Sin ciencia no hay proyecto de país posible

Acaba de aparecer un reporte gráfico sobre la inversión en el país en ciencia y tecnología en los últimos 25 años. Más allá de tal o cual gobierno, es evidente que la ciencia es la cenicienta del país. Dicho sin más ni más, no hay un apoyo ni respecto al conocimiento y al pensamiento por parte del Estado de la institucionalidad. Sin ciencia, no es posible ningún proyecto país.

¿Podrá avanzar nuestra sociedad hacia un país diferente con economía soberana, con liderazgo ecológico y ambiental, reducción notable de las injusticias que la caracterizan, menguando los altos indicadores de violencia e impunidad que la marcan, disminuir las altas tasas de inmigración y la pérdida del bono demográfico, sin invertir en ciencia de manera notable y con visión de futuro?

Las enseñanzas provenientes de muchos países, que hoy ostentan liderazgo en el mundo, indican que no. Sus caminos y sus logros han estado supeditados al reconocimiento no solo nominal sino en efectivo del valor y el potencial de la ciencia, entendida en su más amplia y extensa significación. Algo más notable en tiempo de transición del mundo conocido en los últimos siglos, hacia uno que aún no acaba de perfilar nítidamente sus coordenadas. Un mundo en el que no serán extraños los viajes espaciales, ni el uso de nuevas y hasta ahora imposibles fuentes de energía que entierren para siempre los combustibles fósiles, como de convivencia entre naciones, sin imperios que impongan sus intereses ni determinen la geopolítica global.

Es aquella una transición que hoy tiene que ver con la colonización del espacio, la producción de satélites, la internet, el espionaje llevado hasta el paroxismo, la pérdida de privacidad no solo de las personas sino también de los Estados que no cuentan con sistemas propios de comunicación, la producción de diversidad de productos inteligentes, pero también con la mejor articulación de las cualidades y las posibilidades humanas y naturales de cada país, en un vivir con sueños de alegría y plenitud, logradas más allá del consumo sin fin y la explotación del trabajo ajeno.

Es una realidad difícil, por no decir imposible, de alcanzar, cuando la ciencia no recibe el apoyo necesario, y su ministerio queda reducido a un pomposo nombre que no genera credibilidad ni despierta entusiasmos. Es el caso de Colombia. El gráfico número 1, que acompaña este editorial, resume una cruda realidad que coincide con toda su historia. El nuestro es un país sin el menor respeto por el conocimiento. Dicho de manera puntual, sin atención verdadera alguna a la ciencia y la tecnología. Desde luego, el gráfico se podría leer en términos de gobiernos. No es ese aquí nuestro interés. Globalmente hablando, en el último cuarto de siglo, la inversión en ciencia es baja; muy baja. Tradicionalmente, lo más robusto del presupuesto nacional ha sido para seguridad y defensa. Excepcionalmente, para otros temas más sociales, pero nunca para la investigación de base. Más allá de las discusiones sobre ciencias exactas y naturales, o bien ciencias sociales y humanas. Más allá de las discusiones sobre ingeniería, de un lado, y de otro sobre humanidades.

El gráfico número 2 permite constatar que el presupuesto en ciencia, en el último cuarto de siglo, jamás ha superado el 0,35 por ciento, muy, muy por debajo de lo que un país que aspiraba a ser miembro de la Ocde, y que ahora lo es, debería haber hecho. La solicitud de la llamada primera Misión de Sabios –eufemismo más que odioso–, de incrementar el presupuesto en ciencia y tecnología a por lo menos el 0,5 por ciento –que era y es demasiado modesto–, jamás se cumplió. No digamos la petición de que fuera el 1 por ciento.

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Los dos gráficos combinados no dan lugar a dudas: el Estado colombiano no entiende la importancia de la ciencia y la investigación. En el mejor de los casos, excepcionalmente, podrá entender la importancia de la educación. Pero la verdad es que el sistema educativo es eminentemente funcional y está en todo orientado al trabajo.

Esta situación no es nueva. Los regímenes de la Colonia, primero, y luego los ‘padres de la patria’, jamás entendieron la importancia del conocimiento. Se debe reescribir la historia. Jamás en el transcurso de la historia del país ha existido un reconocimiento al pensar, esto es, al pensar libre y crítico, abierto y auténtico. Durante un muy largo período, el país fue eminentemente confesional. Y, después de la Constitución de 1991, el sentido de la investigación científica nunca se entendió por parte de los gobernantes y de las fuerzas y poderes del Estado. Así se explica la mentalidad de contrabandistas de las castas regionales a lo largo de la historia nacional, y de narcotraficantes en la última etapa de esa misma historia; y se explican la historia de la violencia y el hecho de que Colombia sea el tercer país más inequitativo del mundo. Y se explican la impunidad y la corrupción, como el espíritu especulador de la clase dominante, el amor de los terratenientes por concentrar tierra ociosa y el desprecio oligárquico por la producción fabril, como su vida parasitaria a la sombra del –Estado. En fin, se explican las noticias del día a día, desde las Altas Cortes hasta el microtráfico, desde el feminicidio hasta la homofobia, y muchas más cosas semejantes.

El Estado, en toda la extensión y la profundidad de la palabra, el que conocemos y padecemos en Colombia, no quiere gente pensante; no ‘necesita’ gente que cuestione y piense. Solo requiere gente obediente, endeudada y sumisa. Según todo parece indicarlo, para el establecimiento la ciencia es peligrosa. Y en materia de tecnología, mejor continuar con su importación y el modelo de dependencia absoluta de los poderes globales.

No es casual la crisis del sistema universitario público. Y tampoco es una casualidad el muy alto porcentaje de colegios y universidades privadas. Existe un abismo grande entre el Estado y la comunidad académica, entre la comunidad científica y los intelectuales y los artistas. El Ministerio de Cultura ha jugado muy frecuentemente un papel constructivo, pero la cultura sin la ciencia no sienta bien. Es un tema de preocupación y de reflexión necesaria. Los datos son contundentes. Ciertamente que caben, y son necesarios, relatos sobre este particular; pero no se escucha mucho diálogo y menos la discusión al respecto. No es posible un proyecto país, de cualquier índole, sin ciencia. Sin ella, cualquier discurso de proyecto país es simple palabrería.

Aquí la reflexión no hace referencia a los gobiernos; este, aquel o el de más allá. Acusamos aquí una incapacidad institucional para reconocer el conocimiento y valorarlo, defenderlo y protegerlo. El éxodo de jóvenes al exterior, que viajan a estudiar maestrías y doctorados y que buscan subsiguientemente quedarse donde puedan, es un secreto a voces. Un verdadero desangre. Y nadie se manifiesta al respecto. Acaso, porque, como siempre, lo urgente no da tiempo para lo importante.

El factor presupuestal es apenas la epidermis de un problema estructural de grandes dimensiones. Colombia no es políticamente un país de derecha; mucho peor: Colombia es culturalmente un país de derecha. Y la derecha no necesita pensamiento ni investigación ni ciencia.

¿Podrá Colombia superar su atraso mental? La pregunta no es retórica ni irónica. Detrás de lo presupuestal está todo el andamiaje del significado tanto social como institucional por el pensamiento y la investigación. Digámoslo en otros términos: en Colombia existe investigación pero no ciencia. Y la investigación que no produce ciencia es esterilidad total. En diversas áreas, quienes tienen un nombre –deportivo, artístico, cultural, científico, académico– por lo general lo tienen por esfuerzo propio o porque lo han logrado fuera del país, así algunos hayan regresado. No es obra de una política de Estado. Muchas veces se trata, o bien de las capacidades personales y familiares, o bien de esfuerzos y sacrificios familiares y personales.

Si la historia es criterio para el futuro, el porvenir de la ciencia en Colombia no deja algo bueno que esperar. Pero, si en la historia se producen, como es efectivamente el caso, bifurcaciones, entonces algo positivo puede emerger. Hoy, la situación es de perplejidad y asombro, y algo de terror.

Ionesco, el escritor rumano, premio Nobel de Literatura, dijo en una ocasión: “El único aprendizaje de la historia es que jamás aprendemos de la historia”. En el caso de la situación de la ciencia en Colombia, la idea de Ionesco es un motivo de optimismo. Sí, Ionesco: uno de los padres de la literatura del absurdo.

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Autor/a: Equipo Desde Abajo
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Sin ciencia no hay proyecto de país posible

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