Petro, el liberalismo y el miedo al pueblo

La movilización popular para la defensa de las reformas propuestas por el gobierno de Petro enfrenta como principal obstáculo la fragmentación organizativa y discursiva de los actores progresistas. Sin embargo, las críticas a la interpelación del pueblo ponen en evidencia la existencia de un liberalismo antipopular que actualiza el miedo al pueblo de las élites colombianas.

El presidente Gustavo Petro ha interpelado al pueblo colombiano, instándolo a defender en las calles las reformas nodales de su programa de gobierno. De esa manera busca contrapesar una correlación de fuerzas que cada día parece tornarse más adversa. La eficacia de tal medida es, sin embargo, muy incierta porque, paradójicamente, el ascenso del gobierno progresista coincide con un momento de fragmentación organizativa y desorientación ideológica de la izquierda y el progresismo.

Este fenómeno, aún por examinarse en toda su magnitud, se expresa, por ejemplo, en que el paro nacional de 2021 tuviera que ser agenciado por la gente de a pie, ante la falta de representatividad de las organizaciones sociales y políticas, que fueron desbordadas y cuestionadas, como el Comité de Paro, o solo se vincularon tardíamente a la protesta y no tuvieron capacidad de articular la multiplicidad de demandas emergentes en un discurso político coherente. De hecho, todavía podría preguntarse si el programa de gobierno de Petro responde efectivamente al descontento entonces planteado.

Sobre esta situación de la izquierda y del progresismo influye bastante la reconfiguración de la política contemporánea, caracterizada por la “liquidez” de los vínculos y de los discursos, y por el predominio de figuras individuales, influencers, “activistas” o emprendedores políticos, más que de organizaciones, programas políticos y militantes.

Un fenómeno que gana espacio, sobre todo, porque en gran medida la izquierda ha reducido su praxis al terreno electoral e institucional, a la política del espectáculo más que el trabajo organizativo, de hormiguitas, con las bases. Este contexto fue funcional a Petro, quien practica una política reticente a la organización, más centrada en su carisma, en sus habilidades comunicativas y en alianzas de todo tipo. Pero, como ha dejado claro el affaire Benedetti, gobernar requiere una “solidez” de la que ahora no se dispone.

Es esta realidad, la fragilidad organizativa entre los actores pogresistas de la coalición de gobierno, la que dificulta la movilización y la vinculación orgánica del pueblo a la defensa de las reformas. Además, sigue sin configurarse un discurso político capaz de articular a los distintos actores comprometidos de alguna manera con el cambio, dentro y fuera del gobierno, algo en lo que aportan las divergencias marcadas en la izquierda, en algunos casos inconciliables, sobre la lectura del momento político y sobre los criterios de evaluación del gobierno. Asi, no es para nada claro cómo la movilización popular podrá poner presión sobre una cantidad de congresistas blindados hasta cierto punto del cuestionamiento público gracias a su carácter cuasi-anónimo.

No obstante, la interpelación al pueblo por parte de Petro ha puesto de presente un rasgo notable de la cultura política colombiana: la existencia de un liberalismo que defiende una democracia sin pueblo. Los argumentos de la derecha, anteriormente uribista, en oposicion al gobierno de Petro son endebles y poco serios. De ahí que las críticas de los liberales de centro a los esfuerzos del Presidente por movilizar al pueblo tengan más resonancia. En su perspectiva, Petro no debe apelar al pueblo para que respalde sus reformas porque el Presidente tiene que representar a la totalidad del pueblo colombiano, no solo a la parte del mismo que eligió su programa. Movilizar solo esa parte, afirman, puede incluso ir en contra de la división de poderes y del Estado de derecho.

Estos argumentos expresan, con toda claridad, una concepción de la democracia incapaz de lidiar con las tensiones insalvables que caracterizan esta forma de gobierno. Particularmente, con las antinomias que supone la realización de su fundamento último: la soberanía popular. Pero también son producto de una particularidad del liberalismo colombiano: el miedo al pueblo.

La democracia sin pueblo

Una de las críticas liberales sostiene que la movilización del pueblo por parte de Petro puede ser contraria a los pesos y contrapesos institucionales del Estado de derecho. La interpelación directa del Presidente a su electorado, a lo sumo una mayoría relativa, entre otras cosas debilitaría el control horizontal que los poderes judicial y legislativo ejercen sobre el ejecutivo.

Esa crítica equipara la interpelación del pueblo con la demagogia o el “populismo”, cuando no con el “Estado de opinión” de Uribe, suponiendo que la movilización popular es necesariamente contraria a las instituciones. De ahí las respuestas al Presidente cuando afirma que si el Congreso no aprueba las reformas recurrirá directamente al pueblo. No obstante, tal juicio olvida que la Constitución de 1991, la misma que defienden tanto los liberales como Petro, dispuso de amplios mecanismos de democracia participativa cuyo fin último era hacer efectiva la soberanía popular, a los que el Presidente se ha referido permanentemente. Por lo tanto, la movilización popular no es contraria al Estado de derecho.

Además, ese argumento omite la desfavorable correlación de fuerzas en que se halla el gobierno, incluso en el ámbito institucional, como lo muestra la beligerancia opositora del Fiscal y la Procuradora, sin mencionar los medios de comunicación, los gremios, etcétera. Tal situación hace prácticamente imposible que el respaldo popular pueda empoderar a Petro hasta el punto de desconocer los demás poderes.

Pero vale la pena considerar esa crítica desde un punto de vista teórico para entender su sesgo antipopular. El argumento es coherente con la filosofía liberal, preocupada por salvaguardar los derechos individuales y los derechos de las minorías frente al Estado, al gobierno y a la siempre posible “tiranía de las mayorías”. No obstante, desconoce las antinomias de la democracia moderna en detrimento de su fundamento, la soberanía popular.

La democracia moderna implicó una actualización del ideal de autogobierno, realizado en el ágora de la polis antigua, cuya puesta en práctica en las sociedades de fines del siglo XVIII planteó numerosos problemas. El fundamento del poder político sería inmanente: el pueblo soberano, entendido como la totalidad de los integrantes de la comunidad política, sería el creador del orden político; por consiguiente, la obligación política y el gobierno dependerían de su consentimiento. El principal problema que de allí se derivó se resume en un interrogante: cómo sería posible la expresión de ese consentimiento en territorios extensos que hacían imposible la reunión y la deliberación del pueblo soberano.

Como es sabido, la solución se encontró en el mecanismo representativo. Así, Madison (El Federalista X) distingue por primera vez entre la democracia “pura” de la Grecia antigua y la representativa o república. A su juicio, la representación no solo haría posible la democracia en un territorio extenso, sino que tenía ventajas sobre la democracia directa, pues los representantes tamizaban y cualificaban la opinión pública, permitiendo discernir el verdadero interés general, y la mayor extensión de la república haría posible la elección de los representantes con más méritos. De esa manera, la representación podría incluso inmunizar la comunidad política de las dinámicas facciosas que caracterizaban a la democracia antigua.

Empero, esa aprensión contra las facciones y la posible tiranía de las mayorías es también una prevención contra la posibilidad de que se ejerza efectivamente la soberanía del pueblo. Asi, Montesquieu (El espíritu de las leyes, libro XI, capítulo 6), presenta su doctrina de la división de poderes y los mecanismos representativos, inspirada en la Constitución británica, como una manera de equilibrar la soberanía popular. En un “Estado libre” ningún poder debe tener preponderancia, ni siquiera el del pueblo soberano.

Así mismo, Madison (El Federalista X) reconoce que el origen de las facciones, “es la desigualdad en la distribución de las propiedades”, pero considera que tal causa no puede suprimirse. Por consiguiente, se inclina a tratar las facciones por sus consecuencias. Lo fundamental es evitar que una facción se convierta en mayoría, lo cual implícitamente supone limitar la expresión de la soberanía popular. Para ese fin, al igual que en Montesquieu, el mecanismo representativo, los pesos y contrapesos institucionales y el federalismo son fundamentales.

En fin, la tensión nodal entre democracia y liberalismo radica en la posibilidad de hacer efectiva la soberanía del pueblo. Los críticos de Petro, en lugar de hacerse cargo de dicha tensión, privilegian los dogmas liberales en detrimento de la movilización popular, una forma de participación política y de expresión de la soberanía popular.

Antinomias de la democracia moderna

Otra de las críticas liberales indica que Petro no debe convocar a su electorado porque este es solo una parte del pueblo soberano y el Presidente está llamado a representar a, y gobernar para, la totalidad del pueblo. Desde esta perspectiva, la única manera en que el Presidente puede gobernar para la totalidad de la ciudadanía es mediante el consenso. Cualquier intento de movilizar una parte del pueblo sería contrario al papel que el Presidente debería desempeñar, porque terminaría gobernando para la mayoría relativa que lo eligió en detrimento de las minorías.

Este argumento elude el principal mecanismo que las democracias tienen para garantizar los derechos de las minorías políticas: la alternación. No es cierto que Petro tenga que gobernar necesariamente mediante el consenso porque debe hacerlo para todo el pueblo. Su deber es, en primer lugar, tratar de realizar el programa político por el cual fue electo; de esa forma gobierna para todo el pueblo. De lo contrario, no tendría sentido que el pueblo eligiera entre distintas alternativas. Si todos los gobiernos electos gobiernan sin diferencia alguna –como lo hicieron bajo el Frente Nacional, que nuestros liberales parecen extrañar tanto– no tendría sentido la democracia. La realización de ese programa no puede asimilarse a una vulneración de los derechos de las minorías mientras estas disfruten de los derechos constitucionales y, sobre todo, tengan la posibilidad legal de reemplazar el gobierno de Petro para tratar de implementar otro programa político.

Pero el argumento apunta, nuevamente, a las tensiones que supone la realización de la soberanía popular. La afirmación de que el Presidente no puede convocar una parte del pueblo es profundamente ideológica e implica que la actividad del gobierno tiene que ser “apolítica”. Sin embargo, la política moderna en los regímenes democráticos se basa necesariamente en la disputa entre las distintas partes del pueblo por representar la totalidad.

La realización de la soberanía del pueblo, el conjunto de ciudadanos que forman la comunidad política, limitada mediante un sistema de pesos y contrapesos y por el mecanismo representativo, solo es posible si se aceptan dos principios ideológicos. Primero, la distinción entre el titular de la soberanía, el pueblo soberano, y quien ejerce la soberanía, sus representantes. Si no se acepta que los representantes pueden ejercer el poder soberano, el mecanismo representativo resulta contrario a la soberanía popular. Segundo, el supuesto de que el representante, cualquiera que sea, no representa una parcialidad sino la totalidad del pueblo soberano. Esta es la única manera de que sea la misma voluntad, es decir la del pueblo, la que ejerza el poder soberano mediante sus representantes, en forma indirecta.

Estos dos principios son mutuamente necesarios, pero lógicamente contradictorios y fácticamente imposibles de corroborar. La representación de la totalidad del pueblo por cada representante implica necesariamente un mandato libre. Esto quiere decir que las acciones del representante no pueden estar condicionadas por los intereses de sus electores, que a lo sumo constituyen una parte del pueblo; por lo tanto, no deben existir instrucciones que constriñan al representante, como en las formas de representación corporativa del antiguo régimen, y el rendimiento de cuentas entre representantes y representados tiene lugar mediante el premio y el castigo electoral. Sin embargo, el mandato libre cuestiona de fondo el supuesto de que el representante ejerza efectivamente su poder en nombre de la totalidad del pueblo soberano y no de la parte que lo eligió.

Así mismo, en las dinámicas concretas de la democracia representativa el mandato libre con frecuencia queda reducido a un criterio meramente formal, puesto que en una sociedad compleja y en una sociedad de clases los representantes necesariamente estarán ligados a intereses particulares, a parcialidades, más que representar el interés del pueblo soberano como un todo. De hecho, según el historiador Edmund Morgan (La invención del pueblo. El surgimiento de la soberanía popular en Inglaterra y Estados Unidos), ambos principios fueron funcionales al dominio de una elite en nombre del pueblo.

La idea de que los representantes no representan una comunidad local o un grupo, sino al pueblo en su conjunto, fue planteada en Inglaterra por el jurista Sir Edward Coke (1552-1634). Pero el pueblo soberano es una ficción jurídica, no constituye un sujeto político porque está internamente fragmentado y dividido en los intereses de los individuos, las clases y los grupos que forman una comunidad política. Así, según Morgan, los representantes “inventaron la soberanía del pueblo a fin de reclamarla para sí”. De esa manera, contaron con un principio de legitimación inmanente para enfrentarse a la legitimidad trascendente de que estaba investido el monarca, y, al mismo tiempo, evitaron tener que rendir cuentas a sus representados, los grupos particulares concretos que se constituirían en sus electores, puesto que no los representaban a ellos sino a la fantasmática totalidad del pueblo.

De esa manera se configura una de las antinomias de la democracia moderna, tal como la ha examinado Pierre Rosanvallon: un hiato insalvable entre el pueblo soberano abstracto, identificado con la totalidad de la comunidad política o nación, y su expresión concreta entre quienes reivindican su representación y consitituyen inevitablemente una parte de dicho pueblo. Dado que el pueblo es internamente fragmentado, la política moderna necesariamente supone una lucha entre sus distintas partes por representar la totalidad. Por esa razón, afimar que Petro no puede movilizar a su electorado, en nombre de tal pueblo abstracto, es equivalente a sostener que su gobierno tiene que ser apolítico y, por tanto, que no puede desarrollar el programa por el que fue electo.

Costumbres colombianas

Los argumentos críticos de los liberales contra el intento de Petro por movilizar al pueblo no solo beben de la filosofía y la ideología, sino que entroncan sobre todo con una vieja tradición de las élites colombianas: la exclusión del pueblo del espacio público-político que algunos historiadores han concebido como miedo al pueblo. Siempre que el pueblo irrumpió en el escenario político fue reconducido a un lugar de pasividad.

Esa tradición podría retrotraerse a la represión que la Junta de Santafé, gestada por los notables criollos, implementó contra los chisperos y sobre José María Carbonell en 1810. La interpelación al pueblo por parte de los liberales, bajo el gobierno de José Hilario López (1849-1853), fue excepcional en el siglo XIX. La articulación del pueblo con el movimiento que culminó en la revolución del General José María Melo (1854) previno definitivamente a los liberales colombianos de volver a recurrir al pueblo para hacer política y los llevó a reclamar el espacio de poder para las élites. El pueblo solo volvería a irrumpir en el escenario político con la agitación socialista de los años veinte y la articulación de la naciente izquierda con Alfonso López Pumarejo, para ser nuevamente expulsado de ese espacio el trágico viernes 9 de abril de 1948. En muchos sentidos, La Violencia subsiguiente es resultado de la frustración de las demandas planteadas durante ese último período de emergencia popular.

Como es obvio, el pueblo solo puede irrumpir en el ámbito político como una parte de la comunidad política y, especialmente, como la muchedumbre, el vulgo, el populacho, esto es, el pueblo en sentido clasista, la plebs más que el populus. Por esa razón, la irrupción del pueblo concreto siempre fue combatida por las élites en nombre del abstracto pueblo soberano, entendido como la totalidad de la comunidad política.

Por ejemplo, en 1868, el político conservador Carlos Holguín negaba al artesano Manuel J. Barrera su pretensión de “vocero del pueblo”, afirmando por el contrario: “todos somos el pueblo, no sólo los de ruana”. Barrera, por su parte, defendía una concepción clasista del pueblo, entendido como los de ruana y alpargatas, y se preguntaba “por qué comprendiendo todos que todos somos pueblo” la clase alta se refería despectivamente al “hombre del pueblo”, al “ruanetas”, al “guache”, al “indio”, al “mulato” o al “zambo” (Ver el documento de Barrera en los anexos de Ideal democrático y revuelta popular, de Mario Aguilera y Renán Vega).

Curiosamente, ni las élites políticas ni los liberales colombianos blanden el argumento de que los representantes deben representar a la totalidad del pueblo soberano, y no solo a la parcialidad que los ha elegido, cuando estos toman decisiones claramente orientadas a beneficar minorías privilegiadas. Un listado de las reformas tributarias en las tres últimas décadas podría servir para ubicar empíricamente ese tipo de decisiones e incluso para determinar que ese ha sido el funcionamiento normal de la democracia colombiana.

En cualquier caso, la exclusión del pueblo del escenario político se configura como una de las fallas estructurales de esta democracia. Puesta en este contexto, la interpelación de Petro al pueblo responde fundamentalmente a la necesidad de resolver las demandas sociales planteadas en el período del posacuerdo de paz con las Farc, buena parte de las cuales se expresaron en el “estallido social” de 2021. Pretender que Petro debe resignarse a gobernar por consenso, abandonando o morigerando la agenda reformista, no solo supone otra exclusión del pueblo del espacio político, sino que incluso puede ser bastante irresponsable.

La institucionalidad colombiana puede en este momento soportar perfectamente la movilización popular instada por el Presidente, lo que probablemente no pueda soportar es la reactivación de la violencia a la que quedaría condenado el país si no se satisfacen las demandas sociales represadas por la guerra durante más de medio siglo.

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Información adicional

Autor/a: Edwin Cruz
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Periódico desdeabajo N°303, 18 de jun-18 de julio de 2023

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