En respuesta a la violencia de la reconquista. La «Carta de Jamaica» o Nuestra América visionada

Medidas urgentes

Al asumir como responsable de la defensa del puerto, Bermúdez trató de corregir, así fuera tarde, los fatales errores de Castillo. El problema más apremiante de la plaza era la escasez de vituallas. Ordenó a las tropas requisar sin contemplaciones los almacenes y las residencias de los patricios, a fin de decomisar los alimentos y vituallas que habían acaparado. En un intento por hacer rendir la escasa comida, implementó al mismo tiempo una medida sin duda dolorosa: ordenó evacuar la ciudad por parte de todas aquellas personas incapaces de portar armas. “A mediados de noviembre salieron, por la puerta de La Popa y Santa Catalina, cerca de 2.000 personas entre ancianos, enfermos, mujeres y niños” (4). Estas medidas radicales ya poco podían lograr. El hambre empezó a hacer de las suyas. La gente consumió las vituallas que decomisaron las tropas y racionaron las autoridades militares, pese a lo cual no hubo manifestaciones de inconformidad popular.

Con estoicismo, el pueblo cartagenero sobrellevó, junto a los soldados venezolanos y ‘piñeristas’, el hambre y todas las penalidades que se derivaron del fuego enemigo. La muerte por física hambre cobraba más vidas cada día. De acuerdo con los testimonios escritos por algunos de los sobrevivientes, en un solo día –4 de diciembre– llegó a 300 el número de muertos en las calles. “Todas las guarniciones de los fuertes, castillos y baluartes se habían disminuido en extremo; en los hospitales se hallaban literalmente amontonados los hombres semivivos sin más esperanzas que la muerte, pues cada familia se hallaba reducida a igual estado. Sin embargo, no amainaba la constancia de los sitiados, que preferían morir antes que rendirse” (5). En los 106 días del asedio, los muertos caídos sumaron 6.000 (6).

Ante esta realidad, que debilitó la capacidad para defender todos los rincones de las murallas, las divisiones comandadas por Morales pudieron infiltrarlos. Los cañonazos accionados desde las embarcaciones frente del puerto no daban respiro. Sin embargo, el heroico y bajo pueblo cartagenero resistía. Aunque la ciudad ya no dependía de más sacrificios.

Entregan la plaza. En la tarde del 4 de diciembre, las autoridades militares convocaron una Junta a fin de resolver qué hacer. Reunidos, “analizaron las distintas alternativas, y se concluyó que ya era imposible exigir mayores sacrificios a la población”. Para salvar las fuerzas útiles y las armas se decidió embarcarlas en la pequeña flota republicana. Sus barcos tuvieron que burlar el bloqueo y conducir esta gran emigración a las Antillas. “Igualmente se acordó comisionar a los coroneles españoles Antonio Galluso y Pedro Guillín, retenidos en la plaza, para que efectuaran su entrega a Morillo después de la partida de la flotilla patriota” (7).

El 5 de diciembre. Caída la tarde, comenzó el embarque de las milicias y los civiles decididos a emigrar. El general Manuel Castillo intentó ganar un sitio en los barcos, pero el pueblo decidió que él tendría que pagar por sus errores y por el dolor en que asumió al puerto. Con todo el ardor que moviliza a un pueblo decidido, notificaron que ultimarían al General si intentaba embarcarse. Ante estas circunstancias, Castillo permaneció en Cartagena, escondido en el convento de las monjas de Santa Teresa, lugar donde días después fue preso por las fuerzas de Morillo. Ante los jueces, negó toda responsabilidad y culpó al “malvado” Bolívar, como testimonio claro de sus intereses.

Las embarcaciones patriotas lograron romper el cerco, pero su éxito llegó hasta cuando el temporal que azotó a la región esa noche dispersó y empujó sus naves a tierra, donde en su mayoría fueron descubiertos y apresados por la flota enemiga. Y el pueblo llevó la peor parte: “Morales tomó posesión de los castillos de Bocachica e hizo publicar un bando ofreciendo seguridad a los que se presentaran. Confiados en sus promesas, se presentaron hombres sexagenarios, niños, mujeres, pescadores infelices que no habían tenido parte en los sucesos políticos. Mandólos degollar en la ribera del mar, hasta el número de 400 personas”. Muchos perecieron también en el incendio del hospital de San Lázaro, construido sobre la bahía, en el Caño del Oro, que el mismo Morales ordenó. “En el silencio de la noche sacrificó muchas otras víctimas en el Convento de la Merced, convertido en cuartel” (8).

Ahorcados y fusilados… Tres meses después, Pablo Morillo anunció su triunfo en tierras americanas. El 19 de febrero, los Consejos de Guerra instalados para garantizar ‘imparciales’ juicios decretaron castigo: “Manuel del Castillo y Rada, Martín Amador, Pantaleón Germán Ribón, Santiago Stuart, Antonio José de Ayos, José María García de Toledo y Miguel Díaz Granados, son condenados a la pena de ser ahorcados y confiscados sus bienes, por haber cometido el delito de alta traición. Y condena el Consejo a don Manuel Anguiano a ser pasado por las armas, por la espalda, precediendo su degradación […] y finalmente se condena a José María Portocarrero a la misma pena de ser ahorcado y confiscados sus bienes” (9).

Cerca de la Ciénaga de la Matuna, en las afueras del centro amurallado, el 24 de febrero la condena tuvo ejecución. Los cadáveres fueron sepultados en una fosa común en el Cementerio de Manga. En el supuesto lugar del sacrificio, hoy existe el Paseo o Camellón de los Mártires, construido en su honor.

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