Hacia Santafé
Mientras el pueblo cartagenero se batía por su dignidad, con inmensos sacrificios por la incapacidad y desinterés de los más pudientes, en el interior de la Nueva Granada el mismo sector social poco hizo para impedir el avance de la reconquista. Impedidos, inmovilizados, por los efectos de un modelo político sin responder a la realidad, el Congreso Federal y el Triunvirato nombrado para regir los destinos del naciente país –con turnos cada seis meses– no dejaron de discutir pequeñeces que nada contaron para los retos levantados por el inmenso ejército que poco a poco los rodeaba.
Camilo Torres vacila. Ante el peligro, encogieron sus hombros quienes no descansaron para destruir tanto los esfuerzos y el proyecto de José María Carbonell y del pueblo que lo acompañó, como los de Antonio Nariño por la Independencia. Camilo Torres no aceptó como Presidente. Alegó: “La república se hallaba expirante y que él no se consideraba capaz de hacer un milagro para restituirle lucidez y darle un vigor que jamás había tenido” (10). Este rechazo se tradujo después en aceptación, una vez que recibió poderes omnímodos para negociar con los españoles, inclusive la capitulación.
En procura de un ‘arreglo’ favorable con los españoles, con prontitud el señor Torres y su gabinete dispusieron fortalecer las unidades militares y las enviaron de inmediato al terreno de guerra. Maniobraron sobre Cúcuta y sus zonas aledañas en espera de las avanzadas que comandó el coronel Calzada. Tal misión recayó sobre los hombros del general Custodio García Rovira y del mayor Francisco de Paula Santander.
Cachirí. Derrotados fácilmente por las fuerzas del Rey, en Cachirí (Santander), la desmoralización cundió entre la oligarquía criolla, que afanó el énfasis por un acuerdo con las fuerzas invasoras. La derrota puso ante la hilaridad pública a Camilo Torres, obligado a no salir de la casa de gobierno, pues era objeto de burlas. Su incompetencia, su ausencia de voluntad de gobierno, la inexistencia de sentimiento soberano y su debilidad de liderazgo obligaron a Torres a presentar renuncia ante el Congreso, con tal vehemencia que no dejó espacio para rechazarla. Pocos días después, tomó rumbo a Popayán con la esperanza puesta en que su rica familia intercediera por él ante el ‘pacificador’.
José Fernández Madrid. ¿Quién se atrevía a sucederle? Todos miraron para otro lado. El tiempo era a desfavor. De uno a otro se tiraron la pelota de la Presidencia, que antes apetecían con ahínco. Al final, el médico José Fernández Madrid aceptó. Era un nombramiento con expresas instrucciones: abrir de inmediato negociaciones con Morillo y capitular en términos favorables para la oligarquía criolla.
Consecuente con este mandato, Fernández Madrid envió una misiva que no le llegó a Morillo porque sus portadores fueron interceptados por tropas al mando del coronel Serviez, sobreviviente de Cachirí. Decía uno de sus apartes: “Persuadido como estoy que la religión y la política aconsejan poner término a los males y horrores de una guerra indefinida, yo espero que Vuestra Excelencia me remita los salvoconductos necesarios para los comisionados que estoy pronto a enviar para transar nuestras diferencias de un modo pacífico y conforme a los intereses de la monarquía española y de este Reyno” (11).
En Santafé ya sentían la presencia de las tropas de Morillo, que avanzaron por los cuatro costados. El temor hizo presa en cada casa de sus históricos moradores, quienes disolvieron el Congreso y prepararon sus ropas para recibir con fasto las tropas del Rey. Fernández Madrid se replegó a Popayán con la esperanza de resistir con apoyo de los patriotas de Quito. Y el pueblo, consumido por el escepticismo producido por una política que no los tiene en cuenta, aguardó en silencio.
En sus mentes no hubo olvido de la disolución de los resguardos ni del incumplimiento con la libertad ofrecida a los esclavos que lucharon con Nariño. Mucho menos, de la negativa del Congreso Federal, presidido por Camilo Torres –abogado de los plantadores esclavistas de Popayán–, “a discutir el régimen de ‘libertad de partos’ y no reconocer la manumisión de los esclavos que Nariño llamó a sus filas en la Campaña del Sur” (12).
Antonio Villavicencio, preso. Inconsecuencia sin tomar en cuenta que los españoles ofrecían tal libertad a los esclavos que se les unían y a quienes “aseguren y presenten algún cabecilla o jefe revolucionario al que pertenezcan, [a quien] se le concederá su libertad, una gratificación pecuniaria y además serán considerados conforme a los méritos que contraigan en la prisión del sujeto” (13). Esta política de estímulos y dádivas permitió logros como la captura de Antonio Villavicencio, general de brigada, hecho prisionero el 30 de abril de 1816 por sus esclavos en Honda, en su hacienda La Egipcíaca.
Así, en medio de estas contradicciones, incapacidades políticas y defensa de intereses individuales, las tropas realistas llegaron a las goteras de Santafé. El primero que arribó, recibido con honores, fue el coronel Miguel de Latorre, quien entró triunfante el 4 de mayo de 1816. Asombrado con el espectáculo de una oligarquía totalmente realista, concedió indulto amplio y generoso, medida que desautorizó pocos días después Morillo, quien ingresó a la capital del Virreinato el 26 de mayo.
Las familias prestantes de Santafé, las mismas opuestas a que el Virrey y su esposa fueran a la cárcel en los días posteriores al 20 de julio de 1810, ahora decoraron las entradas de la capital de tal manera, y con tal recepción, que no quedó duda de sus apetencias. Sus esposas, que en el levantamiento veintejuliero salieron en desagravio de la Virreina, ahora hacían de amazonas en sus mejores caballos, en comitiva para recibir a Su Excelencia Pablo Morillo. Nada de esto valió.
Pablo Morillo, que aprovechó sus días en Cartagena para recapitular información, precisó más datos en los archivos intactos que encontró en Santafé. Con las actas del Congreso en sus manos y colecciones completas de los periódicos de aquellos años, elaboró una lista exacta de quienes se habían rebelado de una u otra manera contra el Rey. Seguro de unos y otros, constituyó los tribunales encargados de juzgar a los ‘insurgentes’ y de dictar sentencias.
Dichos tribunales fueron: “el Consejo Permanente de Guerra, integrado por jueces militares y a cuya jurisdicción correspondían los juicios de los ‘cabecillas’; el Consejo de Purificación, ante el cual debían comparecer los sindicados con responsabilidades menores y cuyo estatuto lo facultaba para conceder indultos, mediante el pago de multas, graduadas según la naturaleza de la culpa; y la Junta de Secuestros, a la que competía el embargo preventivo de los bienes de todos los sindicados y la confiscación, a favor de la Corona, de las propiedades y haberes de quienes se hallaran culpables” (14).
Época de terror. Con la lista de todos los detenidos “comenzaron esos meses sombríos, razonablemente calificados […] como época del terror […], ola de violencias y arbitrariedades que resultaban tanto más injustificadas y absurdas cuanto que sus víctimas fueron centenares de personas que habían dado muestras inequívocas de su voluntad de colaboración con las autoridades españolas” (15), sin peligrosidad para la causa realista.
Así, con las descargas de armas sonando en la ciudad, el pánico se apoderó de las familias más pudientes. Todas a una acudieron ante el “Pacificador”, quien no se rectificó de su decisión y de sus órdenes.
Con el efecto del terror en todo el país, con las dispersas y pequeñas fuerzas militares que aún resistían, sobre todo en el Llano, y sin quien liderará la resistencia nacional, La Nueva Granada se hunde en la desolación. Ya vendría la hora del mando único nacional.
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