Lo sucedido el domingo 23 de mayo de 2015 en la plaza El Divino Salvador de la capital de la república de El Salvador no fue, como dijeron los apologistas del poder religioso católico, un acto de magnanimidad del gobierno de la iglesia de Roma. Me refiero al acto de beatificación del arzobispo Óscar Arnulfo Romero, asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la misa, por orden del mayor Roberto D’Aubuisson, posterior fundador del partido ultraderechista Alianza Republicana Nacionalista.
La beatificación de Romero obedeció –indudablemente– a la política adoptada silenciosa y sigilosamente por el cardenal Argentino Bergoglio desde el momento mismo en el que, elegido Papa, empezó a llamarse Francisco. Para Jorge Mario Bergoglio, cuando ejercía como arzobispo primado de Buenos Aires, la teología de la liberación era un asunto de muchas sospechas y sus seguidores, sujetos del máximo cuidado. Al entonces Cardenal siempre le preocuparon los pobres pero no desde el proyecto de liberación del cual eran y son llamados a ser sujetos, sino desde la pasión porque no le sean seducidos y sustraídos del rebaño sumiso por los proyectos políticos de izquierda. Él siempre miró con malos ojos los proyectos revolucionarios en cocción en el continente latinoamericano. Hoy, al frente del Vaticano, no le preocupa menos que los pobres latinoamericanos, engañados por los papas; polaco y alemán, y por la imposibilidad de hacer históricas liberaciones desde la militancia en credos religiosos, abandonen continuamente su iglesia, para agruparse bajo las toldas políticas de movimientos políticos de tinte revolucionario. El suyo –del papa Francisco– no es el proyecto histórico de la liberación sino el proyecto de recuperación masiva de efectivos católicos. Para lograrlo utiliza, y no sin maestría, la semiótica de las gestualidades y la demagogia de la simplicidad, cosa que en él, desgarbado natural y hombre de pocas vanidades, es asunto que fluye elementalmente y con apariencia de virtud.
Las mayorías empobrecidas de El Salvador llevan décadas esperando justicia. Fueron y son muchos sus muertos por obra y gracia de la acumulación de riquezas y tierras en pocas manos, y de los ejércitos oficiales y paramilitares. En tiempos de Romero, lo afirman los analistas del momento, eran 12 las familias poseedoras de todas las riquezas de la nación. Con la bendición del silencio de Roma, las tiranías asesinaron a los líderes e intelectuales católicos que acompañaban las luchas del pueblo. Con permiso del papa Wojtyla, que entendía el asunto como una defensa católica contra el monstruo del comunismo, los pobres, católicos, indígenas y campesinos, cayeron por decenas de miles, sin piedad alguna. La Iglesia que los acompañaba fue silenciada, sus pastores sobrevivientes fueron removidos de sus cargos, contra el derecho mismo de la Iglesia, prematuramente. En su lugar pusieron jerarcas probadamente proclives a los intereses de la ultraderecha criminal. Ese pueblo, con todo, y aunque a las puertas de la desbandada, continúa siendo mayoritariamente católico. La estrategia de número tenía que hacerles una mínima concesión; ésa debía ser, a todas luces, la beatificación de su santo Romero.
El pueblo siempre llega primero
Los relatos bíblicos aseguran que en momentos cruciales en los que la opresión de los egipcios arreciaba, y ciertas normas religiosas no operaban para encarar al enemigo, el pueblo conversaba, deliberaba y producía cambios. Moisés que era la personificación de la autoridad en nombre de Dios, luchaba contra esas transformaciones y las combatía con pasión hasta cuando se convencía de que el pueblo no volvería atrás lo decidido y puesto en marcha. Era esa el momento en el que el legislador se subía a lo alto para ser visto y oído por todos y con hierático porte de autoridad, decía “a partir de hoy manda Dios…” y le daba estatuto de legalidad a lo ya transformado por el soberano querer de la gente. El pueblo debía reírse del “mandato” legitimador a posteriori; y se reía porque sabía que no eran ni Dios, ni el legislador quienes mandaban, era el pueblo el que hacía los cambios según su talente y las urgencias históricas.
Esta ha sido una constante de la humanidad. Hoy y entre nosotros también es así. El lunes 24 de marzo de 1980, por ejemplo, no había caído el sol y ya todo el pueblo salvadoreño tenía declarado santo a Oscar Arnulfo Romero. Y al martes siguiente toda América Latina le rezaba letanías de esperanza “San Romero de América, ruega por nuestras luchas”. Sin piruetas burocráticas, sin permiso de poder alguno, sin las manipulaciones mediáticas de milagros inventados, sin pagar un centavo a las curias, sin pudor, sin dudas, el pueblo estaba convencido de que Romero era santo. Santo suyo. Y le rezaba.
Los centros de poder siempre llegan tarde y mal
El Vaticano llegó con 35 años de tardanza. Y llegó muy mal. Cuando empezó la romanísima misa de beatificación, una coral de estilo español o italiano cantó, y bastante en su versión original, el canto de entrada de la “Misa salvadoreña”, la misma que acompañó las luchas en los momentos considerados como el comienzo de la liberación. El mundo escuchó al pueblo entero unido en una sola voz emocionada “Vamos todos al banquete, a la mesa de la creación; cada cual con su taburete, tiene un puesto y una misión”. Pero, ¡qué va!, fue un engaño para atraer espectadores y cautivar audiencia. La misa siguió al más puro estilo romano, sin moverse ni un tris de los ritos preestablecidos, romanos, curiales, hieráticos, verticales, incontaminados de emoción. En un primer plano, como un centenar de obispos; en un segundo plano, un millar de sacerdotes. Todos, machos y con ornamentos romanos. Eso no era la beatificación de un hombre del pueblo sino un desfile de machos ensotanados. El pueblo, el de Romero, por el que dio la vida, aquel cuyo lenguaje aprendió a hablar tardíamente, el pueblo cuyas luchas asumió como propias y hasta la sangre, ese pueblo, cuidadamente, calculadamente, estaba bien lejos; ni las mejores cámaras pudieron o quisieron enfocar por un solo momento a las gentes del pueblo que, según se oía, como un grito lejano y silenciado, gritaban consignas de liberación y de justicia. Y ni una sola mujer. Ni una monja, a pesar de que monjas hubo que dieran su sangre por la liberación del pueblo; ni una indígena, ni una campesina, y ellas fueron siempre guardaespaldas del pastor en riesgo y cuidadoras de la revolución.
La santidad que vivió y anunció Jesús
Jesús, el maestro que ha inspirado la entrega y la lucha de muchas mujeres y hombres en América Latina, moviéndolos a una articulación necesaria entre fe y revolución, vivió y predicó la santidad de otra manera muy diferente a como la conciben los centros de poderes religiosos. Dos testigos cercanos a Jesús traigo a la memoria: Juan y Santiago. Ambos escribieron evangelio y cartas para las comunidades que crecían en memoria del mártir Jesús. La santidad de éste, según el apóstol Santiago, es –y esto nos evoca mucho el principio del “amor eficiente” de nuestro Camilo Torres Restrepo– la entrega eficiente a la causa de los pobres1: “Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle? Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de ustedes les dice: Vayan en paz, caliéntense y sáciense, pero no les dan las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?”. Juan, por su parte, entiende la santidad predicada por Jesús como una manera de abordar la existencia terrena y las relaciones de amor entre los humanos2: “Si alguien dice: “Yo amo a Dios,” pero aborrece a su hermano, es un mentiroso. Porque el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve”.
Contra las equivocadas lógicas de las iglesias bien montadas y económicamente financiadas y aseguradas, lógicas que concuerdan solamente con las de los centros de poder económico, militar y político excluyentes, tienen los y las creyentes la tarea de desarrollar la liberadora dimensión de la fe que no es otra que su articulación con lo político. Y lo político no puede ser para el creyente honrado, cualquier tipo de políticas sino la del bien común, la que hermane pueblos y naciones, culturas, lenguas, fenotipos, edades, la que afirme los plenos derechos de todos y todo lo existente, incluidos humanos, animales, plantas, tierra, suelo y subsuelo, aire y agua, la que garantice justicia y equidad, cuidado del mundo y racionalidad en el uso de los bienes. Por esa santidad, sobre todo en los dos últimos años de su vida, Óscar Arnulfo Romero se jugó entero en el altar de los pobres y humillados de su patria, y en todos los altares de los empobrecidos de América Latina. Este hombre fue un santo que no necesita ser canonizado.
* Animador de comunión sin fronteras [email protected]
1 Santiago 2, 14-17
2 1 Juan 4, 20
Recuadro
San Romero de América, pastor y mártir nuestro
Obispo Pedro Casaldáliga
Sao Felix do Araguaia, Brasil
El ángel del Señor anunció en la víspera…
El corazón de El Salvador marcaba
24 de marzo y de agonía.
Tú ofrecías el Pan,
el Cuerpo Vivo
-el triturado cuerpo de tu Pueblo;
Su derramada Sangre victoriosa
-¡la sangre campesina de tu Pueblo en masacre
que ha de teñir en vinos de alegría
la aurora conjurada!
El ángel del Señor anunció en la víspera,
y el Verbo se hizo muerte, otra vez,
en tu muerte; como se hace muerte,
cada día, en la carne desnuda de tu Pueblo.
¡Y se hizo vida nueva
en nuestra vieja Iglesia!
Estamos otra vez en pie de testimonio,
¡San Romero de América, pastor y mártir nuestro!
Romero de la paz casi imposible en esta tierra en guerra.
Romero en flor morada de la esperanza incólume de todo el Continente.
Romero de la Pascua latinoamericana.
Pobre pastor glorioso, asesinado a sueldo, a dólar, a divisa.
Como Jesús, por orden del Imperio.
¡Pobre pastor glorioso,
abandonado
por tus propios hermanos de báculo y de Mesa…!
(Las curias no podían entenderte:
ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo).
Tu pobrería sí te acompañaba,
en desespero fiel,
pasto y rebaño, a un tiempo, de tu misión profética.
El Pueblo te hizo santo.
La hora de tu Pueblo te consagró en el kairós.
Los pobres te enseñaron a leer el Evangelio.
Como un hermano herido por tanta muerte hermana,
tú sabías llorar, solo, en el Huerto.
Sabías tener miedo, como un hombre en combate.
¡Pero sabías dar a tu palabra, libre, su timbre de campana!
Y supiste beber el doble cáliz del Altar y del Pueblo,
con una sola mano consagrada al servicio.
América Latina ya te ha puesto en su gloria de Bernini
en la espuma-aureola de sus mares,
en el retablo antiguo de los Andes alertos,
en el dosel airado de todas sus florestas,
en la canción de todos sus caminos,
en el calvario nuevo de todas sus prisiones,
de todas sus trincheras,
de todos sus altares…
¡En el ara segura del corazón insomne de sus hijos!
San Romero de América, pastor y mártir nuestro:
¡nadie hará callar tu última homilía!
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