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¿Es una tarea pendiente la reconstrucción de lo popular?

¿Es una tarea pendiente la reconstrucción de lo popular?

Transcurrido medio siglo de la muerte en combate del sacerdote-guerrillero Camilo Torres Restrepo, el Estado colombiano da muestras de querer poner fin al secuestro de sus despojos mortales. En efecto, el 16 de enero de este año, Juan Manuel Santos, actual presidente de los colombianos, declaraba que: “Busquemos dónde están los restos de Camilo Torres para que en un gesto simbólico podamos continuar en ese proceso de terminar esta guerra”. Reconociendo, de paso, que el ocultamiento de la tumba de Camilo ha hecho parte de la contienda, en este caso, en el terreno del simbolismo.

Esconder su sepultura fue siempre parte de querer ocultar su legado a la par de distorsionarlo. La idea más difundida por quienes buscan velar el ejemplo de su parábola vital, es la de que Camilo fue una víctima de las manipulaciones de los “amigos del desorden”. A Fernando Torres, hermano del guerrillero –y a quien supuestamente le fueron entregados lo restos–, le es atribuida una carta en la que, entre otras cosas, al parecer escribió: “[…] el deber de los verdaderos amigos de Camilo es impedir que su imagen y la imagen de su muerte y su cadáver sean objeto de demostraciones vulgares y estentóreas promovidas por aquellos que sólo lo vieron en vida y lo consideran después de muerto un arma para crear el desorden y sacar provecho para sus propias ambiciones”. El objetivo de ese tipo de declaraciones, por velado no deja de ser claro, mostrar a Camilo, uno de los pocos colombianos que ha ejercido la academia y participado en la dirigencia política con un espíritu realmente crítico, como un menor de edad en el sentido kantiano de la expresión, rebajándolo de su condición de ser histórico autónomo, y libre elector de una estrategia que en lo político consideró la mejor opción, dadas las condiciones del momento. Culpar de su sacrificio a la organización guerrillera a la que Camilo eligió pertenecer es otro de los argumentos que ha hecho carrera y que es utilizado sutilmente para disminuir la estatura política y humana del sacerdote rebelde, pues afirmar que su participación en el combate fue forzada y prematura tiene por objeto, nuevamente, exhibir al sacrificado como alguien engañado y que no sabía lo que hacía. Pero, hoy está claro que esa es otra manera de esquivar las verdaderas causas que en una sociedad como la colombiana obligaron a un hombre como Camilo a elegir el camino de la lucha armada.

Los asesinatos de quienes hasta ese momento habían sido los más grandes disidentes del siglo XX en la política colombiana, Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliecer Gaitán, no eran un antecedente muy halagüeño a mediados de las sesenta del siglo pasado para los que sentían la necesidad de hacer oposición real a un régimen, que además utilizaba sistemáticamente la violencia sobre millones de colombianos a los que logró enfrentar entre sí como militantes antagónicos de los partidos tradicionales. Ese ambiente, y el hecho que la entonces joven revolución cubana hubiera triunfado con el impulso de un movimiento guerrillero, eran motivos más que suficientes para que un pensador verdaderamente radical, y además amenazado –Camilo había sido agredido físicamente en Medellín y Bogotá, y detenido brevemente–, decidiera elegir el camino de la insurgencia armada. Querer apuntalar esa decisión en “perversos” intereses de los “enemigos” de la patria, o en miopías políticas, es buscar ponerle los lentes del achicamiento a una figura que por su desprendimiento y su entereza escapa completamente al modelo del ser histórico de la tradicional dirigencia política colombiana.

 

“El que escruta elige”

 

 

Los partidos tradicionales acordaron como mecanismo central para dar fin a las masacres sistemáticas que la historiografía ha identificado como la Violencia, alternarse la presidencia entre 1958 y 1970, y repartirse las cuotas burocráticas por partes iguales a través de un pacto conocido como Frente Nacional. Con esto, terminaban reconociendo de forma tácita que tal violencia no tenía origen distinto que una lucha por el botín llamado Estado y que dentro de la lógica, aún hoy vigente en Colombia, la administración pública no es nada diferente a un coto de caza de los grupos dominantes, por el que bien vale la pena sacrificar millones de vidas.

El proceso de modernización (sin modernidad) que vive el país a mediados del siglo pasado homogeniza los grupos dominantes y les permite zanjar las diferencias que los enfrentaba desde el siglo XIX. La llamada “revolución verde” en el campo, con su “tractorización” y relativa salarización de las relaciones sociales quita filo a las visiones más conservadoras y confesionales, eliminando las principales contradicciones de las élites, surgidas del apego y dependencia de uno de sus sectores a relaciones marcadamente precapitalistas y que, desde el nacimiento mismo de la república, fueron institucionalizadas como el casus belli que los enfrentaría de forma cruenta por el poder del Estado.

Camilo percibe rápidamente la nueva realidad y la plasma explícitamente en su mensaje a los sindicalistas de septiembre de 1965: “El Frente Nacional acelera la lucha social en Colombia al instituirse como el primer partido de clase en Colombia, partido de la clase privilegiada, que consolida la unión de los opresores contra los oprimidos, lanzando un reto a la clase popular colombiana para que constituya, siguiendo los consejos de José Antonio Galán: ‘La unión de los oprimidos contra los opresores’”.

La creciente figuración pública de Camilo, que alcanza su cenit en 1965, lo coloca bien pronto en la necesidad de decidir si va a ser partícipe de las elecciones que tendrán lugar en 1966, como cabeza de un movimiento que enfrente en las urnas a ese “nuevo” partido de clase. El análisis de la situación lo lleva a concluir que el sistema electoral es inmoralmente restringido, y a acuñar la famosa frase “el que escruta elige”, en la que debe entenderse lo asimétrico del sistema no sólo en cuanto a la mecánica electoral, sino en todo su conjunto: “Una oligarquía que no le ha temblado la mano para matar jefes revolucionarios, para lanzar al país a la violencia y para respaldar gobiernos militares, creo yo que no va a entregar el poder por el simple hecho de una mayoría oposicionista en la votación, mayoría que como ya lo hemos demostrado es moralmente imposible que pueda resultar”, escribe Camilo en el artículo que titula “Por qué no voy a las elecciones”.

El grotesco fraude de 1970 –del que Camilo no pudo ser testigo por su temprana muerte–, en el que le fueron robados los comicios a Gustavo Rojas Pinilla, probaría las prevenciones manifiestas del revolucionario, y condicionaría, más adelante, a otro grupo de jóvenes a conformar el M-19 –dichas elecciones tuvieron lugar el 19 de abril de 1970– y a decidirse igualmente por la lucha armada.

Camilo nunca consideró como principio la abstención, su decisión estuvo motivada por la coyuntura del momento, hasta el punto que en el primer párrafo del mencionado artículo señala que nada ha sido definido sobre la participación electoral: “La plataforma del Frente Unido del Pueblo Colombiano no tiene definición de la lucha electoral como táctica revolucionaria”, y también va a ser claro en que la determinación de la no participación en los comicios fue tomada para no sumar un motivo más de división a los opositores al régimen. Sin embargo, paradójicamente, va a ser esa decisión la que termina alejando del Frente Unido a movimientos como el Partido Socialdemócrata Cristiano y el Partido Comunista y, para colmo de las ironías, la división entre abstencionistas y “electoreros” va a convertirse en la piedra de toque que calibra la corrección o incorrección de las posiciones de los diferentes grupos de la izquierda colombiana de ahí en adelante, en una muestra del reduccionismo reflexivo y la estrechez teórica de los movimientos políticos alternativos de nuestro país.
El olvido de que coadyuvar en la organización, el fortalecimiento y la coordinación de los movimientos sociales es el eje de cualquier acción realmente transformadora, para centrar los esfuerzos y las discusiones en la participación electoral, le ha costado a la izquierda colombiana ser la más atrasada del sur de América.

Una organización política establecida desde abajo, fue un principio explícito y remarcado por Camilo en su corto accionar como político. En la conferencia dictada en la sede del Sindicato de Bavaria, en Bogotá, el 14 de julio de 1965, decía: “Esto es lo primero que debemos hacer distinto de lo que hacen las clases dirigentes: no imponerles dirigentes a las mayorías porque nosotros creemos que también en la forma de organizar el movimiento del Frente Unido tenemos que ser revolucionarios y cambiar este sistema de estar imponiendo cosas de arriba hacia abajo. Vamos a tratar ahora de que la organización venga de abajo hacia arriba; no vamos a repetir la carrera de los partidos tradicionales, no vamos a seguir con esta dependencia a la clase dirigente que sistemáticamente ha traicionado al país y los ideales nacionales”. Y en esa misma conferencia dejaba claro que ni la abstención ni la lucha armada eran formas de hacer política en sí mismas, sino que recurrir a ellas dependía del tipo de resistencia de la clase hegemónica a la aceptación del poder de lo popular, alcanzado a través de una sólida organización desde abajo. “Cuando tengamos esa organización representativa desde las veredas hasta la capital y sea un movimiento con un amplio respaldo popular unido y disciplinado entonces sí nos podremos tomar el poder; porque en ese momento podremos controlar las elecciones y si no nos permiten las elecciones recurriremos a cualquier otro medio pero nos tomaremos el poder”. Es claro, entonces, que lo que descartaba Camilo era la participación electoral en las condiciones tan desventajosas en las que lo hacen siempre los sectores populares, y que un triunfo electoral era poca cosa sin una sólida organización de los movimientos sociales.

 

El “huevo de la serpiente”

 

El desmonte de las guerrillas partidistas –liberales y conservadoras–, que era una de los requisitos para la instauración del llamado Frente Nacional fue, sin embargo, incompleto, pues las condiciones de la desmovilización dejan insatisfecha a parte significativa del campesinado que no ve que sus necesidades de tierra hayan tenido solución. Los campesinos entienden, entonces, que su lucha no es contra su vecino sino contra un Estado que los ha engañado y marginado. El paso de las guerrillas partidistas a las guerrillas clasistas, independientemente de lo que pueda pensarse de su resultado, no puede entenderse separadamente del paso de los partidos políticos tradicionales desde el “policlasismo”, y su mayor o menor cercanía a lo confesional, a una posición definida sin ambigüedades por la búsqueda consciente de favorecer la acumulación de capital y a quienes lo detentan.

El período que va de 1962 a 1966 –intervalo de la vida pública de Camilo–, muy poco estudiado integralmente, y que coincide con la presidencia del terrateniente caucano Guillermo León Valencia, marca el inicio de una particular conformación estructural del país que lo conducirá al medio siglo de guerra que llevamos, y cuyo hito iniciático puede considerarse el bombardeo a los campesinos de la llamada “república independiente de Marquetalia”, como parte de los operativos del denominado Plan Laso (Latin American Security Operation, por su denominación en inglés), diseñado en Washington para todo el subcontinente, y enmarcado en la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, que fue parte integral de la lucha anticomunista de la “guerra fría”.

Además de los cambios en el campo de la represión, el país también inauguraba una nueva época en la política económica con la aplicación de los llamados principios de austeridad bajo la égida del FMI, que hoy siguen aplicándose. Empezaron a ser parte de la doctrina oficial las consabidas estrategias de fuertes devaluaciones de la moneda y la consecuente inflación por el encarecimiento de los bienes importados, así como la deriva hacía una tributación regresiva basada en los impuestos indirectos (inaugurada con el llamado impuesto a las ventas) y un persistente retraso en los salarios reales.

En el ámbito de las relaciones internacionales, el refuerzo de un plegamiento absoluto a los dictados de Washington, hizo que el país, por ejemplo, jugara un papel activo en el bloqueo a Cuba. Pues bien, no hay duda que el conjunto de todas estas políticas fueron el “huevo de la serpiente” donde incubaron las condiciones que dieron lugar al desangre que le ha costado a los colombianos 220 mil muertos, 25 mil desaparecidos, 4 millones de desplazados y al menos 10 millones de hectáreas arrebatadas a los campesinos, entre otras cifras de escándalo, en un saldo del que los grupos dominantes no quieren reconocer responsabilidad alguna.

 

El terror a lo diferente

 

La aparición pública de Camilo Torres fue un hecho inesperado en un ambiente tan profundamente conservador. Su concepción del cristianismo, que lo condujo a un fuerte debate con las jerarquías católicas, fue quizá el primer motivo de escándalo. En el Mensaje a los cristianos, donde acuña su concepto de amor eficaz, que parece ser lo que más quiere destacarse en la actualidad del pensamiento de Camilo, podemos leer en extenso los argumentos que lo llevaron a considerar la revolución como el instrumento más idóneo de realizar lo que consideró el verdadero cristianismo: “Este amor para que sea verdadero tiene que buscar la eficacia. Si la beneficencia, la limosna, las pocas escuelas gratuitas, los pocos planes de vivienda, lo que se ha llamado “la caridad”, no alcanza a dar de comer a la mayoría de los desnudos, ni a enseñar a la mayoría de los que no saben, tenemos que buscar medios eficaces para el bienestar de las mayorías. […] Esos medios no los van a buscar las minorías privilegiadas que tienen el poder, porque generalmente esos medios eficaces obligan a las minorías a sacrificar sus privilegios. […].

Es necesario, entonces, quitarles el poder a las minorías privilegiadas para dárselo a las mayorías pobres. Esto, si se hace rápidamente es lo esencial de una revolución, la revolución puede ser pacífica si las minorías no hacen resistencia violenta, la Revolución, por lo tanto, es la forma de lograr un gobierno que dé de comer al hambriento, que vista al desnudo, que enseñe al que no sabe, que cumpla con las obras de caridad, de amor al prójimo no solamente en forma ocasional y transitoria, no solamente para unos pocos sino para la mayoría de nuestros prójimos”.

Y como no es difícil deducirlo el alboroto estalló, el negacionismo sobre la situación del país, que Camilo denunciaba, y que trascendió las fronteras, lo convirtió en un réprobo para las élites económicas, políticas y eclesiásticas, marcadamente ultramontanas, que veían en la unión de los conceptos de amor eficaz y revolución una amenaza sin antecedentes.

La plutocracia colombiana, que denunciara Gaitán, puede definirse orgánicamente como mediocre, en el sentido que definiera la mediocridad José Ingenieros, hasta el punto que tras doscientos años de dominación y con todas las ventajas a su favor no ha sido capaz de formar siquiera un individuo de sus filas con trascendencia en alguno de los campos de la creación humana. En Colombia, los grupos dominantes han logrado esterilizar los terrenos propicios para lo diferente, no hemos podido ver germinar figuras del talante de un José Martí o un José Carlos Mariátegui, por ejemplo, pues impermeabilizar la sociedad al cambio y la innovación ha sido una estrategia cultural de la dominación. Que un Santos, sobrino-nieto de otro Santos que gobernó hace setenta años, tenga como segundo al mando y heredero de su presidencia a un Lleras, nieto de otro Lleras, que a su vez había sido ministro de ese Santos y también heredero de la presidencia, es más que una anécdota o casi un trabalenguas, es un ejemplo viviente de una sociedad estancada en la que “no pasa nada”, porque 200 mil muertos, 25 mil desparecidos y cuatro millones de desplazados son nada para un grupo de privilegiados que ha logrado sustituir el conocimiento y la reflexión por astucia, crueldad y ausencia de escrúpulos.

 

“Socialismo práctico” y anti-dogmatismo

 

No cabe duda que Camilo entendió muy bien lo que enfrentaba, y su convencimiento de que los antagonismos de las élites en su disputa por el Estado abandonaban las características del pasado para asumir conscientemente el poder con un sentido moderno de clase, lo lleva a propugnar por la creación de un bloque que desde lo popular enfrente la nueva situación. Creía firmemente que la unidad de los grupos subordinados podía alcanzase sobre la base de una plataforma de mínimos, a los que no podría negarse ningún amigo de una sociedad mejor, y acuñó el término de “socialismo práctico” para ese conjunto de mínimos, que es muy cercano a la defensa de lo que la jurisprudencia considera derechos positivos. Eso, consideraba el sacerdote rebelde, debería evitar las discusiones bizantinas entre los amigos del cambio, así como orillar los dogmatismos; sin embargo, no fue así, pues al final la afición por la retórica impuso sus condiciones.

Corresponde, entonces, a los jóvenes desenterrar las ideas y el ejemplo de uno de los muy escasos líderes políticos que en nuestro país aunó visión de cambio, acción política y entereza; desentierro que debe hacerse con mirada crítica y aguda pero sin dogmatismos. Que no haya paz ni olvido para la figura de Camilo, sino agitación y trabajo creativo; que el descanso venga cuando la tarea de construir una sociedad mejor haya sido hecha, como era su deseo.

Información adicional

Autor/a: Álvaro Sanabria Duque
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