Hispanoamérica, como idea, nació en el exilio. La imagen utópica de la América española que emerge de estos documentos se nutre no solo de una tradición europea –de las revoluciones burguesas inglesa, norteamericana y francesa- sino de sus propios recursos ideados al calor de sus circunstancias hispanoamericanas de colonias en crisis. De criollos, “españoles americanos” resentidos contra España, en el exilio, nació la idea de la comunidad hispanoamericana; no de movimientos indígenas o de palenques. Estos alimentaron, pero no crearon la imagen continental. España unía en el odio; España ataba por la tradición. Emanciparse era el primer escalón en la lucha por la identidad cultural, por su anhelado camino de perfección. El pluralismo cultural y político que alimentó esa imagen, se endureció en la lejanía. La nostalgia, una nostalgia no resignada, emergió a la opinión continental. Estos documentos nacen para esa opinión. Hispanoamérica para los hispanoamericanos. España ha pasado a ser una provincia apéndice del gran mundo de Colón. Colón, el viajero inédito, Las Casas, el defensor de los nativos, El Inca, el fiel cronista de la raza vencida, Ulloa, Azara y Humboldt, los viajeros científicos, van marcando el derrotero hispanoamericano. América hispana se abre al mundo europeo en la cifra de la utopía, del lugar bucólico –y mercantil- por rehacer. En el horizonte histórico se despliega el mosaico de veinte o más naciones llamadas a hacer su propio destino. Los modelos están por realizar: si Blanco White sospechó del fácil triunfo civilizatorio de la América hispana, Bolívar quiso disponer de esa masa heterogénea para construir un sueño continental. La desprovinzalización de Hispanoamérica era su meta: es la meta por cumplir. La “Carta de Jamaica” de Bolívar es la Carta Magna continental; no un recetario de bolsillo para dominar clientelas parroquiales.
El constructo intelectual de la unidad hispanoamericana nace, por la naturaleza del movimiento emancipador, de la cabeza de criollos exiliados, en el destierro, perseguidos y, en fin, en abierta diferencia con España. La idea era, con todo, extraña y la historia de su asimilación hace parte de los debates equívocos de la formación de las nacionalidades y de la misma identidad regional. “La patria para el correntino”, escribe con acierto en 1846 el bonaerense Esteban Echeverría, “es Corrientes, para el cordobés es Córdoba, para el tucumano, Tucumán, para el porteño, Buenos Aires, para el gaucho el pago en que nació. La vida e intereses comunes que envuelven el sentimiento racional de la Patria es una abstracción incomprensible para ellos, y no pueden ver la unidad de la República simbolizada en su nombre”17. Este sentimiento de provincia, constitutivo del sentimiento de comunidad en la vida colonial, se reproduce en todas las regiones hispanoamericanas. ¿Cómo hacer entrar en esas mentes de provincia la idea de una Patria Magna? Era procurar un salto de siglos, en que los prejuicios culturales, que son la base de la cándida felicidad de campanario, pudieran proyectarse en una dimensión universal. En este sentido Bolívar anticipó el futuro; fue futuro. Fue también profeta incomprendido, impaciente fanático, porque, por la ley de la evolución lenta de las culturas, no se puede saltar por sobre su propia sombra. El caudillismo y los populismos sobrevinientes, habría que advertirlo, obraron en contravía; impidieron y han impedido la asimilación de la profecía bolivariana; la asimilación, pues, de la idea de futuro en ella contenida.
Bolívar era la encarnación del caudillo político carismático, en el sentido moderno, del político por vocación, a diferencia del funcionario profesional que encarnó Bello. Impulsado por la pasión noble del dominio por la autoridad, el servicio y el mando ordenado, se diferenció de hombres como Juan Manuel de Rosas, en la Argentina, el prototipo del caudillo violento e irracional. La pasión por el poder, pero sumados a la responsabilidad y a la visión utopista –lo prefigura Miranda- del continente bajo una misma misión universal, definen el tipo bolivariano del poder político. El piso movedizo socio-cultural y la impaciencia política de advenedizos, procedentes de sectores sociales imprecisos, obraron en su contra. El instrumento jurídico constitucional con que quiso domeñar este Etna, fue un conjuro demasiado débil a la lava volcánica que bullía ardiendo a sus pies. Es en los medios de la naturaleza americana, no en su personalidad ni en sus instrumentos de dominación, donde se encuentran las respuestas a su “laberinto”. Bolívar no fue una novela macondiana; fue más bien el signo del cambio de una época, convulsa y de tremenda transición, que no ha logrado cuajar en todos sus componentes heterogéneos. El “arar en el mar” fue el reconocimiento postrero de la coexistencia trágica de elementos antagónicos e irresolubles de nuestro ser socio-cultural. Por eso su experiencia es un libro abierto en que hay lecciones, todavía, por asimilar.
Mucho del fuego romántico del Sturm und Drang alienta el genio político de Bolívar. En él se expanden, se expresan, se anticipan las grandes intuiciones sobre el destino hispanoamericano y lo que él debe ser en el curso de la historia universal. Sólo la naturaleza que confiaba en su propio destino, podía arrastrar en esa fuerza interior una imagen grandiosa de la particularidad planificada de la América arrancada de las garras del León ibérico. La conciencia de la dimensión de su tarea por cumplir, llena de tropiezos y desengaños, se superaba en cada prueba de la realidad. Lo mezquino y minúsculo, con todo, no contradecían la grandeza infinita que conjuraba a su favor la fuerza prometeica en que se forjaba, a martillazos, la vida de las naciones nacientes. La irradiación de una esperanza superior, de la gloria en que el genio se hace su nicho para la inmortalidad, era la raíz de su entusiasmo y la base constitutiva de un mañana siempre promisorio. Era un desplegar las velas en un mar brioso, soñando atrapar en el mecer de las olas furiosas, la vida activa del océano político. Era dejar que las fuerzas telúricas se expresaran y hablaran en el confuso lenguaje de los pueblos jóvenes, guerreros, con sed de perfección. No sobra resaltar, como lo hace Lynch, la voluntad indeclinable de dominio de Bolívar, porque sin ese ímpetu avasallador no cabría hablar de la inconfundible fisonomía de la independencia hispanoamericana. En esa embriaguez original, báquica, ¿quién lo dudaba?, residía una verdad transitoria y la misma justificación de su génesis en el conjunto del mundo civilizado. Ya no se era colonia, y eso bastaba, para empezar. Bolívar había impuesto la independencia, no pocas veces a título personal –como en Pasto o Perú-, y había dibujado en su fantasía política un continente libre hecho a imagen de su potencial grandeza. La grandeza que también intuyeron criollos como Miranda, Viscardo, Teresa de Mier o Bello, y a la que Bolívar dio su cuño imborrable.
(…). La figura de Bolívar se eleva sobre el término medio hispanoamericano y su vigencia depende de la proteica manera en que habla a cada época, a cada nación del continente. Su “Carta de Jamaica” sobrevive a sus circunstancias, es el ejemplo más dinámico de adaptación de la tensión entre las ideologías dominantes –tradicionales e ilustradas- y la situación conflictiva en que se redactó. Como un astro en un universo emergente, su fuerza atractiva alcanza hasta hoy. (…).
*Apartes de “Hacia la independencia de Latinoamérica: de Bolívar a González Prada”, escrito por Juan Guillermo Gómez García. Capítulo 1. Hacia la independencia político-cultural de Hispanoamérica. Génesis conceptual de la Carta de Jamaica. Este libro será publicado próximamente por ediciones desde abajo, en su Colección Bicentenario.
1 Aparte de violar mujeres y arrancarles los fetos de sus vientres, entre las prácticas sanguinarias de las tropas realistas se cuenta despellejar la planta de los pies y hacer caminar a la víctima sobre vidrios, pagar las orejas de los insurgentes por cierto monto o mandar freír en aceite la cabeza de sus enemigos y enviarlas como presente al superior. Estas prácticas se pueden observar, con las debidas variaciones, en las descripciones de Facundo de Sarmiento o en las diversas etapas de la violencia en Colombia, sin solución de continuidad, en los últimos sesenta años.
2 Para la campaña reciente de desprestigio de Bolívar, que viene adobada con una reivindicación de la figura “humanitaria” de Morillo, basta citar estas líneas del historiador John Lynch sobre el Pacificador: “Y en julio se dirigió a Nueva Granada, donde, en una campaña veloz e implacable, completó la reconquista hacia octubre de 1816. Santa Fe de Bogotá se vio sometida a un reinado de terror sin precedentes. La élite patriota fue erradicada en una orgía de sangre en la que unos fueron ahorcados, algunos decapitados y otros fusilados, y a la que con cinismo se describió como ‘pacificación’… El año de 1816 fue el más negro de la revolución americana, el año de las horcas en Nueva Granada y de la reacción y el castigo a lo largo y ancho del continente”. (Simón Bolívar, Crítica, Barcelona, 2006. Pág. 124).
3 Bolívar, Simón. Doctrina del Libertador. Biblioteca Ayacucho. Caracas, 1979. Pág. 42.
4 Masur, Gerhart. Simón Bolívar. Círculo de Lectores. Bogotá, 1984. Pág. 220.
5 Lynch, John. Op.Cit.Pág.125.
6 Se trata de Teresa de Mier, clérigo mexicano de la Orden de los Predicadores (1763-1827), quien es evocado aquí por su provocador sermón predicado en la Colegiata, el 12 de diciembre de 1794, que trascendió y logró un lugar privilegiado en el proceso de emancipación cultural mexicana
7 Bolívar, Simón. Pág. 55.
8 “Carta a los españoles americanos”.
9 ídem. Pág. 56.
10 ídem. Pág. 59.
11 ídem. Pág. 63.
12 Ver notas 6 y 7.
13 En este pasaje Bolívar resume las largas discusiones de las formas de gobierno a adoptar. Como Miranda, como Teresa de Mier, como Bello, o como Blanco White, Bolívar desconfía del modelo francés revolucionario. La emancipación debe consumarse, pero es preciso fijar los límites a la democracia montonera y al influjo del republicanismo anarquizante jacobino. La experiencia europea como la americana ha puesto de presente la inviabilidad de estos sistemas. John Lynch ha subrayado el temor a la lucha socio-racial que cobijó a las capas dirigentes hispanoamericanas que se adelantaron a corregir los excesos potenciales derivados de la doctrina rousseana de la igualdad. Cfr. Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-1826. Ariel. Barcelona, 1976.
14 ídem. Pág. 72.
15 ídem. Pág. 72
16 ídem. Pág. 73
17 Echeverría, Esteban. El Dogma socialista y otros escritos. Terramar Ediciones. Buenos Aires, 2007. Pág. 132.
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