Pero con un giro que no está en las anteriores piezas documentales12, Bolívar se lamenta de la indiferencia de Europa por la causa hispanoamericana y le sorprende que ni siquiera a los Estados Unidos les interesara colaborar con nuestra liberación. Punto seguido, hace un paneo de la formas de gobierno –siguiendo a Montesquieu y Rousseau, sus autores de cabecera- que sería más adecuada a nuestra situación como naciones acostumbradas a servir, sin virtudes políticas, sin experiencia en la administración. A Bolívar le parece que con esa tradición y en vista de las circunstancias más recientes, no conviene una monarquía continental, pero tampoco una república continental. Tampoco una forma de monarquía mixta, como tampoco un republicanismo de tipo federal y democrático (se debe entender, jacobino o popular). La forma más conveniente son las repúblicas centralistas con un régimen de democracia restringida o paternal (no son sus palabras expresas, pero así se colige)13. Ideal sería organizarnos en un gobierno único, pero es imposible: “… porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América.” Y anota punto seguido, retomando la idea de Mier: “¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuera para nosotros lo que el de Corinto para los griegos!”14 Anhela la posibilidad de instalar allí una asamblea de representantes de cada nación para discutir los asuntos de paz y guerra, a semejanza de la soñada por el abate Pierre para Europa.
En forma sorprendente, Bolívar se concentra en la parte final en la figura primitiva de Quetzalcoatl, “el Hermes o Buda de la América del Sur”15, para dar su vaticinio sobre el poder de sugestión de quienes lo consagran como patrón de América. Sin descartar la fuerza atractiva del mito-símbolo para los mexicanos, e introduciendo el debate que consumía las energías de un Teresa de Mier, para asociarlo con Santo Tomás, y otros a la Culebra Emplumada o “al famoso profeta de Yucatán, Chilan-Cambal”, prefiere atenerse a la fuerza liberadora de la razón. “El hecho es, según Acosta, que él estableció una religión cuyos ritos, dogmas y misterios tenían una admirable afinidad con los de Jesús, y que quizá es la más semejante a ella… La opinión general es que Quetzalcoátl es un legislador divino entre los pueblos paganos de Anahuac, del cual era lugarteniente el gran Montezuma derivando de él su autoridad. De aquí se infiere que nuestros mexicanos no seguirán al gentil Quetzalcoátl, aunque apareciese bajo las formas más idénticas y favorables, pues que profesan una religión la más intolerante y exclusiva de las otras”.16
Con ello Bolívar sentaba su respetuoso criterio racionalista sobre el trasfondo mítico pre-hispánico, y advertía sobre el predominio de la fe católica contrarreformista no fácil de extirpar. Sus últimas líneas sobre la confrontación entre conservadores y liberales, ponía de presente su acertado juicio histórico, ya descreído del entusiasmo ilustrado que sostiene que con solo una instrucción racionalista, se da una voltereta cultural. Bolívar temía o, al menos, contaba con el arraigo de las costumbres, contaba con la condición conservadora (también lo había recalcado Blanco White y temía los efectos devastadores de la guerra civil) de una cultura adoctrinada en la contrarreforma, pero también tenía fe en la fuerza persuasiva de la razón. La mayoría pertenecen a la primera, a la segunda una minoría más culta y más entusiasta. La confrontación se dará, ya no en el plano de la lucha España/Hispanoamérica que veía decidida a favor de la segunda, sino en la larga y sorda lucha que se libraría en el continente entre el afirmativo ayer hispánico y el mañana incierto hispanoamericano. Como en un ovillo envolvente, Bolívar retoma los elementos culturales que le habían precedido y los lanzaba nuevamente a caminos por explorar. Retoma sus propios motivos de la crítica al racionalismo jurídico del “Manifiesto de Cartagena”, pero igualmente su intuición antropológica, expuesta en el “Manifiesto de Carúpano”, de la persistencia del factor meta-político del fondo cultural hispánico en que descansa nuestra realidad americana. Bolívar no enfatizaba, como Viscardo, la naturaleza “española” primordial de los americanos, ni contaba con que la élite criolla garantizara la cohesión social; la experiencia mostraba que las virtudes americanas eran más conflictivas que la ilusión del “buen salvaje” arrancado de las páginas de Rousseau y que la mezcla de razas era mezcla de conflictos que estaban muy lejos de precipitarse en ese experimento magnífico, pero indomable, que era la América hispana: “… este caos asombroso”, como escribió a Nariño años después, “de patriotas, godos (reaccionarios), egoístas, blancos, pardos, venezolanos, cundinamarqueses, federalistas, centralistas, republicanos, aristócratas, buenos y malos, y toda la caterva de jerarquías en que se subdividen tan diferentes bandos”.
Los documentos de Viscardo y Teresa de Mier, además de algunos de Andrés Bello, son la expresión de un “sincretismo” de ideas en que se ponen en tensión los orígenes o procedencias de las mismas y las peculiares circunstancias en que ellas cobran un sentido explosivo. Las ideas tradicionales-ilustradas germinan en el terreno abonado del resentimiento de estos criollos, es decir, “españoles americanos”, que por diversas razones, se enfrentan con la Madre patria, contra los “españoles peninsulares” que les han hecho sorber el cáliz de la amargura. Sobre ese terreno se vislumbran los síntomas de un profundo cambio, de una nueva época. La nueva época, al comparecer ante el tribunal de la razón ilustrada, augura a América un destino diferenciado. La utopía o el sentimiento utópico de ese cambio –o independencia- recoge los hilos perdidos en las primeras décadas de la conquista y que habían trazado un Colón, Vasco de Quiroga o Las Casas sobre el espejo de las escatologías renacentistas. La Independencia era un Renacimiento hispanoamericano. La historia, al fin, venía a hacer justicia o, mejor, venía a reconciliarse a sí misma al poner en el horizonte del futuro inmediato hacedero los deseos o anhelos de un mundo mejor, del mejor de los mundos posibles soñados en el pasado. El presente era el momento pertinente, de una secular profecía en cumplimiento. La justa visión del futuro, que “hace saltar el continuum de la historia” (W. Benjamin), se adelantaba al término en que la visión se convierta en realidad. La naturaleza de las cosas americanas rendía los frutos, lentamente madurados, para ser provechosos en la nueva edad ad portas.
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