Vivimos tiempos de caos global, y con ello de desgobierno por doquier. No es para menos. El reinante orden unipolar desde décadas atrás está tocando a su final. La potencia a la cabeza de ese orden, Estados Unidos, enfrenta el mayor de los retos que hasta ahora país alguno se haya atrevido a desplegarle, y actúa con todos los recursos de que dispone para no ceder en sus privilegios.
Es un caos y una disputa global que vienen desde años atrás pero que ahora adquieren expresiones cada vez más abiertas: guerras, conformación de bloques de países en disputa, espionaje y filtraciones interesadas de los puntos débiles de países contrarios –aún no reciben el nombre de enemigos–, campañas mediáticas para desprestigiar a unos y otros, bloqueos, y sanciones jurídicas y económicas, por solo mencionar algunas.
Esta realidad, producto de la disputa entre un imperio que pierde dominio en varias aspectos y escenarios, y otro que va copando espacios y agendas, permite visualizar, con mayor nitidez, la desarticulación ideológica, política y de valores que hasta ahora le da soporte al modelo económico y social aún dominante.
Sin tal soporte, que durante los últimos 30-40 años encontró en el neoliberalismo un refuerzo que le permitió incluso su expansión en todos los campos del cuerpo social, el capitalismo pierde credibilidad y capacidad de cohesión social. Pero, en tanto no emerge un sujeto social y político –apoyado en una doctrina que potencie confianza y esperanza a la humanidad– que lo confronte con toda coherencia, es la desazón social y el caos geopolítico lo que toma el timón.
En ese “desorden ordenado”, cada país vive su propia crisis, que expresa la general pero que también alcanza matices particulares. En medio de tal contienda, los gobiernos quedan sometidos a campañas de desprestigio que despliegan sus opositores y que les reducen sus márgenes de maniobra, quiebran su conexión con las mayorías del cuerpo social que representan y bloquean sus agendas políticas, así como el desarrollo de su plan de gobierno –sin espacio para tramitar de manera exitosa sus proyectos por medio del poder legislativo–, producto de esto y mucho más, sumidos en total ingobernabilidad.
Es un conflicto despiadado, y caótico su propósito, cuyo producto final hace que el partido o la fuerza política dominante pierda el espacio público que había cosechado y lo había llevado al gobierno central. Así, en las próximas elecciones presidenciales, perdida la legitimidad que tenía, los votos no le alcanzarán para continuar dirigiendo el país.
En su reemplazo llegan las fuerzas opositoras, que se verán sometidas a igual dinámica, producto de la cual, pasados los años de su mandato, obtendrán un resultado similar al de su adversario. O tal vez prolongue el control del Ejecutivo, pero en circunstancias de mucha debilidad, con lo cual la ingobernabilidad y la confusión proseguirán como nota dominante.
Este es un escenario que se puede ver adobado por demandas jurídicas de todo tipo, que sindican a ministros y altos funcionarios, hasta llegar a la Presidencia, por corrupción, violación de una u otra norma constitucional, transgresión de sus poderes y, además, por motivos de poca monta pero que, manejados hábilmente por medio de una bien dispuesta agenda mediática, someten al gobierno a un desgaste sin cuartel.
De esas disputas y campañas puede devenir lo que hoy es conocido como “golpe blando” –que ahora sustituyó a los golpes militares–, pero no siempre termina en ello. Los errores gubernamentales pueden dar espacio para que así suceda; sus aciertos, a la hora de enfrentar a sus contrarios, también pueden impedirlo. Pero en uno y otro caso el resultado es similar: llevar al desgaste, impedir que gobiernen con libertad y conseguir que su imagen ante el cuerpo social sea de incapacidad para gobernar. Esa ‘incapacidad’ tiene como resultado final –ya fue anotado– la favorabilidad en el momento del ejercicio electoral.
Aquellas son confrontaciones en las cuales todo vale y en las que se despliega todo tipo de recursos, en medio de las cuales pueden estar implicados –o no– los poderes globales que se disputan su continuidad o su ascenso en la agenda global.
Como es apenas obvio, los errores cometidos por quienes dirigen la presidencia de un país, o de integrantes de primer escaño del mismo, facilitan que estas agendas ganen cuerpo, se multipliquen y alcancen su cometido, bien potenciando la ingobernabilidad, bien desgastando la imagen de quienes están a la cabeza del gobierno, bien destituyendo al presidente en ejercicio, etcétera. Es decir, la confrontación entre unos y otros, el desgaste pretendido, se pueden buscar vía conspiración y despliegue de toda clase de recursos, pero también puede llegar a darse y alcanzar a paralizar la administración pública fruto de errores de uno u otro calibre.
Colombia, que no podía ser la excepción, ha entrado en esta dinámica global. La tradición no renuncia a sus privilegios y, pensando en volver a ocupar la Casa de Nariño, conspira pero también aprovecha los errores cometidos desde Presidencia. El más reciente, las alianzas poco santas que se realizaron para ganar los votos necesarios y así encabezar el conteo electoral.
Uno de sus aliados, vividor de la política electoral, desata con sus declaraciones en supuesta conversación privada, procesos judiciales, a la par que alimenta la duda ciudadana sobre los valores éticos y morales de quien gobierna. Meses atrás, otro de sus miembros, en este caso hijo del jefe de Estado, había dado pie para otras investigaciones, tendiendo dudas sobre la integridad política y ética del Mandatario.
En estos casos, como en otro que implicaba a un familiar del Presidente, el trasfondo, el Talón de Aquiles, es el afán por reunir votos con los cuales sumar para llegar a dirigir el país. Ganar a como dé lugar. Esa premisa les recuerda ahora a las fuerzas del cambio que el poder es un medio y no el fin; y que, en la brega por el mismo, lo fundamental son las fuerzas populares, aupándolas en todo momento para que ganen capacidad de acción y gestión, para que desplieguen proyectos y experiencias de acción de todo tipo; para que sean gobierno efectivo en sus territorios, sin que para ello hayan tenido que ser elegidos por el escrutinio electoral. Pero también, en caso de triunfo en las urnas, para profundizar su proyecto de cambio, siempre supeditado al mandato de los excluidos.
Es esta una relación de acción con mirada de largo plazo, que le permite a quien por ella opte que, en el momento del juego electoral, no tenga que inclinarse por el tipo de alianzas que privilegió el gobierno de Gustavo Petro, ni optar por la forma de gobernabilidad a la que dio cuerpo, desechada por estos días, una vez que los privilegios y la rentabilidad de los de siempre están tímidamente en vilo como producto de diversidad de reformas en curso.
Como se puede deducir, la acción y las maniobras de los sectores de la tradición, en marcha y con espacio para ahondarse, encuentran en los errores de los sectores del cambio los recursos para desplegar su accionar. Esos errores descansan en las declaraciones y las acciones de aliados y cercanos, como en el afán por ocupar la Casa de Nariño a cualquier precio, dejando a un lado el privilegio de la acción política por empoderar a los de abajo.
El afán en el cual el Estado capitalista no es cuestionado en ningún nivel, y su propia defensa es la razón de ser del gobierno en curso. Siendo así, las reglas de juego son las enmarcadas en leyes y normas que le dan validez a ese Estado, el mismo que rige un modelo económico y social que tiene a las mayorías contra las cuerdas.
Al ser este el marco de acción privilegiado, los márgenes de maniobra se reducen un tanto pero no se agotan. Aunque tardío, queda el recurso de acudir a las mayorías, las mismas que nunca debieron estar relegadas en la definida agenda de gobernabilidad ni en el camino por jalonar la aprobación del conjunto de reformas que el país requiere para reducir en algo los niveles de injusticia y desigualdad que le caracterizan.
Se trata, en fin, de un actuar en el cual no es procedente hacerse la víctima, pues ello no educa y sí oculta los factores fundamentales que han contribuido a que se pueda denunciar que un golpe blando está en curso. Es un proceder con pretensión educativa y organizativa de la cual deberá salir la redirección de la agenda de gobierno, amarrándola con total decisión a los territorios, al debate cotidiano con los de abajo, en un ejercicio donde queden claras dos máximas para evaluar por parte del escrutinio público y electoral de 2025: “Mandar obedeciendo” / “Para todos todo, nada para nosotros”.
No hay otro camino para menguar en algo el caos reinante y ordenar el desorden presente.
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