independientemente de sus resultados, escapan de las contingencias de los negocios pues si fallan en sus actuaciones cuentan de antemano con los recursos públicos.

La comunidad se ve así sometida a financiar esas instituciones, sin contraprestación alguna, por lo que los ciudadanos terminan pagando tributo a otros particulares, desdibujándose la naturaleza misma de la organización social. Ahora bien, los procesos de fusión de empresas existentes, la concentración de los polos de acumulación, así como el carácter de multinacionales hace que el tamaño de las organizaciones empresariales empiece a superar, en no pocos aspectos, incluso a los Estados.

La compañía Apple, productora de aparatos electrónicos de última generación, y uno de los íconos de la posmodernidad, cuyo valor de capitalización superó la cifra record de 700 mil millones de dólares (dado que el PIB de Colombia suma 390 mil millones de dólares, si el país quisiera comprar Apple, toda su gente tendría que trabajar un año y nueve meses aproximadamente, sin gastar nada, para acumular ese valor), dispone de una liquidez de 170 mil millones, tres veces lo que cuenta la tesorería del gobierno de los Estados Unidos. Y no es la única que tiene en caja tanto dinero en efectivo, pues la liquidez de Microsoft y la de Google son estimadas en cerca de 90 mil y 60 mil millones de dólares respectivamente. Buena parte de ese dinero, sin embargo, reposa en paraísos fiscales, pues las políticas de evasión tributaria se han generalizado en el mundo entero. La agencia de noticias financieras Bloomberg estima en 1,9 billones (millones de millones) la cantidad de dinero que las compañías norteamericanas poseen en el exterior.

Ante esta realidad, ¿puede llegarse a pensar que el creciente tamaño de las empresas del llamado sector real, como del sector financiero, las mantiene neutras frente al Estado y la sociedad en general? Fue claro en la última crisis que la respuesta es negativa, y que las decisiones políticas favorecen los grandes intereses en contravía de la comunidad, e incluso del sistema mismo que ha perdido para ese segmento de los negocios el mecanismo de las quiebras como uno de los reguladores de los excesos en la economía. Pero, además está en desarrollo una vinculación cada vez más estrecha entre la política y las grandes corporaciones a través del cabildeo (más conocido como lobby, por su expresión en inglés), y el patrocinio cada vez más “generoso” de esas instituciones a las campañas políticas que no paran de crecer en su costo. En Washington actúan no menos de 12.500 lobistas, entre los que se cuentan favorecedores del sector armamentista (en 2008, la Lockheed Martin tuvo ingresos por 36 mil millones de dólares de contratos con el Estado), defensores de los grandes laboratorios farmacéuticos y de la industria energética, así como de las empresas financieras y las aseguradoras, sin olvidar los grupos de fundamentalistas que abogan por la imposición del creacionismo en las escuelas.

La regulación del cabildeo, que obliga a quienes lo ejercen a inscribirse y a declarar sus gastos en el proceso, pretende mostrarse como un ejercicio de transparencia, cuando en realidad los compromisos de los legisladores ya están sesgados desde el momento mismo de financiación de las campañas. La relación financiación de los políticos-cabildeo-aprobación de leyes ajustadas a los intereses corporativos, no es una trama invisible y mucho menos fácil de desatar. En 2010, a través del magistrado Anthony Kennedy, el Tribunal Supremo estadounidense hizo público el dictamen que desreguló las contribuciones electorales pues empezaron a considerarse parte de la libertad de expresión. La donación, que tiene que ser pública, se deposita en los llamados Comités de Acción Política, que impulsan programas, que como es natural terminan coincidiendo con la promoción de políticas que generan ventajas económicas para el financiador. Los hermanos Charles y David Koch, son quizá el ejemplo más ilustrativo de la influencia de las corporaciones en la política, con el apoyo multimillonario a las campañas en contra de la reforma a la salud, las leyes del clima o las políticas favorables a la inmigración, constituyéndose en la punta de lanza de un movimiento ultra-conservador que busca hacer retroceder las relaciones sociales por lo menos tres siglos.

El cuadro de la emergencia de una perfecta plutocracia (el gobierno de los ricos) en el país campeón del capitalismo, y espejo de los demás, lo completa la estructura de los cuerpos legislativos, en los que 261 parlamentarios (49,3%) de los 543 que componen las dos cámaras poseen una fortuna superior al millón de dólares. No debe extrañar que si buena parte de las inversiones de los legisladores tiene lugar en corporaciones como Goldman Sachs, Wells Fargo o JP Morgan, entre otras, muchos de estos nombres hayan estado asociados a los rescates inscritos en el principio de “demasiado grandes para caer”. Y lo peor es que ese estado de cosas es fuertemente inercial, creando mecanismos de conservación que hacen de la herencia patrimonial un instrumento de perpetuación del dominio. En 2012, el economista Miles Corak, formuló la ya famosa curva del Gran Gatsby, en la que se muestra una relación positiva entre desigualdad y falta de movilidad social, es decir, que a medida que crece la desigualdad la propensión a que se hereden las posiciones de los padres es mayor, lo que en plata blanca significa que la plutocracia emergida adopta también visos de aristocracia.

Nick Hanauer, uno de los mayores inversionistas de Amazon, publicó un artículo en la revista Politics Magazine de julio/agosto de 2014 con el título “Las horcas vienen… por nosotros los plutócratas”, en el que afirma, palabras más, palabras menos, que una desigualdad como la actual conduce a un estado policial o a una revolución, y señala que la sociedad se está pareciendo más a una organización feudal que a una capitalista. En reciente entrevista hecha a la directora del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, reproducida en varios periódicos internacionales (ver por ejemplo, el diario español El País, III-10-2014), a la pregunta ¿Le preocupa la elevadísima concentración de activos financieros en unas cuantas instituciones de gran tamaño?, respondió: “Sí, por dos razones. Cuando era una joven abogada, me formé en derecho de la competencia y aprendí que la concentración limita las posibilidades de competir, y que eso es malo. Mi segunda preocupación es que, después de haber ocupado puestos de dirección, pienso que las organizaciones demasiado grandes y complejas se vuelven difíciles de gestionar y, si no se tiene cuidado, poco transparentes”.

Pues bien, opacidad, desigualdad económica, apartheid jurídico y estado policial, tienen un nombre: capitalismo corporativo. Nos adentramos, entonces, en una sociedad del derecho de pocos, donde incluso la igualdad formal empieza a ser desestimada. La expresión ¿No sabe quién soy yo?, del joven impostor bogotano, no hace más que reflejar el sentir de un grupo de personas que pretende hacer del privilegio su norma de trato con los demás. ¿La izquierda, en realidad, está tomando nota de los nuevos vientos?

Información adicional

Autor/a: Álvaro Sanabria Duque
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