Antecedentes de la Carta de Jamaica*
Cabe hacer un mínimo repaso que condujo a la “Carta de Jamaica”. Al menos ella llegaba dictada por las terribles experiencias de las dos caídas, en 1812 y 1814, de la República venezolana. El doble fracaso ante las tropas realistas se debía menos por la fuerza de los realistas que por la división interna de los americanos. Con las palabras de aliento a las tropas de Urdaneta, en las goteras de Tunja en 1819, Bolívar resumía la herencia de Viscardo y Miranda: “Para nosotros la patria es América; nuestros enemigos los españoles; nuestra enseña, la independencia y la libertad”: palabras pronunciadas sobre la cuerda floja de las escisiones múltiples que desagarraban la sociedad americana: realistas contra patriotas; criollos contra españoles; federalistas contra centralistas; negros y mulatos contra blancos criollos, y así hasta el “aramos en el mar”. En el “Manifiesto de Cartagena”, del 15 de diciembre 1812, Bolívar ponía de presente los vicios de desunión, carencia de solidez y energía de sus gobiernos. En este “Manifiesto” exponía la necesidad de unir militarmente Venezuela y la Nueva Granada, superando el nacionalismo y el provincialismo dominante. De la suerte de una, depende la otra. La rebelión de Coro no había sido reprimida a tiempo por la Junta Suprema y por este boquete se desangró la primera República. Y, punto seguido, escribe uno de sus más citados fragmentos, tras el que se quiere ver, frecuentemente, su renuncia a su credo ilustrado, pero que es sencillamente su adaptación a la naturaleza propia: “Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del Gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. De manera que tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por soldados. Con semejante subversión de principios y de cosas, el orden social se sintió extremadamente conmovido, y desde luego corrió el Estado a pasos agigantados a una disolución universal, que bien pronto se vio realizada”. Se precisa un ejército profesional, no una suerte de mercenarios improvisados. Se precisa orden, disciplina, ahorro, en fin, ardor en sus soldados, tras el que se cuela el ideal napoleónico, de una gran maquinaria patriótica que estimule las energías individuales al proclamar la igualdad.
Desde Cartagena, Bolívar inició la llamada “Campaña admirable”, que terminó con la reconquista de Venezuela y el establecimiento de la segunda República. Pero en lugar del orden, se impone el caos. En efecto, en esta etapa afloraron los conflictos tácitos, y la explosión de rencores y de odios se multiplicó. La despiadada represión del general español Monteverde, fue coreada por oficiales realistas que no tuvieron límites para ejercer una guerra a muerte, saqueos, exterminio. Las escenas monstruosas fueron ejecutadas por Zuazola, Cervériz y, el más destacado de ellos, Boves1. Boves logró levantar los llanos, alentando el odio de esclavos y llaneros contra los blancos criollos, y ponerlos a favor de la causa realista. Era como un Haití pero al revés. Bolívar responde al terror con el terror. El tinte populista, la crueldad, la venganza socio-racial de Boves, fueron factores que contribuyeron a sus éxitos y a la derrota de la segunda República. La llegada de la expedición de Pablo Morillo (… en la expedición más grande en tres siglos) selló el fin y ahogó en sangre, nuevamente, Venezuela y convirtió la Nueva Granada, de paso, en un cementerio2. En la huída, Bolívar dejó testimonio de este nuevo fracaso en el “Manifiesto” de Carúpano” del 7 de septiembre de 1814. No ha sido la cobardía o la imprudencia lo que ha obrado contra la República. Ha sido algo que toca una raíz profunda de la nacionalidad de orden pre-racional y meta-político. En este “Manifiesto” plantea Bolívar un problema cultural de gran relieve que, en este sentido, da un paso más allá del “Manifiesto de Cartagena”. Ya no solamente hemos elaborado, mentalmente, repúblicas aéreas para explicar el fracaso institucional: la resistencia de la costumbre impide a los venezolanos ser libres y los invita a agarrase desesperadamente a las cadenas de la tradición hispánica. “Así, parece que el cielo para nuestra humillación y nuestra gloria ha permitido que nuestros vencedores sean nuestros hermanos y que nuestros hermanos únicamente triunfen de nosotros”3.
Era una protesta contra los “seres fanáticos” que se había apoderado del alma nacional y alentaban a los “ciegos esclavos”. No se puede hacer marchar el carro de la historia al mismo impulso de la razón que suscita la libertad, “…porque así como la justicia justifica la audacia de haberla emprendido, la imposibilidad de su adquisición califica la insuficiencia de los medios”. El fanatismo, la fe ciega del catolicismo y la superstición hispánica han jugado, tanto como las armas, en contra de nuestros intereses.
La ruptura con España, reitera inequívocamente Bolívar, en su “Carta” de septiembre de 1815, es un hecho consumado. (…) Uno de los más ricos propietarios de Hispanoamérica, al arribar a Jamaica con 32 años, “…era tan pobre como cualquiera de sus anteriores esclavos”.4 El retorno de Fernando VII al absolutismo, tras su liberación de Valency, hacia todo más oscura para América. La tesis de que “el amor al rey” era suficiente para conducir a los descarriados americanos a las sendas de su bien amado monarca, no surtió el fecto esperado. En parte, porque el clima de horrores sembrado por los españoles, no daba lugar a una reconciliación fácil, y en parte porque la voluntad indeclinable de Bolívar arrastró, tras de sí, la tormenta revolucionaria, incluso allí donde se le oponía tenazmente como en Pasto. El retorno de Fernando VII significó una regresión, en la misma península, contra los liberales y quienes se empeñaban por seguir los derroteros constitucionales de 1812. (…). En América la solución era por las armas. 1815 era el año de un giro absolutista sin retorno a la reconciliación.
Entre tanto, las actuaciones en los sucesos de la independencia, habían convertido a Bolívar en una figura de relieve continental, y el largo brazo de Morillo lo persiguió hasta su refugio antillano, consiguiendo que un antiguo esclavo buscara asesinarlo. Con esta “Carta” podría demostrar que era tan osado y genial en el campo de batalla como con la pluma: como anotó el mismo historiador Masur: Bolívar se convirtió en el “libertador del pensamiento” en los países hispanoamericanos y que reitera sesenta años después Lynch: con esta “Carta” “… se consiguió elevar la revolución de Hispanoamérica a lo más alto de la historia mundial y realzar su propio papel en el liderazgo intelectual y político”5.
Bolívar escribe la “Carta” de Jamaica, como él mismo lo dice, a instancia de una petición de un caballero de esa Isla que desea un pronóstico sobre el destino de las naciones que se rebelan contra el temible imperio español. Mucho más diestro que el turbulento Mier6, Bolívar sintetiza en forma abreviada, lacónica, el vasto y diverso cuadro del continente que se le ofrece a sus ojos. Hace un balance lúcido, con una escritura que se desliza tersa a los ojos del lector (…).
Bolívar abre su misiva con el reconocimiento de sentirse hijo de una misma nación, como hijo “…de un mismo país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo”7. El sentimiento político-cultural de pertenecer a una comunidad nacional continental guía su pensamiento y le permite apropiarse, como nuestros, de los diversos elementos históricos-geográficos de los diecisiete países que la componen. Como los clérigos Juan Pablo Viscardo8 y Fray Servando, Bolívar se queja agriamente del maltrato de que han sido víctima las colonias españolas y de que la posibilidad de reconciliación se encuentra descartada. Recurre a Las Casas, al igual que Teresa de Mier, “al filantrópico obispo de Chiapas, el apóstol de las Américas”, que dejó a la posteridad un retrato de la sangrienta conquista, “con el testimonio de cuantas personas respetables había entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se hicieron entre sí, como consta por los más sublimes historiadores de aquel tiempo”.9 La situación bélica actual apenas corrobora esa historia, en que acude al “señor Blanco” -se refiere Bolívar a Blanco White-, quien desde las páginas de “El Español” había defendido los derechos de los americanos y polemizado ardua e inteligentemente contra la Regencia y las Cortes.
De norte a sur el continente hispanoamericano se veía afligido por una guerra interior, devastadora. El amor que alguna vez nos ató a la Península se ha roto definitivamente. El Río de la Plata se halla libre y dispone sus armas en el Alto Perú. Chile guerrea con el ardor de sus vecinos los Araucanos, y es, en suma, libre. “La Nueva Granada que es, por decirlo así, el corazón de la América” obedece a un gobierno central; así la desdichada Venezuela sobre cuyos campos yermos gobiernan tiranos. Perú, el país más renuente a su libertad, seguirá el irrevocable derrotero. En la Nueva España se sostiene la lucha a costa de infinitos sacrificios. Cuba y Puerto Rico deambulan por sus propios rumbos, sin conexión con tierra firme. Con más de un octavo de la población caída en guerra, se defienden 16 millones de americanos de la insensatez de reconquista de su madrastra. España es como la serpiente que pretende devorar, para retomar el topos bucólico, “la más bella parte de nuestro globo”.10 La atrasada España pretende lo imposible que solo le sería posible a Inglaterra, poderosa dueña del mar: España no puede dominarnos sin comercio, sin luces, sin amor. En fin, pregunta Bolívar al caballero isleño: “¿quiere Vd. Saber cuál es nuestro destino?”, (…): “…los campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón, las llanuras solitarias para criar ganado, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta”.11
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