El odio de clase
Mural Karl Marx, de Diego Rivera en el Palacio Nacional (México)

Es conocida la expresión del mil millonario Warren Buffet que afirmaba que en la sociedad había una guerra “y la estamos ganado nosotros, los ricos”. Un reconocimiento explícito de la élite como clase social, que en cambio no supone una clase antagónica a la que se enfrente. Según su visión frente a la clase social que organiza el planeta hay individuos, grupos dispersos, masas amorfas o identidades en conflicto, pero no una clase social que dispute el poder a la clase de los ricos, porque la guerra que van ganando consiste precisamente en eso, en descomponer las clases subalternas para que no puedan discutir la hegemonía del capital.

En la llamada época dorada del capitalismo las clases sociales se reconocieron ambas como tales, y dieron lugar al interclasismo propio de la socialdemocracia y de la democracia cristiana. Ahora la clase dominante se reconoce como clase, alardea de “su clase” y no reconoce otra clase antagónica. Como toda clase, también se estratifica, siendo su base estética los pijos. Frente a ella no quiere a nadie, por eso su imaginario colectivo crea un no pensamiento sobre los demás, “la no-clase”: los que estorban porque gastan más de lo que tienen, porque no son capaces de tener lo que necesitan, porque son un gasto social inútil, porque quieren ganar lo que no merecen, porque reclaman un estado de lo público que se opone al progreso, porque muestran un penoso look, porque viven de la sopa boba, porque amenazan la gobernanza.

En tiempos anteriores solo había una clase que se reivindicaba como tal, la clase obrera; su antagonista –la clase capitalista– nunca se reconoció como tal clase, pues hacerlo suponía aceptar la lucha de clases y sus razones; en cambio se concebía a sí misma como la nación, como la parte preclara de la nación llamada a conducirla. Y tuvo la habilidad de reconvertir los conflictos de clase en una cuestión nacional, o bien en la desafección de los otros con los sagrados destinos de la patria.

Pero entre la clase y la no-clase aparece un tercer espacio social, un limbo en el que habitan los que pasarán a ser triunfadores o perdedores, sin término medio; es el espacio de la propaganda. El corrosivo capitalismo actual (Richard Sennet) solo admite ganadores. Poco aporta a la humanidad subir el Tourmalet un segundo antes o después, pero uno será el campeón, y el otro perdedor. En este limbo están los futuros emprendedores, dispuestos a triunfar gracias a su decisión, arrojo e inteligencia, ellos son el depósito del valor del esfuerzo, valor que alguien deberá seguir ejercitando dada la holgazana y parasitaria condición de “la clase”. No es casualidad que sean hoy los deportistas de élite –esfuerzo inútil donde los haya, pero muy meritorio– los ejemplos a imitar que propone el poder. Ahí el caso del tenista Nadal, reconvertido en propagandista de la muy democrática Arabia Saudí.

Esta no-clase es la representación del “otro”, un desconocido al que en el fondo se teme. Hay más temor en la clase dominante del que cabría suponer, quizá porque se adelantan en años a los posibles acontecimientos que podrían hace tambalear su hegemonía. No tanto en la cúspide del sistema, cuyo conocimiento y control de la población les hace confiar en eficaces respuestas, ya se enfrenten a movimientos sociales globales como si se trata de rebeliones o insurrecciones populares locales. Este temor a la plebe es más visible en los niveles inferiores del poder, cuya mayor preocupación es perder total o parcialmente su riqueza. De este temor surge primero el desprecio y luego el odio, hoy bien visible y nada disimulado. El ejército israelí es un ejemplo de cómo el temor a los palestinos se instala en la tropa, el temor se convierte en odio y éste contagia su agresividad criminal. Se vengan de su propio temor.

El caso de la señora Díaz Ayuso debería incluirse en los planes de estudio de ciencias políticas; convencida de que el verdadero poder es el dinero, adora –y añora– cualquier expresión de riqueza suntuosa, dirige su política a favorecer a los ricos y de paso a hacerse un hueco entre ellos. Del culto a la riqueza surge el desprecio al pobreterío, el miedo a ser desbancada de su pedestal –indispensable para su acceso al capital– y el odio de clase que impregna su comportamiento institucional. Una característica particular es cómo orienta su ira a personas concretas que representan lo que teme: Pedro Sánchez, Pablo Iglesias en su momento, o Mónica García, una lista incompleta y ampliable cada día. Su insulto soez al presidente del Gobierno en el congreso de los diputados resulta ilustrativo.

Pero ella no inició esta moda. Como en las grandes epopeyas, una saga familiar –los Fabra– sirve en bandeja los ingredientes de lo que queda de su visión del mundo; nada como el “que se jodan”1 para significar el odio de clase que se lanza a una “no-clase”formada de infrahumanos, como en su día lo fueron los indios (Sepúlveda frente a Las Casas), los esclavos negros, los judíos gaseados, los comunistas, los anarquistas, y tantos otros que sobraban porque estorbaban al progreso (de la dominación, se entiende). Hoy los ninguneados, la carnaza para los fondos buitre, los subalimentados, las que no llegan a fin de mes o los inmigrantes forman la amalgama sobre la que se ceba el desdén de los amos del mundo (Jean Ziegler).

La escandalosa desigualdad social, la acumulación acelerada de riqueza, la creciente presencia de trabajadores pobres y la exclusión social, es el bosque de la vida cotidiana. Este bosque, cuyos troncos palpamos a diario, hace tiempo que fue cartografiado. Suicidio colectivo (Hinkelammert), colapso de la civilización industrial (Fernández Durán) o crisis ecosocial, todos los análisis conducen a lo mismo; ésta no es una crisis más del capitalismo, es el fin de una época, y hunde sus raíces muchos años atrás.

El fin de una época no supone necesariamente el fin del capitalismo, sino una transformación del sistema de dominación para seguir perpetuándose. Pero el sistema se está transformando dando marcha atrás lo que indica que ya no puede seguir basándose en las fuerzas productivas que le daban vida. A este agotamiento del modelo actual responde con la recuperación de formas de acumulación precapitalistas con lo que el nuevo capitalismo crea en su interior estrategias feudales para reforzar su viabilidad.

El fin de una época es también el fin de sus referencias y valores: desarrollo-subdesarrollo, progreso-democracia, sustituidas por otras referencias y antivalores tales como la vuelta atrás (renovación de modelos feudales) y el salto hacia el abismo (comerciar con bienes que no formaban parte de la producción industrial, el agua, el CO2, los cuidados, así como la financiarización total de la economía o el acaparamiento de tierras). Consecuencias de esta renovación de la dominación, de esta guerra de los ricos, son la pérdida de legitimidad popular y el aumento de la violencia para garantizar la hegemonía. Y como telón de fondo la vuelta del fascismo/franquismo y de la amenaza de guerra, esta vez para atemorizar a la población, como si las guerras realmente existentes –Ucrania, Palestina, Yemen, Sudán– no nos debieran preocupar.

El bosque en que habitamos no es el caos con el que nos amenaza “la clase”, aunque puede llegar a serlo, sino que está sembrado de senderos de los que caminaron antes. La salida no consiste en abandonar el bosque, o dejar que le prendan fuego para que mueran todas las alimañas que lo habitamos. La salida consiste en hacer habitable el bosque, de la no-clase a la clase para sí, de la que hablaba Marx.

Pero a su vez el fin de una época también responde al desarrollo de vivificantes respuestas al sistema capitalista por todo el mundo, en paralelo a la descomposición de la estructura social basada en el poder equilibrador de las clases medias, y en paralelo a la aparición de la conciencia de resistencia global y a la cristalización de paulatinos nodos de reconstrucción de una clase que se presente como antagónica, esto es, capaz de discutir la hegemonía. Una reconstrucción que es transnacional, pero que se materializa y expresa en cada espacio estatal, llegando en esta línea de frente a los estados subordinados de la periferia. No es el cambio climático, ni la crisis ecológica, ni la guerra, ni la insoportable desigualdad lo que preocupa a los poderosos, “sino el conocimiento, la organización y la determinación, el avance hacia la unidad popular y el coraje de los movimientos sociales”.2Lo que apunta a la idea de que las elites dominantes nos tienen más miedo del que parece, tal como deja translucir su odio de clase.

05/Abr/2024

Notas

1 Expresión de la diputada Fabra en el congreso de los diputados, en referencia a los que tienen que soportar los recortes del PP.

2 Gómez Gil, C y González Parada, JR El debate sobre el Antropoceno en la crisis ecosocial,  Universidad de Alicante 2023.

Información adicional

Autor/a: José Ramón González Parada
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Fuente: Viento Sur

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