La barca perdida en el océano de nuestro tiempo
Los “Rostros del autoritarismo” contemporáneo son muchos y diversos. De esos múltiples rostros está hecho nuestro tiempo. La conversión de todo en espectáculo, la fuga del pensamiento crítico del escenario de la cultura, la insolidaridad hiper-egoísta, el desentendimiento de lo político, la evaporación de las ideologías de compromiso social y solidaridad humana, la liquidez de todo tipo de vínculo, incluido el amoroso y familiar, la banalidad, la velocidad de todo en la que nada está llamado a perdurar, la implosión que desjerarquiza el mundo y todo lo deja reducido a un mismo nivel de importancia, la saturación informática, el “show” omnipresente de la vida íntima como mercancía de consumo, en fin. En estos textos de Carlos Fajardo Fajardo, quedan sin piedad desnudados, debajo de su pellejo invisible, los que el autor denomina “rostros del autoritarismo” contemporáneo.
De la lectura de estos breves pero contundentes ejercicios ensayísticos, queda un agridulce sabor. Ya no es posible hacer casi nada en contra del dulce despotismo que caracteriza nuestro tiempo. Pero hay al parecer en estos documentos una propuesta, para no perder del todo la esperanza: el artista debe denunciar ante los ciegos tales rostros, su modo de operar en la sociedad y en la cultura; debe por lo tanto ejercer la crítica. Este es quizás el único lado optimista que se adivina, en medio del panorama desolador que el autor nos presenta a propósito de los principales rasgos de nuestro tiempo. Al artista y al intelectual les queda una tarea por hacer. Y, mientras haya tarea pendiente de realizar en este mundo, habrá esperanza.
Se nos habla entonces de un artista crítico, de un intelectual que toma distancia y denuncia en libertad, jamás “embarcados” ninguno de los dos en las lógicas perversas de su época, comprometidos sólo con el ejercicio del pensamiento. Muy bien. ¿Pero, me pregunto, tiene a quién dirigirse hoy en día el artista crítico, el intelectual que hace la denuncia? ¿Pueden el artista y el intelectual prometer algo hoy en día, cuando toda promesa suena a falsedad y la audiencia para estas voces disonantes ha desaparecido progresivamente de la sociedad y la cultura, hasta casi desaparecer?
Pienso que no.
El artista crítico, el intelectual que denuncia lo indebido no han desaparecido todavía de la sociedad y la cultura –Carlos Fajardo lo es él mismo–, por el simple hecho de haber dejado de existir, sino porque no tienen a nadie a quién decirle nada. Lo que ha desaparecido de la sociedad y la cultura contemporáneas es el interlocutor interesado en la crítica, lo que se ha esfumado es la audiencia del intelectual pensante e ilustrado que la modernidad produjo, y de los cuales quedamos por ahí algunos fósiles. El artista crítico que busca la complejidad estética y cognitiva de su obra, el intelectual ilustrado y libre en su autonomía se han quedado solos, han sido despojados de toda autoridad legítima por la banalidad contemporánea de quienes no se avergüenzan ahora de ser iletrados. Ser iletrado y banal es una buena carta de presentación. A los libros serios se les llama “pesados”, aburridos. Ningún ignorante hombre de negocios de nuestro tiempo, que ocupa las primeras páginas de los diarios y los primeros planos de la televisión en razón de su habilidad para crear riqueza, se avergüenza hoy de su condición iletrada. Nuestra cultura ya no es letrada sino basada en la imagen y el espectáculo mediático. Conozco grupos de personas que presumen de no complicarse la vida y se jactan de su actitud anti-intelectual; que se burlan y se compadecen de quienes leen agónicamente. El proyecto Ilustrado de la modernidad ha sido aparatosamente derrotado, pero no tanto porque los hombres ilustrados hayan desaparecido por completo, sino porque lo que se ha esfumado es el escenario de oidores que antes les otorgaba autoridad y legitimidad social y cultural. Los artistas críticos y los intelectuales ilustrados le hablan ahora al vacío. Su poder perturbador ha quedado por completo neutralizado del modo más eficaz e invisible que se hubiera podido imaginar: le han sustraído la audiencia, se la han trasladado al mercado de las imágenes, del “show”, del espectáculo.
Ahora la literatura ha quedado atrapada en las leyes del mercado. La principal ley del mercado consiste en descubrir que el consumidor tiene siempre la razón y que para venderle lo que él compra hay que ofrecerle lo que él quiere. Hubo un tiempo en que los artistas y los intelectuales no se preguntaban por lo que sus lectores querían leer. La lógica era absolutamente la inversa: el artista producía lo que su intención autónoma y rebelde en cuanto a los contenidos y las formas le indicaba, y el lector u observador se enfrentaban precisamente a los productos que los conmovían, que los perturbaban, que les corroían el piso. Ahí radicaba la fuerza estética o intelectual de la obra, y el editor o promotor se la jugaba y arriesgaba, teniendo en cuenta exactamente esa fuerza estética o esa complejidad teórica. Pero hoy ocurre lo opuesto.
Los “consumidores tienen la razón” y hay que satisfacerlos para que compren y consuman estas nuevas mercancías que son los libros de autoayuda o de aeropuerto, las imágenes televisivas del melodrama barato o del traqueto criminal mal-hablado, según las tetas del paraíso o las tijeras de Rosario; el cine de simples efectos o de trucos inocentes que insulta el gusto de cualquier persona medianamente inteligente. Hay entonces que envilecer ahora la fuerza estética hasta hacerla desaparecer, para garantizar el consumo masivo; hay que anularla, para que el consumidor deguste lo que le sea más simple, efectista, banal, ligero, “light”. Shakespeare habló a fondo de la maldad humana, de su condición abyecta y a la vez maravillosa, pero lo hizo de un modo tan serio, hermoso y profundo que lo instaló como punto de referencia indiscutible del cánon literario universal. La criminalidad humana a la colombiana se merece otro Shakespeare contemporáneo, otro Capote, otro Sade. Pero como esa grandeza estética carece por completo en nuestro tiempo de demanda mediática y lo que el circo en masa pide a gritos no es más que morbo y realismos sin elaboración, del peor gusto, los oportunistas “embarcados” en la lógica de los mercados terminan por sustituir a quienes todavía se proponen un estilo, la complejidad, el extrañamiento, el cuidado del lenguaje. El “chillen, putas” de Octavio Paz, relativo al trabajo del poeta que hace crujir el lenguaje en la creación, ya no es la preocupación del escritor “embarcado” en las leyes del mercado literario.
El artista crítico y el intelectual ilustrado han quedado entonces en el vacío por disolución social y cultural del auditorio, que ha sido trasladado al “show”, donde ya no hay exigencia mental sino pleno disfrute de la imagen, del espectáculo, de la intimidad humana convertida en mercancía, del crimen del bajo mundo transformado en golosina mediática, dizque con el pretexto de “mostrar la realidad”. Lo que no reconocen quienes trabajan en esta dirección que el marketing traza, es que la demanda y el mercado es la lógica que los embarca en la medianía o envilecimiento de sus “exitosos” productos. De este modo imperceptible pero progresivo, el país ha quedado atrapado en algo mucho más preocupante de lo que algunos reconocen: el aplastante dominio del mal gusto, que ha envilecido por completo la sensibilidad estética.
Estos textos de Carlos Fajardo Fajardo no sólo contribuyen a reconocer los múltiples rostros del autoritarismo contemporáneo, sino a des-velar el tejido cultural y social donde dicho autoritarismo se refugia. Tal como hace décadas lo explicó Michel Foucault, el poder con todos sus rostros, estrategias y dispositivos no se concentra sólo en el aparato de Estado, sino que se atomiza y disuelve por los vasos comunicantes de todo el tejido social y cultural. De igual manera lo hace el autoritarismo, como lo explica luminosamente el autor de estos textos, que invito a leer con todo el detenimiento que merecen, por su impecable nivel intelectual y por su espléndida escritura.
Fernando Cruz Kronfly
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