Sangre hermana. Sangre limpia. Que tiñó de rojo los campos de Venezuela y Colombia, y sobre sus cuerpos vencidos y muertos se empinaron los federalistas y monárquicos. La confrontación fue cruel.
Porque aún no era una guerra social de base, con reivindicación de la igualdad de los dominados, en la Capitanía de Caracas, miles de esclavos, campesinos y pequeños comerciantes –como parte de las montoneras de Boves y Monteverde que luego fueron reforzadas por los mandos y las tropas que desembarcarían provenientes de Cádiz– vencieron a la Segunda República. Obligaron a un nuevo repliegue del Libertador Bolívar. Cartagena recibió los restos del ejército vencido. Jamaica y Haití dispondrían luego un aliento solidario que le permitió a Bolívar continuar con su lucha emancipadora.
Al mismo tiempo, en otro flanco, los intereses más mezquinos se impusieron en la Nueva Granada. Con su mediocre administración y la falta de proyección política, permitieron que la reconquista avanzara sin mayores trabas. A su paso, la fuerza militar bajo el mando del general Pablo Morillo, con batallas frente a Napoleón, dejó una estela de huesos y rabia esparcida, pero también de inconsecuencias y miedos exteriorizados sin la menor vergüenza.
Con la misión que el restituido Fernando VII le encomendó: restaurar la autoridad del Imperio en sus colonias americanas, El ‘pacificador’ Morillo condujo un ejército de 11 mil soldados, la mayoría partícipes de la guerra de Castilla y Aragón contra el ejército napoleónico, y su dotación materializada en un inmenso tren de artillería con las más avanzadas técnicas de la época. Un inmenso ejército que necesitó 42 transportes para embarcarse y llegar hasta nuestras costas, con la escolta de 18 grandes buques de guerra. Las fuerzas realistas se alistaron en el puerto de Cádiz.
Allá, mientras embarcaron, Miranda, prisionero, las vio desde su celda el 17 de febrero de 1815, con añoranza de los cientos de empresas militares que afrontó. Casi 30 días después –el 15 de marzo–, esos miles de hombres desembarcaron en Carúpano (Venezuela). El tiempo apenas alcanzó para recoger y procesar informaciones.
“El Tigre” Arismendi fue el primer objetivo del español. Tras la derrota de la Segunda República, la resistencia estaba diezmada, con pequeños núcleos alzados en los Llanos, el Orinoco y la isla Margarita, en ésta bajo el mando de Arismendi. Y hacia allí, y contra él, se dirigió la mayor parte del ejército recién llegado. La Isla fue cercada y, con su inmensa superioridad, el ejército realista logró arrinconar al republicano insurgente. Arismendi fue sometido, pero con malicia felina imploró el perdón real. El indulto fue concedido, pese a las advertencias del coronel Morales, venezolano a las órdenes de la Monarquía. Morillo explicó que esas eran las órdenes recibidas: tratar con benevolencia a quienes se hubieran rebelado, siempre y cuando aceptaran la autoridad del Rey. Luego, el turno le tocó a Caracas, adonde el ejército realista llegó el 11 de mayo.
El recibimiento que le ofrecieron al español mostró el tono y el espíritu dominante que ya vería en la mayoría del territorio del Nuevo Renio de Granada: “La entrada fue en horas de la tarde y hubo salvas, músicas, fuegos artificiales, banquete y otros festejos públicos por parte del gobierno y del pueblo”.
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