Una verdad cruda y dura: la política electoral en Colombia está privatizada, restringiendo la democracia –en su forma– a grupos y sectores sociales cada vez más comprimidos. Una campaña electoral, demanda inmensos recursos, que solamente pueden ser garantizados por los grupos económicos, las familias que convirtieron esta actividad en empresa, las mafias y el mismo Gobierno.
Una nueva coyuntura electoral marca los tiempos y los ritmos de la acción política institucional y formal en Colombia. Como ha sucedido por décadas, y hasta ahora, las maquinarias políticas tradicionales, aceitadas con miles de millones, son desplegadas por doquier, enturbiando sin rubor alguno la “democracia del proceso democrático”.
El ‘aceite’ fluye por montones: sus proveedores son los grupos económicos, grandes o medianos, las familias que han hecho de lo electoral una empresa, las mafias de distinto orden, y desde el mismo Gobierno. Con este manejo, donde la relación incestuosa entre política formal –electoral– y la economía queda al descubierto, valores que son reclamados y difundidos sin ningún asidero real, como la equidad, la transparencia, la igualdad, la justicia, quedan como simple “saludo a la bandera”.
De esta manera, el modelo de financiamiento político de las campañas electorales sirve como un buen indicador para medir la calidad democrática en el juego político formal, y la supuesta independencia entre esta forma de la política y el poder económico.
Realidad que quieren matizar con reglamentos. En nuestro país existen al respecto normas, que restringen y condicionan el financiamiento de los partidos y candidatos para garantizar, teóricamente, la equidad entre los protagonistas políticos, al igual que la transparencia en los procesos electorales.
Marco legal de financiación y gastos
Una campaña electoral es definida en la ley a través de una lista de gastos autorizados:
Gastos de administración, de oficina y adquisiciones, inversión en material y publicaciones, actos públicos, servicio de transporte, gastos de capacitación e investigación política, gastos judiciales y de rendición de cuentas, gastos de propaganda electoral, costos financieros y “otros gastos”.
Colombia cuenta con un sistema mixto que permite a los partidos y candidatos recurrir a ingresos de origen público y privado con el fin de financiar las cada vez más costosas campañas electorales, cuyos topes legales alcanzan los $20.309.227.598 por candidato para la primera vuelta presidencial y los $30.188.000.000 por partido para el Senado, es decir, $675.000.000 por candidato. Debido a su alto costo y con el objeto ‘democratizador’ del acceso a uno de los pilares del Estado –el legislativo–, el financiamiento público otorga una base financiera a las organizaciones políticas menos proclives a captar fondos de origen privado, constituyéndose en una de las herramientas claves para fomentar la diversidad política y social en el gobierno.
Las mecánica establecida limita por porcentajes los ingresos de origen privado (ver el cuadro) con el objetivo de restringir su influencia sobre la política formal. Para asegurar la transparencia en el proceso, desde el año 2011, a través de la ley 1475, los candidatos están obligados a declarar sus cuentas de campañas y difundirlas en el programa “Cuentas claras”, buscando que los electores puedan ejercer su derecho al voto con conocimiento de causa. No obstante, a pesar de todas estas medidas, es evidente que este bonito marco legal no es suficiente para garantizar su propósito. ¿Por qué?
Entidades de control
Uno de los aspectos más preocupantes, a la hora de operativizar el marco legal, es la debilidad de las entidades encargadas de controlar el financiamiento de las campañas y de sancionar los comportamientos indebidos. En efecto, la Misión de Observación Electoral (MOE) demostró que el Consejo Nacional Electoral (CNE), órgano principal de control a nivel nacional, no tiene ni las capacidades humanas ni técnicas o financieras para asumir su rol. Además, esta institución, cuyos miembros son nombrados por los mismos partidos políticos que supuestamente debería controlar, está cuestionada por su nula independencia y su efectiva inoperatividad.
La mayor dificultad del trabajo del CNE, es el seguimiento a las cuentas presentadas por los propios partidos, lo que significa, principalmente, dos aspectos graves: por un lado, que su trabajo es siempre a posteriori, es decir, sin posibilidades de invalidar las elecciones por inconsistencias financieras o, por lo menos, advertir a los ciudadanía, previo a la elecciones, de violación de las normas establecidas por parte de unos y otros candidatos. Por otro lado, el CNE cuenta con pocos medios para verificar la exactitud de las cuentas presentadas por las distintas campañas electorales.
Con estos antecedentes, parece imposible realizar un análisis exhaustivo y un seguimiento al financiamiento político por vías formales. Las cuentas declaradas representan –seguramente– sólo una parte de la realidad financiera de las campañas. Sin embargo, sin pensar en la parte sumergida del iceberg financiero de los partidos, con la sola aplicación de la ley (o la punta del iceberg para seguir con la metáfora) las autoridades podrían sentar las bases de una competencia equitativa en el acceso al gobierno, punto de partida necesario para la aplicación de un efectivo modelo de democracia representativa.
Financiamiento privado: un filtro contra la renovación política
Uno de los factores de distorsión en la disputa electoral reside, en buena parte, en el desequilibrio del modelo “mixto” a favor de los aportes privados que anula o debilita fuertemente el impacto democrático de los aportes públicos.
Si bien, para las elecciones presidenciales la financiación estatal es notable. Por ejemplo en 2014, todos los candidatos –con excepción de Óscar Iván Zuluaga que ya llegaba al tope con el financiamiento privado– recibieron un aporte estatal previo de $7.560.527.862.00 pesos. Al final de las elecciones, con la reposición de votos, el Estado figura como el primer financiador. Por lo tanto los aportes privados fueron los que distinguieron los candidatos en las urnas. Extraña coincidencia. Los candidatos vencedores en la primera vuelta fueron los mismos que llegaron hasta sus topes legales con la financiación privada.
Para la misma elección, el crédito financiero fue la única fuente de recursos no públicos declarados por el presidente Santos, con un valor de $6.668.053.212.000 de pesos, y este mismo recurso fue la mayor fuente de financiación para el candidato Óscar Iván Zuluagua, con un crédito de 16 mil millones, otorgados por Bancolombia.
Si sumamos al total recepcionado las donaciones de particulares, el contraste entre quienes recibieron financiamiento privado y los que no lo obtuvieron, se torna más visible. Por ejemplo, el marco del sistema mixto (en su fervor para la equidad entre la diferentes formaciones políticas) permitió al Centro Democrático recibir y gastar alrededor de dos veces más (según los datos oficiales) para su campaña que el Polo Democrático, cuyo único modo de financiación fue el sector público, a parte de los recursos de la misma organización.
Las conclusiones son aún más desalentadoras cuando analizamos el panorama a nivel regional y legislativo. Los fondos públicos en realidad son casi inexistentes, mientras que los privados constituyen casi la única fuente de recursos para los partidos. De esta manera, la financiación por donaciones de particulares llegó a niveles muy altos durante las últimas elecciones para la Cámara, como sucedió en Santander, donde el partido Opción Ciudadana recibió $1.159.200.000 de pesos de particulares, o en Antioquia donde el Centro Democrático recibió oficialmente $887.661.894 de pesos por este medio.
Aunque muy elevadas en ciertos casos, las donaciones de particulares son reguladas teóricamente, bajo un marco de porcentajes que las limita, de manera muy irregular, con topes a veces muy altos y otros muy bajos, según las regiones. Sin embargo, esta norma queda anulada en la práctica, pues no hay límites para el autofinanciamiento. La mayoría de los candidatos elegidos a la Cámara financian gran parte de sus campañas –nada baratas por demás– como por ejemplo los candidatos del Partido Conservador para el Atlántico que aportaron $1.161.566.907 pesos, o el Partido de la U en Córdoba cuyos candidatos autofinanciaron $1.008.831.500 pesos.
Estos elementos analizados del periodo electoral 2014, ilustran los mecanismos mediante los cuales el poder económico aprovecha la dinámica electoral, pues para los candidatos los ingresos privados les garantizan presencia y visibilidad en la batalla electoral para acceder a las altas esferas políticas. Para los donantes privados: bancos, empresarios, o familias poderosas, estas “alianzas” les deja el campo libre para interferir sobre las campañas, o según sus intereses privados, sobre los contenidos del debate y las figuras que sobresalen en el escenario político. Si sus candidatos salen elegidos, pronto recuperarán lo invertido a través de distintos contratos y nombramientos, es decir, el juego electoral es, en efecto, una empresa económica, y como tal opera: ¿cuánto invierto?, ¿cuánto recupero? El máximo nivel y potencialidad de esta inversión fue concretada por los paramilitares, hace pocos años, por los paramilitares por todo el país.
El opaco velo que cubre los procesos de créditos representa otro aspecto inquietante en el juego electoral. Con financiamientos privados en su mayoría, no debe extrañar que su racionalidad impuesta a sus candidatos se corresponda con sus propios intereses. En este sentido, en una lógica de seguridad, los bancos prestan recursos a priori sobre la base de los recursos del que pide crédito y a quienes consideren que sí obtendrán un máximo de votos, asegurando el reembolso de lo prestado vía reposición de votos. Este mecanismo produce, entonces, un freno mayor para el financiamiento de candidatos, y de nuevas fuerzas políticas, que inician la carrera hacia el acceso al gobierno y la posible renovación de la clase política. Además, esto embrolla las cuentas: tratando de un crédito sobre la base de los recursos del candidato ¿No debería ser contabilizado y limitado bajo la norma de los aportes propios?
El apoyo de los medios de comunicación masiva
Los medios de comunicación también juegan un rol clave en la distorsión de las campañas. La publicidad electoral es la medida principal del gasto de campaña (representa 60,40% de los gastos) y es la causa principal del crecimiento de los costos. Esta desigualdad se profundiza al no existir ningún marco que garantice la difusión equitativa de las diversas propuestas políticas. En este sentido, los medios de comunicación dominantes tienen total libertad para manejar los espacios publicitarios en la disputa política y favorecer al candidato o a las propuestas políticas que responden a sus intereses, es decir, los intereses de los grandes grupos económicos.
Normalización de la corrupción y del clientelismo
El “dejar hacer” en la disputa electoral, es el resultado de la debilidad de las instancias de control y la ausencia de real arbitraje estatal en este aspecto. Las carreras electorales llevan a las campañas políticas a priorizar una búsqueda desenfrenada del dinero. Estas dinámicas no solamente favorecen, casi mecánicamente, a las élites, sino que propician un campo apto para prácticas corruptas y clientelistas o lo que la ley quizás admite como estos “otros gastos” que hacen la política real.
Esta dinámica, donde las mafias de distinto orden cuentan con todo el espacio para incidir, poder que es más notorio en las periferias de las grandes ciudades o en los municipios de segundo orden, amplia el riesgo, bien conocido en Colombia, de la compra del voto, del voto bajo amenaza, del relleno de urnas y, si esto no basta, del sencillo relleno de urnas. Clientelismo y compra de voto que anula el debate programático que deberían provocar las distintas campañas, haciendo de las mismas un proceso de politización social y de estímulo al control ciudadano de aquellas personas que finalmente son elegidas para algún cargo público.
¿Democracia representativa… ¿de quién?
Una mirada sobre los mecanismos de financiamiento en Colombia es rica en enseñanzas respecto a las lógicas políticas imperantes, probando una vez más el abandono del Estado en su papel de arbitraje. Este “dejar hacer” traducido por la falta de cumplimiento de las leyes aprobadas, de control y sanción, y de oferta de los recursos necesarios al funcionamiento de la democracia representativa, reproduce mecánicamente el sempiterno control del Estado. Es decir, reduce o anula los espacios para la emergencia de nuevos y renovadores liderazgos políticos. El dinero que aceita las campañas, substituye las decisiones políticas y el debate de ideas, para solo dejar espacio a la decepción y la amargura de los que un día creyeron en la democracia formal.
Esta triste constatación no debe llevar a la resignación. De lo aquí relacionado queda claro que aunque los grupos dominantes y las élites han “vampirizado” toda la política formal, existe en ello una gran responsabilidad estatal, al dejar el campo libre para que así suceda. Es urgente, entonces, que el financiamiento político del debate electoral sea objeto en esa coyuntura de una discusión popular masiva para buscar renovar –si es que vale la pena salvar este modelo político de democracia representativa– un marco legal que así lo propicie y garantice.
Los cuadros que acompañan este artículo cuentas de campañas de los candidatos a la presidencia en 2014 que presentaron al CNE a través del sitio Cuentas Claras.
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