Petro y la política de drogas

Por: Andrés López Restrepo*

El nuevo gobierno hereda una política fracasada frente a las drogas, lo cual le brinda la oportunidad de hacer una mucho mejor. Ha planteado algunas ideas, como el fin de la erradicación, que son positivas, pero hay otras iniciativas que podrían ser contraproducentes. Es muy importante prestar atención a la relación entre la paz y las drogas.

La política antidrogas del gobierno Duque fue un completo fracaso. Sus principales esfuerzos estuvieron dirigidos a reactivar la erradicación forzosa, incluyendo el empleo de fumigación. El presidente anterior, Santos, había acabado con la fumigación e impulsó una política que privilegiaba la sustitución. Esa política quedó bien atada y Duque no pudo deshacerla. Durante sus cuatro años de gobierno no cumplió con la exigencia de consultas previas y se enfrentó a cada paso con jueces que malograron sus intentos por desconocer la legalidad de tal forma que, pese a muchos esfuerzos, no pudo derramar una gota de veneno sobre los productores de coca. Además, heredó un proceso de paz que, aunque intentó destruir, le obligó a cumplir con una serie de compromisos que no pudo obviar pero que, claro, hizo mal.

La erradicación forzosa hace parte, junto con la extradición, de un conjunto de medidas de carácter represivo que pudieron tener justificación en la década de 1970 y, sobre todo, 1980, cuando el problema del narcotráfico evidenció una dimensión que ponía en riesgo a toda la sociedad colombiana y al conjunto de sus instituciones. La nación estuvo en peligro y pareció necesario acudir a medidas extremas para su preservación. No importaba si la erradicación no mostraba resultados o si la extradición suponía entregar el manejo de la justicia colombiana a una nación extranjera. Eran recursos de un país acorralado y consideraciones como la evaluación de su eficacia o la amenaza que suponían para la soberanía fueron dejadas de lado ante el peligro en que se encontraba el país.

El narcotráfico no desapareció, las amenazas a la sociedad y la institucionalidad colombiana no desaparecieron, pero es claro que las condiciones que enfrenta la nación son muy distintas, tanto a nivel interno como externo. En el ámbito internacional, el país tiene un margen de acción infinitamente mayor. Durante las últimas tres décadas del siglo XX Estados Unidos ejerció una gran presión que no permitió al gobierno colombiano explorar caminos alternativos para manejar el tema de drogas. Si el país se desviaba del camino de la fumigación y la extradición se vería sometido a castigos que podían ir desde la no certificación hasta el retiro de la ayuda. En este contexto, Colombia se convirtió en el “mejor aliado” de Estados Unidos en la región, es decir, en el país que seguía todas las pautas que se establecían en Washington.

Las cosas han sido muy distintas a nivel global en el nuevo milenio. En primer lugar, muchos países del mundo, así como un gran número de estados en Estados Unidos, han emprendido procesos para un abordaje distinto del tema de las drogas. La legalización del cannabis por motivos médicos o recreativos gana cada vez más terreno y es evidente que la reconsideración del tema de las drogas desde una perspectiva de salud pública, en lugar del énfasis represivo que había primado anteriormente, ha avanzado mucho. En particular, Estados Unidos ha renunciado a la “guerra contra las drogas”. Ya no establece condicionamientos en sus relaciones bilaterales a la adopción de políticas represivas contra las drogas. Ni Trump, tan de derecha, lo hizo.

Las demandas por la fumigación y la extradición provienen de Colombia misma, y particularmente del uribismo. El tema de la fumigación ya no se plantea en ninguna otra parte del mundo. El único país del mundo que hasta hace poco consideraba la posibilidad de fumigar era el nuestro. Esto como consecuencia de la consideración del campesino cultivador como un enemigo, al cual era posible envenenar desde los cielos, destruirle sus cosechas y matar a sus animales. Esperemos que este tema haya sido sepultado de manera definitiva.

En cuanto a la extradición, la justicia estadounidense sigue reclamando a narcotraficantes, pero su gobierno ya no tiene intenciones de poner contra la pared a Colombia para conseguirlo. Fuera de que en algunos casos el gobierno colombiano haya querido castigar o acallar a personajes incómodos, la principal razón por la que el país extradita es la debilidad de su sistema penitenciario. Por esto es un tema de soberanía, además de humanidad y racionalidad, transformar las cárceles colombianas.

La situación de las drogas reclama un abordaje distinto y el presidente Petro está más que dispuesto a ofrecerlo. Ya anunció que la fumigación dejará de ser considerada como alternativa para acabar con los cultivos ilícitos y prometió que la erradicación manual será apenas un recurso que solo será empleado en casos extremos frente a actores recalcitrantes. Esto hace parte de una nueva mirada de los productores por parte del gobierno, que implica dejar de considerarlos como enemigos para tratarlos como colombianos que se dedican a la producción de un bien ilegal porque es la mejor alternativa de subsistencia que encuentran. Lo cual es incuestionable, dados los niveles de desempleo y subempleo del país.

Claro está que la suya, en el marco de la prohibición que sobre este tema prevalece en el mundo, es una actividad ilegal y que la subsistencia de los productores campesinos depende de que la prohibición se mantenga. Al mismo tiempo, la decisión de cultivar plantas prohibidas no fue la de adoptar una forma de vida criminal.

Mientras que los individuos que se convierten en atracadores o secuestradores han resulto transgredir la legalidad, los cultivadores son campesinos que mantienen un modo de vida campesino, con la única diferencia de que se dedicaron a cultivos que por su ilegalidad resultan más rentables. Es difícil transformar a un secuestrador en un miembro honesto de la sociedad, más aún si pasa por las escuelas criminales que son las cárceles colombianas. En cambio, en el caso del cultivador de ilícitos es dable crear las condiciones para que dé el paso hacia la legalidad. Así lo muestran muchas experiencias nacionales y, sobre todo, internacionales. Esto lo entiende el gobierno y es digno de aplauso.

Al mismo tiempo, el gobierno nacional entiende que los cultivos ilícitos son un problema. Una actividad ilegal atrae y alimenta otras actividades ilegales, en particular en un país que padece tan altos niveles de criminalidad y donde el crimen organizado ha alcanzado niveles tan significativos. Por fortuna, el Presidente ha abandonado ideas anteriores como de comprar toda la cosecha de cultivos ilícitos, que, además de ser muy costosa, se podía constituir en un incentivo para extender esos cultivos, convirtiéndose así en una fuente de gastos inútiles y crecientes. Lamentablemente, eso fue lo que ocurrió con el Acuerdo de Paz con las Farc y su política de entrega de subsidios individuales a los productores. Poco o nada quedó de esa gran inversión.

En este marco, ante la inexistencia de condicionamientos externos y la derrota del proyecto político que promovía el envenenamiento de los campesinos, el gobierno nacional tiene en el presente una gran libertad para determinar qué hacer con las drogas. Dos son sus tareas. La primera de ellas, la necesidad de adoptar una política de largo plazo con los cultivos ilícitos que, ante todo, identifique las posibilidades de un mercado legal para esos cultivos. Esas posibilidades son limitadas, por lo que deben buscarse alternativas para los demás productores. Experiencias como las de Tailandia pueden dar algunas luces sobre el camino a seguir. La segunda tarea es romper los vínculos de los cultivos ilícitos con el crimen organizado. Parecería que el propósito de la “paz total” del gobierno quiere ocuparse de este asunto, tema que requiere otro texto para su tratamiento. Por el momento basta decir que el enfoque gubernamental no parece prestar la suficiente atención al problema.  

*    Profesor de la Universidad Nacional de Colombia

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